NOTA DE TAPA
Los tres flirtearon con algún Gran Momento del Rock: Fernando Samalea y Christian Basso tocaron con Charly García; Axel Krygier participó de la última gira de Soda Stereo. Pero lo que los une –además del sello Los Años Luz, que edita sus discos– es un programa artístico y personal enemigo de las mayúsculas. Son músicos porosos, nómades, eclécticos. No tienen ninguna debilidad por la ironía. Reivindican una tradición mestiza, heterodoxa, en la que conviven la música africana, The Police, Weather Report, el tango, los Talking Heads y el folklore. La cultura del entretenimiento los tiene sin cuidado, y al despotismo de la forma canción oponen la elegancia de una música instrumental abierta, siempre dispuesta a cambiar. Sobrevivientes de la modernidad porteña de los años ‘80 y ‘90, ya instalados en sus papeles de solistas respetados, Krygier, Basso y Samalea confirman y despliegan en este diálogo con Radar lo que vienen probando hace rato con sus obras: que más allá de las fronteras del rock hay vida. Y de la buena.
› Por Martín Pérez
Como perros de la calle. De las calles de Saavedra y Coghlan,
más precisamente. Así es como Christian Basso recuerda sus comienzos
callejeros y modernos de principios de los años ‘80 junto a Fernando
Samalea. Sentados en una mesa del mítico Bar Británico, en los
antípodas del barrio donde se iniciaron, el ex bajista y el ex baterista
de Charly García reconstruyen sus primeros pasos musicales ante la atenta
mirada de Axel Krygier, un perro acaso menos callejero y también algo
más cachorro que sus dos colegas, pero astilla del mismo palo, sin duda.
Otro brote del árbol de la modernidad porteña del que, dos décadas
más tarde, apenas si quedan los nombres, los recuerdos y un presente
bien alejado de aquellos raros peinados nuevos. Para estos protagonistas, al
menos.
“Ninguno de nosotros es el mejor ejemplo de la modernidad de los ‘80:
siempre fuimos muy eclécticos y tuvimos gustos más abiertos”,
señala de pronto Samalea. Y agrega: “Comenzamos a escuchar con
curiosidad nombres de bandas como The Knack y nos entusiasmamos con la visita
de The Police, pero también fuimos al Luna Park a ver a Weather Report.
No hay que olvidarse de eso”. La declaración atraganta a Basso
con su tostado y lo obliga a aclarar los tantos: “Me acuerdo que nunca
pude ir a ver a Weather Report, porque ese mismo día me habían
echado de la escuela y estaba castigado. Me dio una bronca...”. Nunca
tan modernos (ni siquiera cuando efectivamente lo eran), Fernando Samalea –eterno
baterista devenido bandoneonista–, el bajista Christian Basso –reencarnado
en director de pequeñas orquestas– y Axel Krygier –ex flautista
folklórico tímido, hoy decidido silbador del calipso– son
los mejores ejemplos de una incipiente escena de música instrumental
ecléctica que durante el último año supo cobijar la tan
posmoderna Buenos Aires. Una ciudad habitada por una tribu de espectadores cada
vez más curiosos, que parecen no necesitar más de la ironía
para permitirse disfrutar el pasearse por propuestas musicales sabrosas, libres
y variadas, por más melancólicas y sensibles o híbridas
y rítmicas que sean.
“Te confieso que a mí la ironía en la música no es
algo que me vaya mucho”, aclara Basso. “Te digo más: ni siquiera
me gusta la música que divierte. No me parece que sea algo muy noble
divertir a la gente. La alegría la acepto porque es un estado de ánimo.
Pero estoy en contra de la cultura del entretenimiento. Porque el mejor ejemplo
es la filosofía televisiva: mirá y dejá de pensar”.
Lejos de toda distancia irónica, entonces, pero decidido a pervertir
los géneros más clásicos, el ex bajista y compositor de
La Portuaria debutó como solista con el apropiadamente bautizado Profanía
(2000), para luego ahondar en el cocoliche contemporáneo jugando muy
en serio al grotesco musical con su flamante La Pentalpha (2003), editado por
Los Años Luz, sello que comparten Basso, Krygier y Samalea. “Fernando
me recomendó que les llevase mi primer disco, que me lo iban a editar”,
cuenta Krygier. Y completa Basso: “Y después Axel me recomendó
a mí, y también a Kevin Johansen”.
En tiempos quizá demasiado rockeros, los discos solistas de un baterista,
un bajista y un saxofonista –instrumento que Krygier tocaba en La Portuaria–
hubiesen merecido apenas una nota al pie dentro del devenir musical de la escena
porteña. Ahora las cosas parecen haber cambiado, y estas ediciones no
pasaron inadvertidas.
“Lo que pasa es que, por un lado, la industria musical está en
crisis. Y por el otro, la revolución tecnológica empieza a hacer
posible que los discos que grabás en tu casa suenen bien en cualquier
lado. De algún modo nosotros nos estamos aprovechando de eso”,
calcula Krygier, que después de su debut solista (Echale Semilla, 1999)
editó la música original del espectáculo de danza Secreto
y Malibú (2003). Para tocar en vivo en casi toda Europa su elogiado primer
disco, Axel se instaló en Barcelona durante los últimos años.
Ahora está de regreso, listo para grabar un nuevo álbum y también
para tocar en vivo. Y para eso acaba de armar un grupo con Christian Basso,
del que también participa su viejo compinche Alejandro Terán.
A pesar de haber estado once años tocando la batería con Charly
García, Samalea fue el primero de este orgulloso trío de Músicos
sin Canciones -como los Médicos sin Fronteras, digamos– que se
decidió a hacer su propia música. El Jardín Suspendido
(1998) fue el resultado de esa decisión. Desde entonces y hasta ahora,
el ex baterista de Clap, Metrópoli, Illya Kuryaki & The Valderramas
y tantos más editó media docena de álbumes propios, entre
compilados y discos-libro. También de vuelta en Buenos Aires, Samalea
termina ahora de mezclar su último trabajo, para el que convocó
a viejos cómplices como Richard Coleman, Gustavo Cerati, Fabián
Von Quintiero... Y Charly García, por supuesto. “La última
mitad del año pasado estuve viviendo y grabando discos en París,
pero cuando estaba por empezar a tocar quise volverme para acá. Uno en
la vida hace elecciones, y en cada una de ellas se pierde y se gana algo. Y
lo que yo elegí fue recuperar esta ciudad”.
Y al mismo tiempo, claro, la ciudad los recupera a ellos. Y recupera toda la
historia que vivieron en ella.
Silbad el calipso
Aparecían cada tanto por la clase. Eran mayores, así que pedían
permiso a los profesores y se dirigían a los alumnos. “A los que
quieran tocar en la orquesta del colegio, los invitamos a que vengan los sábados
por la mañana”. Aunque en su casa podía pasarse todo el
día tocando la flauta sobre discos de Jethro Tull, al siempre más
joven Axel Krygier ni se le ocurría aceptar la oferta. “¿Ir
al colegio un sábado a la mañana? Ni loco”, se justifica
aún hoy. Pero un día no se limitaron a pedir permiso para entrar
a su clase, y tampoco a hacer una invitación general: fueron directamente
por él. Una compañera lo había delatado. “Fue Soledad
Villamil”, la delata a su vez Krygier. “Les dijo que yo tocaba la
flauta traversa y me vinieron a buscar”.
Alumno del Nacional Vicente López, Krygier tuvo la suerte de tener como
compañeros a futuros músicos como Diego Frenkel, Juanchi Baleirón
y Alejandro Terán, entre otros. “Eran chicos de quince años,
como Terán, pero ya sabían que se iban a dedicar a la música.
Así que de ahí en adelante pasé a ser músico yo
también. Y a partir de ese día el secundario fue otra cosa”,
confiesa Krygier, un fanático de Luis Alberto Spinetta que siempre supo
que si quería dedicarse a la música tendría que estudiar,
porque nunca había sido un niño prodigio. “De la banda del
colegio pasé a una banda de folklore”, recuerda. “Copé
el living de mi casa y lo convertí en sala de ensayo. Pero todavía
recuerdo un momento clave en mi vida, que fue cuando en un pub de la esquina
de mi casa tocó Clap. Nosotros estábamos tocando folklore con
mis amigos, mientras en la esquina sonaba la música más moderna”,
explica Krygier. Más tarde se tomaría su pequeña revancha
tardía contra aquella modernidad que entonces lo dejaba afuera: en Echale
semilla, confiesa sonriente, incluyó bien a propósito los instrumentos
más folklóricos en las mezclas.
Aunque por entonces supo coquetear con la posibilidad de ser un músico
‘serio’, Krygier confiesa haber entrado al mundo del rock a los
dieciséis años, cuando conoció a Kevin Johansen y se sumó
como músico invitado a Instrucción Cívica, tal vez la última
banda pop de la primavera alfonsinista. El grupo, de fama efímera, alcanzó
a grabar dos álbums, el primero de los cuales reunió por primera
vez a Krygier con Fernando Samalea, que aparecía tocando la batería.
“Pero para mí todas esas cosas siempre fueron un chiste: yo estaba
en la música rara, experimental”. A los dieciocho, Axel se compró
su primer portaestudio y comenzó a grabar sus cositas. “Siempre
me gustó el efecto de locura, de lo psicodélico. Eso de grabar
y entrar en trance, dejar que las cosas surjan de un lugar inconsciente”,
cuenta. Y mientras armaba y desarmaba el dúo experimental Mulo con Terán,
Krygier terminó ingresando a la banda desde donde vería pasar
gran parte de la década del ‘90: La Portuaria. “Aunque él
era más de la cúpula y yo un músico invitado, comenzamos
a sorprendernos compartiendo cosas con Christian Basso”, recuerda Axel.
“De repente nos cruzábamos, porejemplo, en un concierto donde tocaban
obras orquestales de Nino Rota. Nos dábamos cuenta de que teníamos
cosas en común, y que esas cosas no podían formar parte del grupo”.
Antes de largarse a ser decididamente un solista, Krygier emprendió su
último trabajo importante: participar junto a Terán de la última
gira de Soda Stereo. “Cerati nos llamó porque nos había
visto tocar con Mulo”, explica, “pero además porque nos quería
como compinches en una gira que calculaba que iba a ser muy dura para él,
por los roces con los otros dos integrantes de Soda. A mí, sin embargo,
me daban un poco de vergüenza algunas cosas: por ejemplo, tocar el acordeón
sobre algún clásico del grupo”. Y justo cuando empezaba
a sentir cierto resentimiento por no poder hacer lo suyo, Krygier cambió
la baqueteada portaestudio por una computadora, y con el protools empezó
a convertir en temas los viajes o iluminaciones que solía registrar.
“Para el 1996 ya tenía compuestos bastantes temas de Echale Semilla”,
cuenta Krygier, que remasterizó el disco recién dos años
más tarde y lo editó en el ‘99. “Enseguida empecé
a recibir emails de todo el mundo: de Japón, Australia, Nueva Zelanda.
Hasta la gente de Luaka Bop me escribió”. Entonces armó
no una sino dos bandas: una acá y otra en Barcelona, donde se instaló
a vivir los últimos años, para desde allí tocar en Festivales
en toda Europa.
“Creo que hay algo muy explícito en el disco, y eso hace que la
gente se sienta cerca de él aun cuando no tenga canciones. Lo que importa
es la intención, toda esa cosa propia de las artes plásticas”,
dice Axel, que no casualmente dibuja y pinta él mismo las portadas de
sus discos. “Yo creo que la cosa va por el lado poético, y muy
alejada de cualquier cinismo”, explica. Volvió de Europa con dos
proyectos de disco en la cabeza. Uno se llama Vamos Los Gauchos, que continúa
y profundiza las reminiscencias folklóricas latinas; el otro es Clubbing
Dreams, que es mucho más funky. “Tal vez se terminen cruzando en
uno solo, porque no me da para tanto”, se excusa Krygier, que con el tiempo
ha ido alimentando un espíritu mucho más swing.
–Me acuerdo de un casete con cosas que Axel me dio allá por el
‘89 o el ‘90 –señala de pronto Samalea.
–No puedo creer que te acuerdes de eso –exclama Axel.
–Lo que me acuerdo es que eran grabaciones desprovistas de todo tipo de
referencias. Y sin embargo eran más que recordables –dice el baterista.
–Es que yo creo que al tipo que hace canciones se le aparecen las verdades
en forma de verso –opina Krygier–. Pero siempre es una cosa que
viene de un lugar que no controlás. Y a mí también me pasa
así.
Jazz sin swing
“Si hay algo contra lo que reacciona mi música es contra esa cuestión,
tan clásica del rock, de que el cantante es el único que tiene
algo que decir”, aclara Christian Basso. Pero el autor de la música
de muchos de los éxitos de La Portuaria no está demasiado de acuerdo
con eso de Músicos sin Canciones. “Mis discos tienen canciones”,
apunta: “el asunto es que crecimos escuchando música sin entender
lo que decían los que cantaban, y yo nunca escucho las letras. Para mí
la música va por un lado y la literatura va por el otro. Y ojo que la
literatura es el cincuenta por ciento de mi vida. Pero a mí me gusta
trabajar la música instrumental, aunque busco que sea cantable. Y pongo
eso de un lado, y del otro un buen libro. Porque para mí la música
ya es lo suficiente multívoca, ya dice demasiadas cosas como para, además,
agregarle una letra”.
A pesar de ser hijo de un músico de jazz, Christian no lo tuvo tan fácil.
Debía, por ejemplo, comprarse los discos de Los Beatles casi a las escondidas,
ya que su padre se empecinaba en decir que ellos no tocaban en los discos. Cosas
así. Basso aprendió a tocar el bajo con Rinaldo Rafanelli, integrante
de Polifemo y el último Sui Generis, entre otros grupos del rock nacional
más clásico. “Yo le debo mucho a Rinaldo. Me acuerdo que
a los dieciséis quería dejar el colegio, por ejemplo. Y él
meadvirtió que, si lo hacía, él dejaba de darme clases
de bajo”. Si bien heredó de su viejo el mandato del instrumento
como afición –su primer trabajo fue en el programa de TV Sábados
de la Bondad–, la vida de Basso cambió una noche en que estaba
tocando jazz en el Tortoni, junto a Pelican y Malosetti. “No sé
cómo era que estaba tocando con ellos, porque ellos sabían y yo
recién empezaba”, se pregunta hoy Basso, mientras Samalea recuerda
que aquella noche él estaba entre el público. Una de las bandas
de Samalea necesitaba un bajista y Basso fue invitado a participar.
“Así empezó una relación que nos llevó bastante
lejos: pasamos de callejear de grupo en grupo a tocar nada menos que con Charly
García”. Pero antes de la escala Charly, en la vida de Samalea
y Basso estuvo Clap, la banda moderna de aquellos primeros ‘80. “Aquella
fue una época de rebeldía constitutiva que a mí se me generó
en la escuela. Necesitaba alguna válvula de escape de todo eso, y la
encontré en la música y las drogas”, recuerda. “Si
tuviera que volver atrás, me hubiera gustado vivir en una sociedad mucho
más libre para no tener necesidad de gastar toda esa energía dionisíaca
en cosas tan destructivas”. Para Samalea, el camino hacia Charly, además
de Clap, incluyó escalas en Metrópoli, Fricción y la banda
de Calamaro. Pero siempre todo enumerado bien rápido, a tono con la velocidad
misma de los tiempos. “Fernando siempre fue un buen relaciones públicas:
él iba haciendo la avanzada”, explica Christian. “Y después
recibías el llamado: ‘che, en tres días tenés que
aprenderte todos los temas de García’”.
Para Basso, lo más rescatable de haber tocado con García fue la
presión musical que generaba el bigote bicolor sobre sus músicos.
“Lo que se me hizo más difícil estando con él era
que yo era consciente de que no era él”, dice algo enigmáticamente.
“Me di cuenta muy rápido de que sólo él podía
hacer lo que hacía. Algo de lo que no puede o no quiere darse cuenta
toda la mogo élite que lo rodea, todos esos satélites que cualquier
estrella tiene a su alrededor”. Pero así como al tocar la batería
con Charly Samalea comprendió que ése siempre había sido
su lugar, Basso, por su parte, comenzó a añorar los momentos más
creativos de la época con Clap. “Tuve ganas de buscar otro horizonte,
y al principio me dije ‘cuelgo todo y me pongo a estudiar’”,
recuerda. “Así que empecé antropología y después
me pasé a filosofía, pero vino una gira por España y me
quedé por allá, tocando con Melingo en los Lions in Love”.
Aquel recuerdo dispara una anécdota que es la más recurrente a
la hora de hablar con Christian Basso. “Todo el mundo me pregunta lo mismo:
¿No fue entonces cuando se fueron con Melingo a Marruecos? Es un viaje
que parece haber adquirido categorías míticas. Y la verdad es
que la pasamos fatal, con todo el psicopateo típico de frontera. Estuvimos
allá como una semana y terminamos comprándonos unas túnicas
y haciendo dibujos con unos palitos en el suelo de una plaza, jugando al ahorcado.
Queríamos pasar desapercibidos, que no nos molestasen más”.
En ese mismo viaje Basso terminó conociendo a Los Jaivas en París,
y después de escuchar a Disidenten –un grupo que mezclaba influencias
musicales alemanas, italianas y árabes– volvió con la idea
de hacer algo así, pero con la impronta argentina y latinoamericana.
La Portuaria, digamos. “Con La Portuaria estuve ocho años, y fue
el momento creativo más materializado de mi carrera. Pero está
claro que no fue el mejor ni el de más vuelo”, aclara. La crisis
de separación del grupo lo llevó a refugiarse en la literatura,
y aún más lejos: terminó viviendo en Denver, casado con
una norteamericana. Al regresar estaba decidido: sacaría un disco, fuera
como fuera. Y ese disco terminó siendo Profanía.
“Cuando yo era chico mi viejo tocaba en un grupo llamado Swing 39. Hacían
jazz francés, cosas de Django Reinhardt. Fue una música que me
quedó muy grabada: el jazz instrumental, la música de los gitanos.
Después volví a entrar en ese mundo, pero por el lado de la música
de películas italianas, de Nino Rota y Ennio Morricone. Y ahí
fue cuando empecé a encontrar una articulación entre la música
clásica y la popular. Descubríal jazz cafón, o el jazz
sin swing. Empecé a explorar por ahí y me di cuenta de que lo
que me llega es la poética del inmigrante, y no tanto la búsqueda
latinoamericana”, explica Basso, que desde su primer disco solista adquirió
un particular gusto por profanar lo culto. “Roll Over Beethoven”,
dice, y se entusiasma. “La música que yo evoco lleva implícito
un poco el volver al pasado, un recuerdo de aquella Argentina culturalmente
poderosa. Porque si uno compara a la Argentina del ‘40, con todas sus
orquestas de tango, con la actual de la bailanta y la electrónica, es
como para agarrarse la cabeza. Por eso, a la salida de mis shows, propongo cambiar
los celulares por salamines y abandonar las comodidades que nos da la tecnología.
Y también esa cultura de la canción, que funciona y cuando la
escucha la gente no se aburre. Porque ahora todo el mundo se aburre, y eso me
parece deplorable: a uno, para entretenerse, debería alcanzarle con sus
pensamientos”.
El jardín suspendido
A través de una amiga de su secretaria personal, Fernando Samalea se
enteró de que Leonardo Favio tenía sus dos primeros discos. Y
no sólo eso: que de vez en cuando los ponía en su equipo de audio
y los escuchaba. Así fue como su pareja de entonces, María Eva
Albistur, se atrevió a musicalizar uno de los poemas del cineasta y se
lo envió a Buenos Aires desde Madrid. A partir de entonces se inició
una relación que comenzó por correo: empezaron a llegar a Madrid
encomiendas con libros y películas enviadas desde Argentina. Y cuando
a fines del año pasado Samalea regresó a Buenos Aires para las
fiestas, finalmente pudo conocer personalmente a Favio. Comieron juntos un par
de veces, conversaron hasta la madrugada en los salones de la librería
El Ateneo de Callao y Santa Fe, y Samalea llegó incluso a componer un
par de cosas para el ballet de El Aniceto y la Francisca que el cineasta amenaza
de vez en cuando con armar para Maximiliano Guerra. “Haberlo conocido
personalmente es una de las cosas que más le agradezco a mi oficio”,
dice Samalea, el baterista que aprendió a tocar el bandoneón y
sueña alguna vez con hacer cine. “Desde chico soñaba con
eso: hacía películas en el Cinegraph”, confiesa. Y agrega:
“Para mí el cine es el arte más completo”.
Pero mientras cobijaba sus sueños de cineasta, Samalea se dejó
llevar por otro impulso y a los seis años ya estaba sentado ante una
batería. Su precocidad le sirvió para vivir los últimos
coletazos del rock de los ‘70 y ubicarse en primera línea para
vivir la modernidad de los ‘80. “Para mí fue fundamental
tocar en Metrópoli y conocer a Richard Coleman y Ulises Butrón”,
recuerda. El primer disco que grabó fue Vida Cruel de Calamaro, aquel
que cerraba con un tema titulado “Principios”, un secreto, pero
contundente alegato generacional. “No me importa, ellos se van a morir
primero, yo tengo tiempo”, decía la letra, y con esa seguridad
el más moderno rock nacional siempre siguió adelante sin exigirse
demasiado. “Si no hubiese grabado ese disco, tal vez mi vida hubiese sido
totalmente diferente”, especula Samalea. “Porque en uno de esos
temas coincidieron Spinetta y García, y a partir de entonces comencé
a tocar con él”.
La primera vez que Samalea tocó el bandoneón en vivo fue en la
presentación de Cómo Conseguir Chicas, en el Gran Rex. “Me
lo acababa de comprar”, confiesa. “Pero no fue una fanfarronada:
me pasaba el día entero ensayando. Y de tanto escucharme practicar, a
Charly se le ocurrió que tenía que tocar en un tema”. Así
fue como Fernando terminó debutando como bandoneonista en vivo en el
tema “No soy un extraño”. Samalea desembocó en el
fuelle después de años de recorrer fascinado las biografías
del Buenos Aires tanguero. “Me obsesioné tanto con ese mundo que
en cada esquina veía el Buenos Aires de antes, con los tranvías
y todo. Hice tal reconstrucción de ese mundo que en un momento me compré
un bandoneón. Y cuando buscaba una voz para hacer mi música, nunca
dudé: tenía que ser un lenguaje bien porteño”.
Antes de largarse a hacer lo suyo, Samalea completó su carrera de buen
rocker tocando con los Illya Kuriaki & The Valderramas. “La vida me
dioesa segunda oportunidad: ver la aparición de una nueva generación
desde la primera fila”, dice Fernando, que después de girar por
el mundo con Charly terminó embarcándose en las giras de cabotaje,
a puro pulmón, del Nuevo Rock Argentino de la década del ‘90.
“Nunca se me ocurrió pensar que ya lo había hecho antes:
miraba todo con ojos nuevos”, cuenta. “Además no te das cuenta.
Pensás que sos el más moderno de todos y de pronto mirás
por encima del hombro y ves a toda una nueva generación dispuesta a pasarte
por encima”. Así completó el círculo; ya no necesitaba
imaginar el Buenos Aires que había desaparecido: le bastaba con recordar
el suyo, que ya estaba desapareciendo.
A pesar de la porteñez, una de las cosas en las que insiste Samalea es
que ser porteño, o al menos ser porteño de la época que
es él, implica ser cosmopolita. “Renegar de eso es olvidar lo importante
que fueron para nosotros las investigaciones de los Talking Heads en la música
africana y toda la música que escuchamos durante nuestra adolescencia.
Para nosotros, ser porteño es decir alguna que otra palabra en inglés,
por ejemplo”, afirma este buscador musical que asegura tener lista una
novela. A Samalea no le preocupa no andar corriendo atrás de las canciones.
“Después de todo, uno corre siempre atrás de sus obsesiones
infantiles, y las canciones nunca estuvieron entre ellas”, dice Samalea.
Y extiende la definición a sus dos ocasionales compañeros de viaje.
Además de ese cosmopolitismo con un toque autóctono y de la prescindencia
de la canción, otro tópico en el que confluyen las músicas
de este trío de músicos es la mística del viaje. “Es
más importante pensar en el viaje como búsqueda que como traslación
geográfica”, apunta Basso. “Porque también están
los viajes de la mente: por algo existen las drogas y los movimientos que las
reivindican. Y los viajes que hacés con la literatura, que para mí
son los realmente inspiradores. Después, sí: están los
momentos de tránsito, que siempre es interesante vivir. Pero, como un
baqueano me dijo una vez en un campo en Rosario: ‘Vaca que cambia de querencia,
demora en la parición’. Y es verdad: si uno se está moviendo
todo el tiempo, tarda en dar sus frutos”. A lo que Samalea agregaría:
“Estar en un lugar hace que no puedas estar en otro. Hay que elegir”.
Samalea, Basso y Kygier eligieron dejar de ponerse al servicio de las canciones
para ponerse al servicio de su propia música. Eligieron recordar que
tienen tiempo para empezar a usarlo, ahora, a su favor.
Christian Basso y Axel Krygier tocan juntos
el 21 de Febrero en el Teatro El Globo.
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