Domingo, 1 de febrero de 2004 | Hoy
NOTA DE TAPA
Como muchos hijos de famosos, a Sofia Coppola le tocó sufrir el síndrome de portación de apellido. Debutó (en la actuación y en el show business) con un papel en El Padrino III y la crítica la defenestró. Como no hay mal que por bien no venga, Sofia abandonó la actuación y se dedicó a dirigir. Con Las vírgenes suicidas, su notable opera prima, demostró que tenía alas propias y atenuó (aunque no neutralizó del todo) la sospecha y las maledicencias. Ahora, con Perdidos en Tokio, el mundo, por fin, se rinde a sus pies. Premiado con tres Globos de Oro y candidato a cuatro Oscar, este film íntimo, hipersensible y sutil sigue los pasos de dos criaturas solitarias en el laberinto de Tokio, revitaliza el romanticismo a fuerza de melancolía y pone negro sobre blanco lo que ya era un secreto a voces: es la hora de Sofia Coppola.
POR MARIANA ENRIQUEZ
En las últimas semanas,
la televisión abierta y el cable vivieron una mini-fiebre de El Padrino,
y varios ciclos emitieron las tres películas de la saga de Francis Ford
Coppola. Fue notable comprobar la distancia que separa las dos primeras partes
de la tediosa El Padrino III, y más notable aún recordar cuánto
la maltrataron a Sofia Coppola por su interpretación de la hija de Michael
Corleone en la entrega final. ¿Por qué tanta saña? Es imposible
comprenderlo: la hija de Francis ilumina la pantalla con su rara, imperfecta
belleza mediterránea y su gracia adolescente coronada por una magnífica
cabellera oscura. Su presencia es lo mejor de una película olvidable.
Quizá los ataques se debieron a su condición de princesa heredera
del imperio Coppola, que puso en funcionamiento el prejuicio contra los hijos
de nacidos en cuna de oro. Ahora, con la distancia, está claro
que fueron ataques injustos.
Pero esos perdigonazos bastaron para que Sofia no actuara nunca más.
Años después, la hija de Francis debutó como cineasta con
el largometraje Las vírgenes suicidas, una película delicada y
elegíaca basada en la novela de Jeffrey Eugenides. Aunque fue una opera
prima impresionante imposible adivinar que se trataba del trabajo de una
principiante, la crítica expuso sus reservas: reconoció
unánimemente que era un film logrado, pero insinuó entre líneas
que la mano de papá Francis pudo haber tenido algo que ver.
Por eso Perdidos en Tokio (Lost in Translation), que Sofia dirigió y
escribió, es un triunfo. Nadie más pudo haberla dirigido. La película
obliga a resignificar adjetivos estereotipados como personal e inclasificable,
que en boca de la crítica perezosa suelen sonar como calificativos vacuos.
De verdad, no hay nicho donde ubicar una película que tiene pasajes de
comedia (pero no es una comedia), escenas de franca tristeza (pero no es un
drama) y mucho de romance (pero no es exactamente romántica). Tampoco
cabe llamarla dramedy, nueva categoría borrosa para las comedias románticas
tristonas. Sofia Coppola es demasiado inteligente, posee una sensibilidad única
y esquiva los casilleros con naturalidad y sin ningún esfuerzo. Despojada
de ingenio y guiños esos que abruman las películas de su
ex marido, el sobrevalorado Spike Jonze, construye su película,
la relación entre los personajes y la presencia confusa de Tokio con
una levedad en absoluto impostada y una trascendencia vertiginosa, ganada sin
ceder un centímetro a la pomposidad.
Perdidos en Tokio fue comparada con Antes del amanecer (de Richard Linklater);
Con ánimo de amar, de Won Kar Wai, y último tango en París,
de Bernardo Bertolucci. Pero las diferencias son tan relevantes como los parecidos.
Sí, se trata de un encuentro de dos desconocidos que de inmediato se
unen en una intimidad casi dolorosa. Pero está exenta de los parlamentos
solemnes de la película de Linklater, carece del exceso de preocupación
estética de Kar Wai y prescinde de la intensidad y el erotismo explícito
del mítico film de Bertolucci. El film de Sofia Coppola se desenvuelve
con suavidad minimalista pero despiadada, y el guión sutil (que, sorpresa,
supo apreciar la Asociación de Prensa Extranjera cuando le otorgó
el Globo de Oro) da pistas para construir quiénes son los protagonistas:
Bob Harris (una estrella de Hollywood desencantada, muerta de tedio y cansancio)
y Charlotte (una estudiante de filosofía casada hace dos años,
silenciosa y aturdida).
Bob y Charlotte están solos en el Tokyo Park Hyatt, un hotel tan confortable
como hostil. Pasan la mayor parte del tiempo en sus habitaciones, insomnes;
él cambia de canal constantemente, en una búsqueda vana de distracción,
mientras recibe faxes y encomiendas de su esposa que está en Los Angeles,
junto a sus hijos, y desde larga distancia insiste en que elija el color de
la alfombra de su estudio o el diseño de un nuevo mueble. Bob está
en Tokyo para hacer lo que hacen muchas estrellas de Hollywood en Japón:
protagonizar publicidades de TV. A él le toca una propaganda de whisky,
que le dejará más de dos millones de dólares. Bob tiene
que hacerlo: es importante para conservar su estilo de vida. Sin embargo, gracias
a la enorme actuación de Bill Murray (ver recuadro), sabemos que Bob,
aunque conforme con su vida, no está del todo satisfecho. Vive en una
planicie y adivina que ya no tendrá muchas más sorpresas en su
vida. Todavía no lo ganó el cinismo; todavía quiere conservar
la relación con su esposa, quizá por amor, o quizá porque
le sería mucho más complicado e inútil abandonar
la comodidad. Todavía respeta su profesión, pero sabe que prostituirse
es parte del negocio. Y todo esto aparece en el film en apenas algunas referencias
del diálogo: el rostro de Bill Murray, capaz de irradiar la mayor indiferencia
y la pena más oceánica en una sola escena, aporta tanta dignidad
a su personaje que nunca se lo puede pensar como una estrella decadente. Murray
es una elección arriesgada para un protagónico: sin dudas se trata
de un actor genial, pero cuando pone el piloto automático, él
mismo parece desestimar su talento. Aquí, sin embargo, el protagonista
de Hechizo del tiempo ubica todos los diques de contención donde hacen
falta y dosifica sus emociones de tal modo que Bob jamás cae en la caricatura.
Charlotte, por su parte, es una chica que acompaña a su esposo fotógrafo.
Él se pasa todo el tiempo trabajando, y aunque es evidente que la quiere,
también está claro que es incapaz de verla. Entusiasmado por los
halagos de una starlet de Hollywood insoportable (Anna Faris, con un parecido
sobrenatural a Britney Spears), obsesionado por el look de los rockers de moda
que quiere fotografiar, deja a su esposa sola en la habitación porque
cree que se aburrirá si lo acompaña. Ella escucha cds de autoayuda
espiritual, recorre la ciudad y visita un templo budista; esta última
excursión la hará estallar en el teléfono, cuando le cuenta
a una amiga en EE.UU. que no sintió nada y luego, angustiada,
llega al centro de su infelicidad balbuceando: No sé con quién
me casé. Charlotte, según la hermosa Scarlett Johansson,
es inteligente pero insegura: prefiere callar sus comentarios mordaces por temor
a parecer amargada después de todo, ¿tiene motivos para
quejarse?, y aunque podría ser tan bella como la starlet que monopoliza
a su marido, se oculta detrás de camisas y chalecos de lana, como una
universitaria de Yale que pasa de la frivolidad pero sospecha que sería
más feliz si se tomara las cosas menos en serio. Con su voz grave, Charlotte
es la marimacho ideal(izada), muy atractiva pero lo suficientemente reconcentrada
como para ser objeto de una amistad platónica.
Charlotte no busca en Bob un amante. Tampoco alguien a quien atormentar con
sus conflictos personales (es demasiado pudorosa para eso); busca un cómplice
que la alivie. Alguien con quien ver La dolce vita a las cuatro de la mañana,
que la acompañe a elegir un menú desconcertante o la ayude a dormir.
Lo mismo que busca Bob, aunque no se dé cuenta. Nunca deberíamos
volver a Tokio, no sería tan divertido, le dice ella a Bob en la
habitación del hotel. El encuentro no está hecho para durar, y
la forma en que Sofia Coppola desenvuelve la relación anticipa que, para
ellos, será sumamente incómodo verse otra vez en casa. Puede que
no tengan tanto en común, y es evidente que no podrán repetir
la intimidad que vivieron. Por ese final anticipado Perdidos en Tokio es una
película infinitamente triste pero también cálida, como
una caricia de despedida.
La elección de la ciudad de Tokio como escenario es, en principio, sospechosa.
Demasiados cineastas intentan apropiarse de ese símbolo de Occidente
en Oriente para emprender aventuras estetizantes, labrar fotogramas que parecen
grabados japoneses antiguos, enhebrar citas banales y miradas superficiales,
como si un cóctel de animé, neón, zen, artes marciales
y karaoke fuera suficiente para hacer una película moderna,
capaz de capturar ese espíritu donde se cruza el consumismo con la espiritualidad,
entendido como ideal. Sofia Coppola también usa a Tokio como la meca
de su generación, pero la ciudad, lejos de ser un escenario arbitrario,
está en sintonía (por oposición) con sus personajes: Bob
y Charlotte no están perdidos en la ciudad, están a la deriva
en cualquier parte. La ciudad es generosa y les ofrece una noche mágica
(una de las mejores secuencias de la película) cuando, en casa de amigos,
se emborrachan y se turnan en el karaoke hasta la madrugada: Charlotte, con
una peluca, canta Brass in Pocket de The Pretenders, y Bob responde con More
Than This, diálogo musical que Sofia ya había utilizado en Las
vírgenes suicidas (cuando las chicas encerradas se comunican a través
de canciones por teléfono con los muchachitos del barrio que las veneran).
Tokio y sus habitantes, a quienes no comprenden, los hace reír. Pero
mucho peor, después de todo, es no poder comunicarse con sus parejas.
La mejor comedia aparece cuando Bob naufraga ante las indicaciones de los publicistas
y directores japoneses, que lo tratan con la mayor amabilidad pero no logran
hacerse entender. Las diferencias culturales son el alivio cómico, para
la película y para Charlotte y Bob. ¿Por qué será
que los japoneses cambian la R por L? quiere saber
Charlotte, y Bob responde: A lo mejor para reírse de nosotros.
No creo que les resultemos divertidos. Muchos críticos objetaron
que los chistes japoneses sobre todo acerca de la pronunciación
y la infinita cortesía resultan ofensivos, pero hay que sufrir
de un caso grave de corrección política para no disfrutarlos.
También señalaron que la mirada sobre Tokio es turística.
Claro que lo es: Bob y Charlotte son turistas, y también Sofia Coppola.
El asombro ante los enormes locales de videojuegos se mezcla con caminatas solitarias
de Charlotte sobre piedras en lagos de jardines japoneses, y todo refuerza la
idea de fugacidad del film. El encuentro de Bob y Charlotte es como las fotos
de los viajes; de regreso en casa, ese paisaje que parecía tan hermoso
es apenas una polaroid fuera de foco, vacío de la exaltación con
que fue tomada, y sólo tiene valor para el que recuerda la sensación
que lo obligó a desenfundar la cámara. Pero si el encuentro de
los personajes, pensado a futuro, se desvanecerá, Perdidos en Tokio consigue
lo que las fotos no pueden: capturar lo fugaz. El final, épica en miniatura,
acompañado por una canción dulce, melancólica y ácida
que sintetiza el espíritu del film (Just Like Honey de Jesus & Mary
Chain), preserva la privacidad de los personajes al punto de que no permite
a los espectadores saber qué ocurre. Eso que Sofia Coppola prefiere ocultar
es tan íntimo, cálido e importante como su película.
Queremos tanto a Bill
Dos pilares sin los cuales Sofia Coppola se habría perdido en Tokio: el gran Bill Murray y una banda sonora formidable.
POR RODRIGO FRESÁN
Acordarse de ese cuento
de Julio Cortázar, Queremos tanto a Glenda, donde una secta de fans de
la actriz inglesa Glenda Garson transparente máscara de Glenda
Jackson decide primero corregir las películas de su ídolo
y luego, directamente, suprimir a la estrella para así preservar el mito
perfecto e impedir, a la vez, que caiga en la inevitable decadencia de los films
mediocres o malos. Igual fanatismo suele despertar en sus acólitos el
actor norteamericano Bill Murray a la hora de verlo a él, y cuando es
él nos mira a nosotros. El problema es que ante la hipotética
y magna empresa de corregir y enderezar su obra hay demasiado trabajo por hacer.
Hasta no hace mucho, Bill Murray como Christopher Walken o Jeff Bridges,
otras rara avis de Hollywood agarraba lo que venía y se conformaba
con transformar una pésima película en una película de
o con Bill Murray: algo que ya no era simplemente malo porque ahí estaba
él con esos ojos entre tristes y asqueados, esa cara marcada por la viruela
o el acné y ese pelo tan poco fotogénico, como diciéndonos
Las cosas que hay que hacer... o como diciéndose De
vez en cuando, entre tanta basura, surge algo que vale la pena.
Por estos días, Bill Murray disfruta de una suerte de segunda vida artística:
aparece cada vez más en películas cada vez mejores, o películas
que su sola presencia vuelve formidables. Es el caso de Perdidos en Tokio, por
la que ha ganado ya once premios, entre ellos un Golden Globe, y ha sido nominado
a varios más, Oscar incluido. Y así, por suerte para nosotros,
ya casi no tenemos que ocuparnos de él o preocuparnos por él.
El futuro inmediato promete buenas cosas: The Life Aquatic (tercera película
junto a Wes Anderson) y The Squid and the Whale (una saga familiar con escritor
patriarcal). Y entre una y otra para no perder pie comercial Bill
Murray pondrá su voz en Garfield, película con gato animado.
Como el mismo Murray explica en una entrevista que se incluye como material
extra en el DVD de Rushmore pequeña gran película de Wes
Anderson que lo elevó a esas alturas de las que ahora disfruta,
lo suyo es tener el control de mi carrera, escoger guiones buenos sin
preocuparme demasiado por si lo que me tocará es un protagónico
o un secundario y disfrutar de este gratificante equívoco según
el cual parece que me convertí en una suerte de actor fetiche para los
mejores directores jóvenes, que, además, se ponen a escribir guiones
pensando nada más que en mí.... Y en un reportaje publicado
en la última edición de la revista Uncut agrega: ¿Llegará
esto a consolidarse como un nuevo movimiento? ¿Una nueva forma de hacer
y de entender el cine, la forma en que lo hacen y lo entienden Wes Anderson
y Sofia Coppola? Espero que sí... pero no lo creo. No aparecen muchas
películas así, no hay tantas personas tan inteligentes detrás
de la cámara y no hay tantos espectadores con ganas de entrar a un cine
con la idea para poder salir felices, orgullosos de ser miembros de la raza
humana.
VER
Y Bill Murray sabe de lo que habla. No es fácil ver a Bill Murray. Bill
Murray ha hecho demasiadas películas malísimas, unas cuantas películas
aceptables redimidas por su presencia y un puñado de indiscutibles obras
maestras.
Ignoremos las malas y antes de concentrarnos en la visión de las
maravillas enumeremos las soportables: Where the Buffalo Roams (de 1980,
donde se adelantó a Johnny Depp a la hora de hacer de Hunter Thompson);
Ghostbusters (la primera, el mega-hit sobrenatural que en 1984 lo hizo famosísimo);
Scrooged (variación sobre el A Christmas Carol de Dickens estrenado en
1988); Quick Change (comedia-de-robo-de-banco dirigida por Murray en 1990);
What About Bob? (de 1991, donde ofrece uno de sus mejores personajes: el hiper-fóbico
Bob Baby Steps Wiley que invade las vacaciones de un psicoanalista
sufrido, cortesía de Richard Dreyfuss), y Kingpin (producto temprano
1996 de los Farrely Brothers donde la juega de Ernie McCracken,
campeón de bowling corrupto). A esta lista se pueden anexar sus siempre
nutritivas apariciones breves (en la última de Jim Jarmusch, Coffee and
Cigarettes, Bill Murray tiene un cameo como... Bill Murray), en las que un par
de escenas le bastan para dejar un recuerdo imborrable y mejorar o redondear
el producto. Así, ver: Tootsie (de 1982, donde es el casi impávido
amigo de Dustin Hoffman); Little Shop of Horrors (de 1986, donde es el masoquista
adicto al torno de su dentista); Ed Wood (de 1994, donde llora el desconsuelo
hormonal y transexual de John Bunny Breckinridge, siempre acompañado
por un puñado de mariachis que se trajo de México para que lo
consuelen); The Cradle Will Rock (de 1999, donde ofrece el magnífico
monólogo del ventrílocuo disfuncional Tommy Crickshaw); y last
but not least Los excéntricos Tenenbaum (2001, segunda incursión
en el mundo de Wes Anderson, donde hace del abandonado psicoanalista Raleigh
St. Clair).
La crema de la crema de Bill Murray son, apenas, cuatro películas y una
rareza tan rara que merece comentarse.
La rareza es la versión de The Razors Edge que Murray protagonizó
y produjo en 1984. Extraña decisión tras la adoración popular
conseguida en Ghostbusters: elegir el papel del héroe de un clásico
de Somerset Maugham ya inmortalizado por el galante Tyrone Power
y convertirse en un emigré iluminado en París y en el Tibet. La
película fue un fracaso de proporciones épicas y Bill Murray se
deprimió y dejó todo por un tiempo (sí, se fue a París),
pero su visión es una experiencia grata y emocionante. Aquí Bill
Murray pone tanto amor en lo que está haciendo que, en realidad, poco
importa lo que hace.
Y las cuatro obras maestras son:
¦Caddyshack: comedia tonta pero, curiosamente, epifánica, que
gira alrededor de una de las pasiones de Murray: el golf. Dato pertinente: Murray
publicó en 1999 un best-seller sobre el asunto, donde recuerda sus pasado
como caddie y celebra su presente como semiprofesional de cuidado: Cinderella
Story.
¦Groundhog Day: indiscutible clásico de 1993 que parece escrito
en colaboración por Franz Capra y Frank Kafka. O algo así. Cumbre
de la comedia física y frenética del por lo general
químico y apacible Bill Murray es la película
en la que más se acerca a las proezas hiperquinéticas de Steve
Martin en All of Me o de Tom Hanks en Quisiera ser grande combinada con
una extraña profundidad místico-filosófica en la que el
frenesí slapstick aparece apoyado, siempre, en una sabiduría agridulce
y cínica, como sólo puede serlo la de Bill Murray. Aquí,
el periodista televisivo Phil Connors, atrapado en un loop espacio-temporal
el provinciano Día de la Marmota, recién descubre
al final de la película que ser bueno puede ser la solución
a su problema. No es raro que Groundhog Day sea una de las películas
favoritas de algunos discípulos de Wittgenstein y más de un budista
de fuste. Hay aquí más zen auténtico y puro que en todos
esos delirios matrix-samurais de los efectistas últimos tiempos.
Mad Dog and Glory: en el mismo año de Groundhog Day, Bill Murray
protagonizó junto a Robert De Niro este guión del novelista Richard
Price. Un gángster que sólo sueña en triunfar como stand-up
comedian Murray se enfrenta con un policía forense, apacible
y opaco De Niro para decidir cuál de ellos es dueño
del corazón o del cuerpo de Uma Thurman. Sórdida y tierna aunque
parezca imposible al mismo tiempo.
¦ Rushmore: Magnífica variación salingeriana que gira alrededor
de Herman Blume, un magnate melancólico (Bill Murray) cuya vida cambia
al conocer a Max Fischer, un estudiante adicto a su escuela (Jason Schwartzman).
Evidencia incontestable de que una art-movie puede ser linda y una
de las cumbres actorales de Bill Murray, que puso 25 mil dólares de su
bolsillo para que Anderson pudiera filmar una escena que los estudios Disney
habían desistido de financiar. La película desborda de momentos-Murray
(el asco cansado con que arroja pelotas de golf a una piscina, las carreritas
eufóricas mientras espía a la maestra de jardín de infantes,
ese puño en alto al final de la obra de teatro vietnamita que estrena
Max), pero hay un instante mágico que quedará para la Historia:
aquella escena breve, con villancico de música de fondo, en la que Blume
conoce al padre de Fischer, un peluquero magistral, sensiblemente actuado por
el cassavetiano Seymour Cassel. Como somos muchos los que pensamos lo mismo,
cito aquí lo que en su momento escribió el crítico Anthony
Lane en The New Yorker: Max avergonzado por su origen humilde
siempre les ha dicho a sus compañeros adinerados que su padre es un neurocirujano,
y no es sino hasta casi el final de Rushmore cuando Blume descubre la verdad.
Max le presenta a su padre peluquero: Mi padre, dice. Y si quieren
elegir una sola toma entre todas las películas de este año, quédense
con la mirada en los ojos de Bill Murray mientras le estrecha la mano al padre
de Max: desconcierto, incredulidad, una pizca de indignación, la calma
velocidad de la verdad y, al final, la perfecta gentileza del sentirse emocionado.
Todo el asunto demora unos cuatro segundos: lo que se conoce como actuar.
¦ Y, claro, Perdidos en Tokio.
MIRAR
Perdidos en Tokio puede entenderse como una curiosa mezcla del Breve encuentro
de David Lean, el último tango en París de Bernardo Bertolucci
y el Antes del amanecer de Richard Linklater: la melancolía adúltera
de la primera, el angst extranjero de la segunda, la felicidad intensa pero
breve de la tercera, todas fundiéndose en proporciones justas en algo
que no es una película de amor sino como las citadas más
arriba, o como Cantando bajo la lluvia, El graduado, Melody o Manhattan
una película sobre enamorarse. Una película que sin que
le cueste esfuerzo alguno nos obliga a enamorarnos del modo en que Bill
Murray se enamora en Perdidos en Tokio. Y es una película de y con y
para Bill Murray (si alguna vez la hubo). Aquí Bill Murray muestra y
demuestra a todos aquellos que siempre lo consideraron un cómico
eficaz, diferente, surgido de la troupe del teatro Second City y de los gags
televisivos de Saturday Night Live que también es alguien dotado
de esa gravitas natural de raros y alternativos como Buster Keaton o James Stewart
o Peter OToole: tipos que actúan, sí, pero que no son exactamente
actores. Porque se dedican a hacer de ellos, de esa parte de ellos que está
en todos. Maximinimalistas consumados e intraducibles que saben que no se trata
de aquello de menos es más sino de que lo justo, lo exacto,
es lo más. Artistas que se dedican a lo suyo y a lo nuestro.
Y Bill Murray nacido en 1950, el quinto de nueve hermanos, expulsado de
los Boy-Scouts y de la Little League, alguna vez preso por contrabando de marihuana
es finalmente, como ya se dijo, la mirada de Bill Murray: uno de esos tipos
que actúan más con los ojos que con el cuerpo. Por ejemplo, el
modo en que Herman Blume mira a Max Fischer cuando éste le revela su
estrategia existencial, su credo filosófico: El secreto está
en encontrar algo que amas hacer y entonces hacerlo durante el resto de tu vida.
O el modo en que el desencantado Bob Harris de paso por Tokio para filmar
un comercial de whisky mira a la deliciosa Charlotte (la actriz hot Scarlett
Johansson) mientras le canta una canción con modales de karaoke.
Porque vale la pena señalarlo el soundtrack que Sofia Coppola
ensambló para Perdidos en Tokio y que incluye tracks de Air, Death
in Vegas, Sebastien Tellier, el retorno de Kevin My Bloody Valentine Shields
tras doce años de silencio y aquel inolvidable Just Like Honey de The
Jesus and Mary Chain es, ya, uno de los discos imprescindibles del año.
Un disco que esconde al final, fuera de créditos, esa mirada hecha canción
cuando Murray le canta y la mira y se enamora de ella y descubre que, tal vez,
después de todo, la vida vale la pena. Una tan absurda como desgarrada
interpretación de More Than This: aquellas venerables estrofas escritas
por Gene Clark & Roger McGuinn que Bryan Ferry reinventó en Roxy
Music a la altura de Avalon y que a partir de ahora del mismo modo en
que As Times Goes By es patrimonio de Bogart & Co. a partir de Casablanca
pertenecerá sólo a Perdidos en Tokio, a Bill Murray.
Más que esto... Ya sabes, no hay nada, canta allí
Bill Murray mientras mira, la mira y nos mira.
Y Bill Murray no miente, y no se equivoca, y tiene razón.
El candidato
Por R. F.
Es un hecho: Bill Murray es candidato al Oscar al Mejor Actor, y el solo placer de verlo cruzar la alfombra roja justificará la trasnochada de volver a ver la eterna e infecta ceremonia. Está claro que las posibilidades de que gane el filósofo que explicó el secreto de una carrera en Hollywood ser loco al principio y cuerdo al final; no conviene empezar como cuerdo y terminar loco no son precisamente altas. A la Academia no le gustan los cómicos; ahí está el favorito y torrencial Sean Penn, los galanes Jude Law y Johnny Depp (en otro de sus virajes decididamente freaks), y el prestige de Ben Kingsley (que ya lo consiguió por Gandhi). Pero nunca se sabe; cosas más raras han sucedido. Mientras y hasta entonces, Bill Murray tipo complicado y temido, dado a bruscos cambios de carácter, que, según rumores, fue abofetado por Lucy Liu durante el rodaje de Los ángeles de Charlie ya se pronunció al respecto: No es un tema que me interesa... Si te descubrís queriendo ganar un Oscar, bueno, ése es uno de los paisajes más tristes que puede llegar a ofrecer un actor. Lo ves claramente durante la entrega de esos premios, ves la desesperación en sus rostros, y es algo tan feo de contemplar. La desesperación no es una de las cualidades que me interesa cultivar. Yo estoy por encima de los Oscars. No es otra cosa que una versión de luxe de uno de esos concursos de popularidad. A veces aciertan, pero se equivocan muchas otras. Lo mío es hacer la mayor cantidad de películas que le gusten a la gente. Y el tipo de fama que te trae un Oscar es un peligro para un comediante. Es un misterio. Dejás de ser gracioso. Y a cambio te volvés famoso. Mal negocio. La fama es un elemento negativo para la mayoría de las personas: toda esa súbita información falsa sobre tu persona te pone de mal humor y te convierte en un maleducado. Por eso yo desaparezco de tanto en tanto, llamo a mi agente dos veces al año, no estoy pendiente del Gran Juego. Cuando alguien me dice que quiere ser rico y famoso, yo siempre le doy el siguiente consejo: ¿Por qué no ser nada más que rico?.
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