Domingo, 1 de febrero de 2004 | Hoy
CINE
Después del traspié de El planeta de los simios, Tim Burton vuelve a las fuentes y sale victorioso. Reanudando relaciones con la Gran Familia Freak, El gran pez mata tres pájaros de un tiro: pone en foco un tópico decisivo de la ficción norteamericana (las relaciones entre padres e hijos), recupera el rústico encanto de los efectos especiales caseros y exalta las reglas más puras de un arte viejo como el tiempo: la narración.
POR MARIANO KAIRUZ
El Chico Freak de Hollywood
vuelve a librar batalla contra las Fuerzas de la Normalidad californianas. A
las películas de Tim Burton, con las oscuras y brillantes excepciones
de El joven manos de tijera y Ed Wood, siempre se les criticó el predominio
de la dirección de arte por sobre la narración. Ahora, con El
gran pez, el director arremete con una historia sobre un storyteller, un narrador
de historias, un para decirlo en un tono acorde con el terreno folk en
el que hunde sus raíces Big Fish contador de cuentos. Después
de El planeta de los simios, casi unánimemente considerado el primer
gran mal paso de su carrera, Burton arremete con un proyecto por encargo que
muy poco tiempo antes dormitaba en algún cajón del despacho de
Steven Spielberg. Difícil no imaginar qué hubiera sido de El gran
pez en manos del director de Inteligencia Artificial. Tal vez no hubiera sido
tan distinto, pero sin duda habría tenido otra escala: una banda sonora
más grandilocuente y más melosa (si fuera posible), escenas circenses
quizás más deslumbrantes, efectos visuales de última
generación (eso que los norteamericanos llaman state-of-the-art FX),
un final de fábula más prolongado y más sediento de lágrimas.
Previsiblemente, y en plan promocional, ante el estreno de El gran pez se escribió
y publicó por ahí que era otra obra nacida de la imaginación
de Burton. Pero Burton objetó el empleo de la palabreja, que a esta altura
de las cosas ya le resultaba vacía de sentido: Me recuerda a cuando
estaba en Disney, explicó con cierta repulsión en una entrevista.
Allí tenían un grupo secreto, tipo agencia de inteligencia,
que se llamaba a sí mismo Los Imaginadores. Tal vez
ése sea el más profundo de los terrores del director: que las
Fuerzas de la Normalidad logren calzarle alguna de esas nomenclaturas que quieren
decir tanto y tan poco a la vez, como lo spielbergiano y lo
disneyano. Para el tipo que hizo Batman para la Warner pero retuvo siempre
su aura de autor, de realizador de películas personales,
nada peor que ser considerado una figurita intercambiable y terminar volviendo
a las mazmorras del Magic Kingdom donde se inició y de donde se hizo
expulsar hace casi dos décadas, con la esperanza nada secreta de que
jamás lo aceptaran de nuevo. Que los productores pensaran en él
para dirigir El gran pez un conjunto de historias de freaks nacidas, en
todo caso, de la imaginación de John August, guionista de la post-tarantinesca
Vidas sin límite y Los Angeles de Charlie, y de Daniel Wallace, autor
de la novela homónima publicada en 1998, y que las consideraran
historias perfectamente burtonianas, era un peligro que el Chico
Freak venía corriendo desde hacía tiempo. Burton lo sabía:
su verdadero y único riesgo era volverse demasiado obvio.
EL PADRE ES LA CRIATURA
¿Qué vendría a ser una película burtoniana?
Si casi todas las películas de Burton están protagonizadas por
freaks rechazados o incomprendidos (por el mundo y por los padres), criaturas
huérfanas o con padres igualmente freaks (desde Vincent, su alter ego
en el increíble cortometraje animado de 1982, hasta el Ichabod Crane
de La leyenda del jinete sin cabeza, pasando por Ed Wood y Edward Scissorhands
y, obviamente, por el tipo disfrazado de murciélago), la relación
padre-hijo que ocupa el centro de El gran pez podría ser vista como la
contracara de sus antecesoras: ahora el que proviene de un mundo de fábula
es el padre, el fabulador Edward Bloom (Albert Finney de viejo, Ewan McGregor
en su juventud), y el extrañado es el hijo. El padre es la criatura.
El gran pez arranca con el regreso al hogar del hijo, Will (Billy Crudup, de
Casi famosos), que no se habla con Edward desde hace tres años y vuelve
porque el cáncer que afecta a su padre ya no tiene retorno. Llega con
cuentas pendientes: averiguar, dice, quién es realmente su padre, saber
algo de esa figura que estuvo ausente la mayor parte de su vida y dela que sólo
conoce un repertorio de historias fantásticas, demasiado difíciles
de tragar para alguien como él, que está en los umbrales de la
paternidad. Will dice no encontrar un lugar en el mundo de su padre, y en ese
sentido comparte algo de la tragedia del Pingüino de Batman vuelve (a quien
sus progenitores abandonan al nacer, espantados por su cuerpo aberrante) y de
los infantes deformes que habitan las páginas de La melancólica
muerte del Chico Ostra y otras historias, el libro de fábulas tristes
escritas en verso de Burton: Robot Boy, el inesperado retoño que viene
a arruinar el apacible matrimonio de Sr. y Sra. Smith; Anchor Boy, el Niño
Ancla, vástago del amor entre una hermosa chica llegada del mar
y un tipo llamado Walker que los abandona a ambos; o cualquiera
de esas otras pobres criaturas el Chico Brie, el Chico Momia, la Chica
Basura para las cuales el mundo es siempre un lugar que pertenece a los
otros. Así como el Chico Ostra terminaba siendo devorado por su padre,
así Will siente que su historia familiar ha sido engullida por los abrumadores
relatos del suyo.
Burton contó que jamás se entendió con sus padres. Ni siquiera
llegó a saber demasiado sobre ellos. Es poco o nada lo que informa de
los de Edward Bloom en el film, que prefiere limitarse a narrar el suceso fantástico
originario: Edward no fue exactamente dado a luz sino expulsado violentamente
a través de los pasillos de un sanatorio.
PESCADO RABIOSO
El gran pez enuncia de entrada las dos premisas básicas que hilvanan
sus historias: una, que aquel a quien se le ha permitido espiar la forma en
que va a morir, vivirá su vida sin temor; la otra, que al igual
que los pececitos dorados uno puede ser tan grande como el universo en
el que se le ha permitido o ha elegido vivir, y el rango de posibilidades va
desde una pecera hasta el océano mismo.
Edward, adolescente precoz, echa un vistazo tranquilizador a su lejana muerte
reflejada en el ojo de la bruja de Helena Bonham Carter, perfecta chica
Burton y actual mujer y madre del primer hijo del director y de pronto
se encuentra convertido en una suerte de héroe local, un superniño
explorador siempre listo para socorrer a los habitantes del (inexistente) pequeño
pueblo sureño de Ashton. Un día decide que es hora de abandonarlos
y emprende su caminata, mochila al hombro, junto al gigante Mark (Matthew McGrory),
en busca de paisajes más acordes a las ambiciones de uno y las necesidades
físicas del otro. Su primera parada parece un episodio de La dimensión
desconocida: atravesando el bosque espectral donde alguna vez se ha perdido
Norther Winslow, Poeta Laureado de Ashton (el genial Steve Buscemi, con su aspecto
descangayado de siempre), Edward llega a Spectre, una pueblo fantasma que vive
en un extraño estado de bucólica felicidad. Demasiada felicidad.
Tanta, que no tarda en volverse perturbadora es el momento más
sutilmente extraño del relato, y Edward sigue camino.
Sobre la marcha irá conociendo a los outsiders más pintorescos,
algunos de evidente filiación felliniana como Amos Calloway, maestro
de ceremonias de un circo y lobizón, interpretado por Danny DeVito (que
cuando aparece desnudo recuerda, como el propio Burton lo ha admitido, al actor
porno Ron Jeremy). En la guerra de Corea se asociará brevemente con las
increíbles cantantes siamesas Ping y Jing. Y de vuelta en el sur de Estados
Unidos se reencontrará con Winslow, devenido ladrón de bancos
y futuro corredor de Bolsa de Wall Street. Edward detiene su marcha únicamente
ante la aparición del amor de su vida, Sandra (interpretada en distintas
edades por Alison Lohman y Jessica Lange), capítulo en el que la ironía
ha sido desalojada por cursilería más pura y desvergonzada. Como
fábula romántica, El gran pez debe medirse con El joven manos
de tijera, y definitivamente no está a su altura. Pero su sinceridad
queda corroborada por la simpatía de McGregor, que sonríe embobado
de amor hasta cuando le parten la cara, ypor la canción que Eddie Vedder
compuso e interpretó (con Pearl Jam) para los créditos finales.
A riesgo de arruinarles el final a quienes vayan a verla, hay que decir algo
sobre la última secuencia de El gran pez. Burton reúne allí
a todos los personajes bizarros que Edward ha encontrado en su travesía,
y en un par de escenas barre con todo rastro de realismo mágico: los
personajes se convierten en personas, el gigante ya no es lo es tanto, el lobizón
es poco menos que un perro pulgoso y algo más humano y todos charlan
en el funeral de Bloom con absoluta naturalidad. Entonces la película
se redime de sus excesos de almíbar y de las escenas y diálogos
que verbalizaron lo que las imágenes ya habían contado a la perfección.
Ese final es uno de los momentos genuinamente conmovedores de El gran pez.
ESTE CUENTO SE ACABO
El film de Burton consolida su idea de storytelling clásico regresando
a la matriz del cuento fantástico cinematográfico; es decir: volviendo
atrás desde The Matrix, desde el corazón de mucho cine sin corazón,
todo virtualidad y escasa emoción. Burton prescinde todo lo que puede
de los efectos digitales y abraza una concepción analógica, anticuada,
artesanal, nostalgiosa, del contador de cuentos hollywoodense: aprovecha
y hace lo que Hollywood le había negado en ¡Marcianos al ataque!,
la película que quiso hacer con muñecos animados por stop motion
(cuadro a cuadro) y que la Warner le pidió, le insistió y le terminó
exigiendo que realizara con marcianos dibujados en una computadora. En El gran
pez, Edward mete la cabeza en las fauces de un león y se nota que se
trata de un animatronic, un muñeco controlado electrónicamente,
pero es igualmente evidente que el león (el muñeco o lo que sea)
está físicamente ahí, junto al actor. Un elefante suelta
sus excrementos como fondo del ensueño romántico de Edward, y
eso que se ve en pantalla juran los que participaron del rodaje
es verdadera e inimitable materia fecal paquidérmica. El gigante se agiganta
gracias al uso de perspectiva forzada y trucos lumínicos más o
menos elementales. Burton hace colgar de las ramas de un árbol el auto
rojo de Edward (ése con el que el protagonista fatiga carreteras en los
años setenta, vendiendo una mano mecánica de improbable
uso hogareño) con una grúa.
La película parece menos preocupada por fraguar verosimilitud (los efectos
digitales muchas veces producen ilusión de realidad) que por provocar
un efecto de materialidad, de tangibilidad, de palpabilidad. Lo de los
efectos visuales es como todas las cosas, explicó Burton a propósito
del estreno de El gran pez. Uno los puede usar para el Bien o para el
Mal. Unos años atrás la gente decía: Estás
haciendo una comedia, no necesitás sonido estéreo. Los efectos
sirven a la historia. Pero hay algo insoslayable en la relación entre
los efectos y la acción real. En las viejas películas de James
Bond tenés una sensación visceral al ver a alguien hacer su propias
escenas de riesgo, mientras que algo se pierde al saber que está hecho
en gráficos computarizados. Inconscientemente termina afectando lo que
estás viendo.
Es probable, casi seguro, que los efectos digitales regresen para la próxima
película de Burton. En Charlie y la fábrica de chocolate, que
debería estar estrenándose a mediados del año que viene,
Burton y el guionista de El gran pez versionarán al escritor Ronald Dahl
e intentarán, dice el director, mejorar la adaptación que quemó
las cabezas de tantos niños desde principios de los años setenta,
con Gene Wilder en el papel principal. Como El gran pez, puede que Charlie...
termine siendo otra colección de cuentos un tanto amargos para chicos.
Pero los chicos, dice Burton convencido, pueden ser verdaderos adultos.
Su protagonista será Johnny Depp, recientemente nominado al Oscar acto
de justicia por su actuación en La maldición del Perla Negra.
Será la cuarta colaboración de Depp con Burton, y la que consolidará
su condición de actor fetiche deldirector. Y será una nueva batalla
de la larga guerra contra las Fuerzas de la Normalidad, de la Suburbia Hollywoodense,
la que acometerán juntos: Depp, un actor con beatnik nacido en la época
incorrecta, y Tim Burton, el Chico Freak, el Niño Ostra, el expatriado
del reino de Disney.
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