Domingo, 25 de enero de 2004 | Hoy
VISITAS GUIADAS
Apremiado por la merma de público, Charles Saatchi mudó la Saatchi Gallery a los majestuosos ex cuarteles del London Council, frente al Parlamento, con su ya clásico tesoro de atrocidades adentro: el tiburón flotante de Damien Hirst, el cadáver empequeñecido del padre de Ron Mueck, el busto de sangre congelada de Marc Quinn, la sala inundada de 2500 galones de petróleo firmada por Richard Wilson. Mientras predice el fin del “galerismo cool” y aboga por museos “sin barreras que separen a las obras del público”, el megapublicista inglés –inventor del Brit Art– tiene ahora 24 resplandecientes salas para desplegar sus veleidades de renacentista posmoderno.
Por RODRIGO FRESAN (Desde Londres)
Esos ríos paseándose
como si nada -como si nadaran por el centro de grandes ciudades– sirven
para varias cosas. Tal vez la más útil de todas sea implantar
–consciente o inconscientemente– en las cabezas de los trazadores
de planos la idea de opuestos que armonicen y se equilibren. Algo así
como “si ponemos esto aquí, entonces pongamos esto allá”.
En ese sentido, el Támesis es un río especialmente servicial:
entre las múltiples divisiones posibles –se me ocurre ahora, mientras
abordo el barquito pintado a lunares por el artista del escándalo Damien
Hirst que te lleva de la Tate Gallery a la Tate Modern–, la que propone
es ésta: en una orilla, la calma casi sonámbula de los clásicos
consagrados (lo que no impide que la Tate original muestre una vez al año
el tumor de los polémicos seleccionados por el Turner Prize: este año,
el ganador fue el travesti Grayson Perry, con sus jarrones pintados con imágenes
de pedofilia e incesto); en la otra, la neurosis de los modernos. Y entre unos
y otros, una escala técnica e inevitable para visitar a los más
peligrosos de todos. Sí: entre Tate y Tate saludan desde un muelle los
psicópatas de máxima peligrosidad que andan sueltos y felices
por los pasillos de la Saatchi Gallery de Charles Saatchi.
LA GALERIA ES UN STAND
Y así fue: salí de la Tate de ver la exposición Turner
and Venice, la fructífera relación de un inglés luminoso
con esa sombría ciudad a la que Dickens definió como “un
extraño sueño flotando sobre el agua”. Y de camino a los
Picassos & Co. de la Tate Modern (la hermana menor, impetuosa, exitosísima,
siempre llena hasta los bordes) me arriesgo a hacer un alto en el majestuoso
edificio que alguna vez albergó a los pomposos cuarteles generales del
London Council, frente al Parlamento, junto a esa inmensa rueda de la fortuna
milenarista. Hasta aquí mudó Charles Saatchi su exhibición
de atrocidades el pasado octubre, luego de comprobar cómo descendía
el flujo de concurrentes a la dirección de Boundary Road (abierta en
1985, en lo que había sido una fábrica de pintura, y luego, en
el 2001, mudada a Old Street) a partir de mayo del 2000, cuando la Tate Modern
(con cuyo curator, Nick Serota, Saatchi se ha enfrentado públicamente
en más de una ocasión) se llevó a los adictos a las emociones
fuertes a lo que alguna vez fue la sólida arquitectura de la usina Bankside.
Fueron muchos los que aseguraron que la maniobra no tendría éxito,
y que la histórica ominosidad del nuevo domicilio acabaría ahogando
a la histérica transgresión de Saatchi. Por supuesto, se equivocaron.
Porque la estrategia de Saatchi fue, precisamente, anular toda majestuosidad
edwardiana de mole histórico/turística y emplazar en sus tripas
–las entrañas de un caballo troyano– su nueva galería,
como si fuera un departamento regio, very british, de veinticuatro habitaciones:
techos altos, piso de parquet y paredes revestidas con madera de roble donde
las obras y las vidas –en aparente desorden, como si uno las descubriera
moviéndose entre un cuarto y otro– se presentan no como objetos
a ser contemplados por el público sino como objetos que contemplan al
público y preguntan: “¿Y vos qué mirás?”
De ahí el efecto todavía más irritante, más raro,
más original. Y, sí: los que pensaban que esta vez Saatchi perdería
la batalla se olvidaron de lo más importante: además de coleccionar
arte moderno y de ser considerado el hombre que inventó el Brit Art,
–así como el actual copresidente de los tories–, Saatchi
fue, es y morirá siendo uno de los publicistas más astutos e implacables
de la historia del Imperio Británico. De todos los imperios.
LA VIDA ES UNA CAMPAÑA
Están los que acusan a Charles Saatchi (nacido en Irak en 1943) de haber
“descubierto” a Damien Hirst. Otros, máscontundentes, lo
señalan junto a su hermano Maurice –con quien abrió agencia
en 1970– como el culpable directo de haber llevado a Margaret Thatcher
a esa poderosa casita en Downing Street gracias al aviso aquel que mostraba
una cola de desempleados con el astuto slogan de Labour Isn’t Working
(“El laborismo no está funcionando”, o: “El laborismo
no está trabajando”). Y cuenta la leyenda que los Saatchi, a la
hora de lanzarse al ruedo de la publicidad, pararon a doce desconocidos de aspecto
respetable en la calle para que posaran en la foto junto a ellos como ejecutivos
y así convencer a hipotéticos clientes desconfiados por la juventud
de los hermanos. La cosa salió bien: hacia 1986, la Saatchi and Saatchi
Agency era la más grande del mundo. Lo que no impidió que un coup
interno pusiera a los hermanos en la calle y que ellos, claro, contraatacaran
fundando M&C Saatchi y se llevaran varias de las mejores cuentas de su vieja
agencia. Y la vida continúa.
Para entonces, Saatchi, que había adquirido su primera pieza a los 16
años –”pensé que podía permitírmelo”–
y sentido cómo su vida cambiaba a los 19, “al ver un Jackson Pollock
en el Museo de Arte Moderno de Nueva York”, ya tenía una considerable
fama como coleccionista de arte moderno. Pero no era suficiente: no era buena
publicidad. Saatchi quería inventar su propio Renacimiento, y así
se distrajo de su divorcio casándose con toda una nueva camada de plásticos
ingleses y abriendo galería propia. Una de las primeras cosas que compró
por 150 mil libras fue una cabeza de vaca pudriéndose adentro de un cubo
de cristal by Damien Hirst y una cama deshecha by Tracey Emin. Después
siguió comprando hasta alcanzar las 4 mil piezas, y en 1997 la exhibición
de sus tesoros –Sensation, en la Royal Academy, más tarde exportada
al Brooklyn Museum of Art y actualizada en el 2000 con el anagramático
título de Ant Noises– atrajo a 300 mil curiosos y a decenas de
críticos que lo acusaron de “payaso perverso” y de ser una
“pésima influencia para los artistas jóvenes”.
A Saatchi, por supuesto, no le importó, y sigue sin importarle. Saatchi
se define como “un comprador compulsivo”, un “devorador de
lo efímeramente novedoso”; alguien que, cuando se cansa de los
juguetes flamantes, regala “buena parte de mi colección a fundaciones
y museos con poco poder adquisitivo. Así de simple: contra lo que se
piensa, soy la persona menos complicada que existe. Toda mi rareza pasa por
adquirir a precios elevados obras de arte que dentro de diez años, en
un 90 por ciento, probablemente no valgan nada. Podría dedicarme a comprar
Matisses o Van Goghs, pero eso no es lo mío, aunque sea muy conservador
para otras cosas. Mi pasatiempo favorito es jugar al Scrabble con mis amigos.
En realidad me muestro poco para que la gente no sepa lo normal y corriente
que soy. Yo soy tan poca cosa. Lo más emocionante que me ha ocurrido
fue un día que corrió el rumor de que me habían asesinado
a balazos en Miami. Al final se supo que el muerto era Versace. Como dijo Frank
Stella refiriéndose al minimalismo: ‘Lo que ves es lo que ves’.
Así soy yo”.
EL ARTISTA ES UN PRODUCTO
Además de la retrospectiva temporal de Jake y Dinos Chapman (esos tótems
africanos apareados con iconografía McDonald’s, esos miles de soldaditos
de colección participando en abigarrados holocaustos dignos del Bosco,
esos maniquíes de niños con narices de pene apareándose
y fundiéndose entre ellos), lo que se ve al entrar a la nueva Saatchi
Gallery son los Saatchi’s Greatest Hits. Faltan unos cuantos Damien Hirst
(el automóvil Mini a lunares, la vaca en secciones): el artista recuperó
buena parte de su obra comprándosela al galerista luego de una pelea
irreversible: Hirst se consideró perjudicado por la disposición
de sus obras en la nueva galería, donde aparecían rodeadas de
colegas de nivel inferior, y juzgó que su trabajo debía mostrarse
en solitario y en ambientes inmensos. Saatchi le contestó que no molestara.
Un marchand de Bond Street definió la situación con las palabras
justas:”Hirst creyó que había hecho a Saatchi y Saatchi
creyó que había hecho a Hirst: ahí está todo lo
que hace falta para que haya una pelea fatal entre amantes”.
En cualquier caso, en la Rotunda Room central, todavía está el
colosal modelo anatómico Hymn y el clásico tiburón en su
estanque (se lo ve menos fresco y más fósil que hace algunos años),
con el lírico título La imposibilidad física de la muerte
en la mente de alguien vivo: esas maneras alternativas de contemplar a la misma
muerte de siempre. Y junto a ellos hay otros inevitables: las figuras hiperrealistas
de Duane Hanson (que, ubicadas junto a las puertas, confunden al visitante);
el pequeño padre desnudo y muerto y el gigantesco rostro paternal (que
nos obligan a situarnos alternativamente como sobrevivientes y como bebés)
de Ron Mueck; la cama cada vez más sucia de Tracey Enim (sí: el
arte de los jóvenes brits tiende a envejecer de más de una manera);
los desnudos como montañas de Jenny Saville; la deconstrucción
de Dalí (otro tipo astuto que, nada es casual, por estos días
expone desde el más allá en una galería pegada a la de
Saatchi); y, en una cámara refrigerada, un busto color marrón
rojizo de Marc Quinn: nos acercamos y leemos que se titula Self, y se nos informa
que la cabeza en cuestión está elaborada con cinco litros de sangre
–la cantidad que contiene el cuerpo de un hombre– extraída
a lo largo de cinco meses y posteriormente congelada por el artista para su
exhibición y, ay, las ganas de tirar del enchufe para ver qué
pasa y me pregunto si Quinn no querrá exactamente eso.
Y es entonces, claro, cuando surgen las preguntas incómodas, los interrogantes
modernos: ¿qué es todo esto? ¿Arte imperecedero o fenómeno
efímero? ¿Es Art con mayúsculas o, apenas, slogart: una
astuta mezcla de arte con slogan que define y a la vez retrata los tiempos que
vivimos y que –como toda frase ingeniosa, como todo aviso con ganas de
Clio– está casi condenado a ser superado por la próxima
campaña para el próximo producto? El mismo Saatchi ha reconocido
que es posible que lo que le gusta no sea un buen negocio; pero lo que le interesa
a Saatchi tal vez sea el impacto del momento y su poder residual en la mente
del espectador. Asco, indignación, morbo, fascinación perversa
son los reflejos automáticos inevitables que acuden para definir la estética
de las sensaciones que suele provocar en las masas aquello que a Saatchi le
encanta pero que –a la hora de juzgar a los premios Turner de los últimos
años– él mismo no vacila en condenar como “basura
reprocesada”.
Lo que provoca la Saatchi Gallery en un espíritu más o menos curtido
en estas lides es –paradójicamente– un incremento de interés
en Saatchi. Sí: Saatchi como la obra maestra e invisible presente en
todas y cada una de estas estancias donde las obras –por conocidas, por
gastadas, como esos excelentes chistes que se contaron demasiadas veces–
ya no son lo más importante. Lo que importa es, sí, por fin, la
galería: el modo en que devora a sus contenidos como la ballena al sincero
Jonás o al mentiroso Pinocho. Es entonces cuando uno comprende a la perfección
el enojo de Damien Hirst.
LA OBRA ES EL CLIENTE
Y se comprende todavía más al examinar la revista/folleto/manifiesto
–una edición especial, ciento por ciento Saatchi, de la revista/guía
Time Out– que funciona como catálogo y se entrega gratis al visitante
luego de que ha pagado cara –8,50 libras– la entrada. Allí,
en un texto firmado en septiembre del 2003, Charles Saatchi predice el fin de
“la galería cool”, aboga por una evolución del museo
hacia espacios “sin barreras que separen a la obra del visitante”
y recrimina a los nuevos museólogos su comportamiento obvio a la hora
de “gastar millones en construir palacios austeros y modernistas y siempre
parecidos unos a otros, en lugar de emplear ese dinero para adquirir obra novedosa”.
En eso está Saatchi, en eso estamos nosotros –en poner en práctica
una teoría que, después de todo, no es tan novedosa– cuando
nos paseamos por los cuartos y los pasillos de la Saatchi Gallery.
Y casi al final –Saatchi no ha podido impedirlo–, la sensación
es la misma que nos regala y se cobra todo museo normal: cierto cansancio ante
la abundancia, y el convencimiento de que, a la hora de las revoluciones, todo
museo y galería –todo Damien Hirst o todo Joseph Mallord William
Turner– deberían tener entrada gratis para que uno pudiera ir a
visitar sus dos o tres obras favoritas y entrar y salir rápido, como
se entra y se sale del mejor de los sueños.
Entonces, en los bordes del fastidio, cansado de oír las explicaciones
ruborizadas de padres a hijos que les hacen preguntas incómodas sobre
lo que aquí se expone, en una de las últimas habitaciones de la
Saatchi Gallery se encuentra una auténtica e indiscutible y atemporal
obra de arte moderno: una instalación que se titula 20:50, que lleva
la firma de Richard Wilson, que antes de llegar hasta aquí estuvo en
la muy alt Matt’s Gallery, en una muestra en Edimburgo, y entre 1991 y
el 2001 en la primera Saatchi Gallery de Boundary Road. A 20:50 se la huele
antes de verla, y hay que verla para entenderla, pero haré lo posible
por explicarla.
20:50 son 2.500 galones de petróleo usado que llenan hasta la mitad uno
de los recintos de la Saatchi Gallery. El petróleo quieto funciona como
un espejo negro que refleja la luz que entra por las ventanas, los techos de
la habitación y –si uno se atreve a ir hasta el centro por una
pasarela-y que se adentra en el estanque oscuro como un tajo seco, seguro pero,
de algún modo, peligroso– a uno mismo. La sensación es,
seguro, la misma que experimenta el astronauta Dave Bowman al final de 2001:
Odisea del Espacio: la familiaridad extraterreste de no saber dónde estamos,
por más que recordemos claramente todos y cada uno de los movimientos
que nos llevaron hasta allí.
Después, claro, lo más fácil de todo: es tanto más
sencillo salir de un museo o una galería que entrar. Después,
sí, volvemos a subir al barquito que nos lleva a la Tate Modern, que
ya no es tan modern como classic. Porque ahí adentro espera Andy Warhol,
el inventor de todo esto. Warhol, el que pintaba cuadros de metal con el pincel
corrosivo de su sexo en mano lanzando el chorro de su propia orina y después,
casi enseguida, les pedía a sus colaboradores de The Factory que se pusieran
a mear ellos. Porque Warhol descubrió que la firma es el artista, y no
quien realiza la obra de arte. Y ahora Saatchi –un buen alumno que, como
todo buen alumno, quiere superar a su maestro– vende la idea de que la
firma es el galerista.
Pasen y vean y, si se animan, toquen.
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