TARAS
La literatura nazi en América
Hitler llegó a Península Valdez en un submarino alemán, cruzó la Patagonia a caballo y vivió catorce años en la mansión del sur argentino en la que murió plácidamente. O quizá no murió, hizo un pacto con alienígenas reptiloides, fue modificado genéticamente y ayuda desde la Antártida a conquistar el planeta a cambio de un 25%. O quizá pasa el día pintando blancos paisajes árticos. O... Informes del FBI, guías turísticas para conocer las casas de los nazis refugiados, avistajes de ovnis con esvásticas y kilos y kilos de libros publicados en Argentina y Estados Unidos siguen sosteniendo las hipótesis más descabelladas sobre el destino de Adolf Hitler. Radar leyó copiosamente y cuenta lo mejor (o lo peor).
› Por Sergio Kiernan
Adolfo Hitler murió tranquilo, en 1959, a los 70 de edad, mirando un lago y una montaña en el sur argentino. En realidad, no: murió en una base secreta de la Antártida, habiendo puesto en marcha una alianza entre los nazis y los alienígenas reptiloides para dominar el mundo, con los alemanes yendo con el 25 por ciento del negocio. Pero, verdaderamente y entre nosotros, todavía vive entre los hielos argentinos, gracias a la tecnología genética de los rebeldes de la constelación de las Pléyades, una raza extraterrestre que también lo quiere de socio en la conquista del mundo y le ofreció un mejor porcentaje.
Como el führer alemán se rehusó a entregarse –tenía miedo de que Stalin lo exhibiera en una jaula, algo que probablemente él hubiera hecho de capturar al soviético– su final en Berlín, en mayo de 1945, dio pie a todo tipo de leyendas. Son cuentos que han florecido y se han complejizado hasta transformarse en una pseudociencia rentable, apasionante y con variantes “seria” y “pop”. Así como hay gente que cree que los cristales tienen energía, hay gente que cree que Hitler huyó de Alemania y se refugió en Argentina. Las bases son casi igualmente “serias”.
Los campeones de este deporte mental son los norteamericanos y los argentinos. Ellos publican jugosos bestsellers con “investigaciones científicas” y “documentación hasta ahora secreta”. Los nuestros rastrean submarinos enterrados, entrevistan patagónicos de la tercera edad y hasta publican guías turísticas mostrando las casas de Hitler en el sur. Es todo bastante tonto, no tiene la menor seriedad y resulta pomposo. Es el nazi trash.
El origen del mito es la oblicua manera de morirse del austríaco que llegó a dictador de Alemania. Después de desatar la mayor masacre en la historia humana, Hitler decidió coherentemente escapar al castigo. Así como se cuidó de no dejar un papelito que mostrara que ordenó el exterminio masivo de judíos, gitanos y demás untermenschen, se obsesionó con que sus conquistadores no tuvieran un cadáver para exhibir. La historia es bien conocida: Hitler se casa con Eva Braun, su novia 25 años más joven, brinda, dicta su testamento, toma veneno y además se pega un tiro, como para que no digan que murió mariconeando.
El problema de esta historia es que es aburrida, anticlimática, fría. Nadie se la quería creer: desde Stalin hasta Eisenhower, pasando por el inconmovible Churchill, medio mundo expresó en la posguerra temprana sus dudas de que Hitler estuviera muerto. Resultaba tieso pensar que el malvado más completo de la historia se hubiera acabado y listo; daba más ganas de creer que, como los villanos de ficción, siempre volvería de un escondite y una muerte aparente.
Gracias a la dictadura de 1943 y a Perón, los fantasiosos del mundo tuvieron fácil el escenario del exilio secreto de Hitler. Es natural: si Perón trajo a cientos y cientos de nazis, si Mengele, Eichmann, Priebke, Schwammberger y tantos otros cretinos tuvieron refugio por aquí, ¿por qué no Hitler? De hecho, el mito conspirativo se alimentó por el exilio ustasha, rexista, nazi, fascista, vichista y demás –este sí bien real y cuidadosamente documentado– que aparece como la “base” de un Cuarto Reich, tropa propia para el jefe exiliado.
Hace cinco años, el FBI realimentó el mito confesando su parte en crearlo. Fue cuando publicaron papeles de época que pasaron su medio siglo de secreto. El pecado fue cometido en informes de septiembre de 1945 -cuatro meses después de la rendición alemana y menos de uno de la japonesa– que explican que un agente del Bureau se encontró con un alemán que le contó una historia chocante. El encuentro fue en la Los Angeles de la novela negra, en un restaurante de Hollywood y Vine, pagos de Phillip Marlowe, y el alemán informó que había sido parte de la delegación de cuatro hombres que recibió a Hitler en la Patagonia. El führer, según el marino, llegó a Península Valdez en un convoy de dos submarinos –undetalle destinado a desatar ríos de tinta– 17 días después de la caída de Berlín.
El informe del FBI detalla que el primer submarino se acercó a la costa a las once de la noche y el segundo un par de horas después. De éste último desembarcó Hitler, acompañado por dos mujeres. En total, llegaron cincuenta alemanes que al salir el sol comenzaron su viaje rumbo a la cordillera. Aquí aparece el primero de una larga serie de errores, descuidos y delirios: según el informante, “seis altos oficiales argentinos” habían provisto caballos para que la comitiva llegara al “ranch” preparado para Hitler al pie de las montañas. Además de no inmutarse por la misma idea de Hitler cabalgando, el informe reporta sin pestañear que los alemanes habrían cruzado la Patagonia, a caballo, en cosa de doce horas: para la noche estaban en casa.
Con variaciones en el medio de transporte –en otras versiones, van en coche y Hitler es reconocido en una estación de servicio– el mito estaba creado: submarinos, costas exóticas, lejanas Patagonias salvajes llenas de “colonias alemanas” como Rawson o Viedma. En estos sesenta años, el cuento fue cambiando de acuerdo con la moda, incorporando ingredientes que el FBI de 1945 no conocía, como la manipulación genética y los platos voladores.
La versión “seria” más reciente del mito es de Patrick Burnside, autor de El escape de Hitler, que afirma haber pasado diez años investigando hasta descubrir dónde murió el führer. Lo que en realidad hizo Burnside, que adoraba el cuento, fue creerse cada bola que le rodara cerca, y adjudicarle a Hitler una temporada en la estancia de cada alemán rico que pudo encontrar al pie de los Andes. El resultado es algo confuso y vueltero, pero listo para que alguien lo filme.
La semilla, cuenta el autor, fue el padre Cornelius Sicher, párroco de la aldea de Monclassico, en la región italiana que fue austríaca hasta el fin de la Primera Guerra Mundial. Resulta que Sicher fue amigo del almirante Canaris, jefe del servicio secreto militar alemán, submarinista veterano y alguna vez joven oficial naval que tuvo una peripecia formidable. Siendo teniente, Canaris sirvió en la escuadra alemana que desafió el dominio británico del Atlántico sur y fue destruida en 1915 en la batalla de las Malvinas. Junto a buena parte de los sobrevivientes, Canaris fue internado en el Chiloé, en una escuela naval chilena. Al tiempo se escapó, cruzó a pie el macizo andino, llegó a la Patagonia de una Argentina neutral, fue ayudado por inmigrantes alemanes y, después de varias aventuras, volvió a Alemania, donde se hizo submarinista.
Burnside hizo click: jefe de inteligencia + Patagonia + alemanes residentes. El curita le terminó de regalar el mito: antes de morir, Canaris le habría contado que la armada alemana le había preparado “un jardín al führer” como refugio. Adivinen dónde quedaba el jardín.
Los siguientes años Burnside los pasó “reconstruyendo” la huida. El cuento tiene momentos delirantes, como la descripción de una reunión de pilotos en la Berlín bombardeada y ya sitiada por los soviéticos para ver cómo sacar a Hitler de la ciudad en un helicóptero. Tal vez porque el helicóptero todavía no se había inventado y nunca nadie encontró un prototipo alemán en los talleres capturados, Burnside decide retomar el gastado testimonio de un piloto y un radioperador de un Junker 52, que juran haber visto a Hitler, de uniforme, subiéndose a la cabina de un Arado 234B, uno de los primeros jets operacionales del mundo –esto sí un invento alemán– el 30 de abril de 1945. Los aviadores afirmaron que se sorprendieron mucho de escuchar, esa misma noche, que su líder se había suicidado en Berlín.
El “investigador” agrega entonces que Hitler voló en el jet –al que le inventa capacidades insólitas en velocidad y altura de crucero– hasta Dinamarca, de donde pasó en un avión más convencional a Noruega, para embarcar en una flotilla de submarinos con rumbo sur. Burnside inserta aquí la rendición de dos submarinos alemanes en bases navales argentinas,meses después de la caída de Berlín, repasa el hundimiento de un buque militar brasileño y hasta critica al húngaro residente en Argentina Ladislao Zsabó, que dedujo que otros submarinos llevaron al führer a la Antártida. Según Burnside, los nazis tenían la curiosa costumbre de decirle “Antártida” a la Patagonia, de ahí la confusión.
De la flotilla salida de Noruega, dos submarinos habrían desembarcado a Hitler en el sur, que se convirtió en jinete, y luego fueron hundidos. Como prueba, Burnside cita la expedición montada por el diario Ambito Financiero para buscarlos con un “magnetómetro a protones” en 1998, que encontró una masa ferrosa en caleta de Los Loros. Según parece, a nadie se le ocurrió que bien puede haber algo hundido en ese cementerio de buques que es el litoral patagónico, pero ese “algo” no necesariamente es un submarino alemán.
“En un día del invierno austral de 1945, Hitler se embarcó en la playa de la estancia San Ramón, cerca del cerro Leones, y cruzó el lago Nahuel Huapi en toda su longitud hasta su punto más lejano y aislado”, escribe Burnside. La San Ramón era una estancia de alemanes, que fuera administrada por el barón Von Bulow, que en 1915 le dio techo y comida al joven oficial Canaris. El punto más lejano del Huapi es el brazo Ultima Esperanza, cerca de Villa La Angostura, donde está la casa Inalco, en la que se habría asentado Hitler. Curiosamente, la Inalco –una mansión de fuste restaurada en 1994 después de muchos años de abandono– fue construida por el arquitecto Alejandro Bustillo, el mismo del Llao Llao y el Centro Cívico de Bariloche. Otra obra de Bustillo, la torre Sarracena, también despierta las sospechas de Burnside: el argentino la alzó a orillas del lago como su estudio, el americano sospecha que en realidad era una torre de alerta temprana que permitía ver si alguien se acercaba a Inalco y avisar “por medio de un simple radiorreceptor de tipo militar”.
Burnside relata que Hitler se encontraba muy cómodo en Bariloche. Le hacía bien el aire de montaña, le gustaba el paisaje que le recordaba a los Alpes y la tranquila vida de campo y aislamiento. Con el bigote afeitado, canoso y algo calvo, el Hitler de Burnside es un hombre que se permite no esconder más que usa anteojos para leer y no se enoja porque Eva Braun se pone “rellenita”. Sus fuentes son cuatro “avistamientos” de Hitler en la región: uno de una polaca en Cholila, al pie del Tronador; otro de una enfermera en un hospital de Comodoro Rivadavia –Hitler visitaba un paciente–; el tercero de un carpintero empleado por Ante Pavelic, el líder nazi croata, en Mar del Plata, y el cuarto de una doméstica en casa de alemanes en Cervantes, un pueblito del valle del Río Negro. Este último es el más romántico e incluye una fiesta de nazis emocionados saludando con el brazo en alto “al señor y la señora Hitler”.
Los Hitler tuvieron, sin embargo, que mudarse. Bariloche fue creciendo y perdió ese aislamiento tan conveniente, por lo que la familia se fue a la estancia Valle Huemules, en Lago Blanco, cerca de la frontera chilena. Esto duró unos años, y la mudanza final fue a la estancia Altavista, cerca del monte Fitz Roy. Allí, en otra “mansión espectacular” frente a las montañas, jura Burnside que murió Hitler en 1959.
Una inexorable ley del periodismo dice que donde hay un éxito, enseguida aparece un refrito. El argentino Abel Basti, periodista con base en Bariloche, decidió tomar el libro de Burnside y componer una guía turística, Bariloche Nazi, que lleva el subtítulo de “Sitios históricos relacionados al nacionalsocialismo”, aclara que se incluyen los lugares donde vivieron Hitler y Eva Braun “cuando escaparon de Berlín” y muestra en su tapa un fotomontaje donde el führer es el monumento en el Centro Cívico. Parte del pequeño libro es una desprolija y mal escrita recorrida por las direcciones de vecinos barilochenses más que reales, como Priebke, de instituciones en su momento fuertemente asociadas a los nazis, como elClub Andino, y del cementerio donde yacen varios criminales de guerra. El resto es un interesado eco del libro de Burnside.
Por ejemplo, ahí está la foto de Canaris, de la estancia San Ramón –y de la tumba de su administrador Von Bulow– con la afirmación de que fue “el refugio de Hitler”. También está la torre de Bustillo, definida como “observatorio nazi” junto a los refugios del Club Andino, la casa Inalco, “mansión patagónica de Adolf Hitler”, y tonterías como “el búnker”, una losa de hormigón abandonada cerca del Llao Llao que, como nadie se acuerda para qué fue construida, seguramente debe haber servido para algún propósito siniestro.
La chapuza es tal que la “guía” está escrita como si la dirección de los Hitler en Bariloche fuera asunto de conocimiento común y él sólo arrimara una foto y un mapita. Es como esos mapas de las Estrellas que se venden en Hollywood para mirarle la mansión a Madonna, sólo que con otro elenco.
En el enredado mundo conspirativo, la vieja técnica de citar una publicación para validar otra es exprimida hasta el fondo. Por ejemplo: Pravda cita a Carlos de Napoli y Juan Salinas, “investigadores argentinos”, que en su momento escribieron que en mayo de 1945 Hitler mandó una flota de 20 submarinos cargados de oro rumbo a la Argentina. El recorte de Pravda es tomado como prueba de la seriedad de la “investigación” por otras publicaciones, que le agregan que Ambito Financiero anduvo buscando submarinos por la Patagonia. En algún momento, se cuela “un oficial alemán que contactó al diario argentino y le dio su nombre entero y en alemán”, y completó que los dos submarinos habían sido hundidos a propósito y eran parte de una flotilla enviada para fundar el Cuarto Reich en Argentina.
La sanata sobre este Reich criollo se alimenta además por las cargas de los submarinos que se rindieron por medio mundo después de la caída de Berlín. Los “investigadores” entran en un frenesí de difícil pronóstico detallando naves que cargaban desde uranio hasta expertos en propulsión a chorro, pasando por radares, aviones desarmados, vanadio, planos y diagramas industriales y platino. El mito afirma que esos materiales eran provisiones para el Cuarto Reich, que parece que tenía sección fumadores: uno de los U-Boot rendidos en Argentina tenía millares de cigarrillos en su bodega, otra “prueba” de la conspiración. Otra versión muy citada es la de un submarino, hundido en combate, repleto de botellas de mercurio, “substancia que puede usarse para propulsar cohetes espaciales”.
¿Qué hacían en realidad esos submarinos tan ricamente cargados? Iban a Japón, aliado en problemas pero con más aire que Alemania, que sufría un atraso tecnológico y falta de materiales raros que Hitler ayudó a paliar con una flotilla de submarinos de largo alcance capaces de llevar cargas y personas sin ser detectados.
La variante “pop” del mito es una mezcla de pato y gallareta en la que Nelson Rockefeller es el centro de una conspiración de la Orden del Cuarto Reich que busca crear una raza aria superior con sus aliados los banqueros internacionales, los nazis y... las finanzas judías. Una versión de esta historia dice que Canaris creó, si no un jardín, sí una cueva de hielo para su líder en la Antártida, y que Argentina sirvió como base cercana y como distracción. Perfectamente confortable, con submarinos y tropas SS a su disposición, Hitler hizo una alianza con los extraterrestres, que como todo el mundo sabe tienen sus bases en el continente helado.
No se sabe qué aspecto tienen estos marcianos filonazis, pero a Hitler le debe haber caído muy bien que se hicieran llamar “Arianni”. Según los fragmentos difundidos de un “diario secreto”, supuestamente escrito por un almirante norteamericano y supuestamente censurado por la CIA, los Arianni forman un frente con los Grises, los Draco, los Sasquatch y los rebeldes de la constelación de las Pléyades, y prometieron a los nazis un 25 por ciento de la Tierra si ayudan a conquistarla. El gobierno norteamericano,dice por ejemplo la revista Seventh Week, está al tanto de esta alianza desde hace muchos años y ya en 1947 envió en secreto a la Antártida una flota y 4000 tropas norteamericanas, inglesas y australianas, con apoyo ruso, para destruir a los nazis. A estos aliados les fue mal: “Se encontraron con una fuerte resistencia de platos voladores nazis, y tuvieron que retirarse”.
La flota existió y partió de Norfolk, Virginia, el 2 de diciembre de 1946, con el rompehielos Northwind como buque insignia y el portaaviones Philipines Sea como nave mayor. Para marzo de 1947, su comandante, el almirante Byrd, andaba dando entrevistas a El Mercurio de Chile, diciendo cosas como que “los Estados Unidos pueden ser atacados por objetos voladores que viajen de polo a polo a velocidades increíbles”. No sorprende que, a su regreso, a Byrd le hayan prohibido dar entrevistas y que haya pasado varios años hospitalizados. Para los “investigadores”, esto prueba que existe una conspiración para tapar que la supuesta expedición científica era un operación militar.
Por suerte hay otras fuentes. Por ejemplo, los ufólogos que coleccionan informes sobre avistamientos de platos voladores con esvásticas pintadas en el fuselaje. O los “abducidos” –esa pobre gente que jura que fue secuestrada por extraterrestres– que dicen que fueron llevados a ovnis que tenían banderas nazis enmarcadas en las paredes, o que vieron “seres reptiloides y humanos en uniforme nazi trabajando juntos en experimentos”.
Nazis y reptiles parecen tener una base cómoda. Ya en 1952, un pasquín notable llamado The Plain Truth informaba que la base se había empezado a construir en 1940, en o al lado del sector argentino. Los nazis llevaron “masas de tractores, aviones, trineos, planeadores y todo tipo de maquinaria y materiales”, y ahuecaron una montaña. Para cuando terminó la guerra y Hitler “fingió su suicidio”, el lugar era “la Shangri-la del führer”. Más o menos la misma idea es repetida en revistas francesas como Bonjour y Police Gazette, hasta en el diario Le Monde, y en cables de la agencia France Presse, agregando detalles probatorios como que en 1940 los nazis trabajaban “en la construcción de edificios que soportaran temperaturas de 60 grados bajo cero”.
¿Y los platos voladores nazis? Además de los que puedan haber aportado los reptiloides, parece que los nazis tenían los suyos. En Internet flotan todavía las fantasías paranoides sobre lo que encontraron los aliados en los laboratorios industriales de la Alemania ocupada. Por haber inventado el misil –las famosas V1 y V2 que incendiaron buena parte de Londres– los nazis “naturalmente” tenían proyectada una estación espacial. Reportes “serios” detallan que los norteamericanos se llevaron “decenas” de prototipos de platos voladores alemanes y que “la evidencia muestra que todos los científicos especializados en aviones y platos voladores que no fueron capturados partieron a América del Sur y la Antártida”. Allí también fueron a parar los Discos Bellonzo-Schriever-Miethe, platos voladores de hasta 70 metros de diámetro que “entraron en producción hacia 1940 y que para 1945 alcanzaban velocidades de 4500 kilómetros por hora”. ¿Cómo es que no capturaron alguno? Simple: con esa supervelocidad, se escaparon a la base antártica con gran facilidad. Lo que nadie explica es por qué Hitler no usó un arma tan maravillosa para ganar la guerra y listo.
La montaña ahuecada de los nazis tiene una sucursal subterránea en las Georgias del Sur. Según los “investigadores”, la lucha por mantenerla en secreto fue la verdadera causa de la guerra de Malvinas. El truculento torturador Alfredo Astiz, al mando de las tropas argentinas que tomaron el lugar, habría sido entonces enviado por los alemanes, “que controlan desde la Antártida vastas extensiones de Argentina”, para sacarse a los ingleses de encima. Los “investigadores” norteamericanos –en especial uno muy insistente y prolífico que firma “Branton”– muestran como prueba las memorias de Alexander Haig, negociador de Reagan que buscó parar la guerra. Haig escribió que el detonador fue un desembarco de argentinosciviles en las Georgias, una posesión británica “a unos grados del círculo antártico”. Agrega Branton: “¡¡¡Apuesto a que ustedes pensaron que la guerra de las Malvinas fue por la posesión de las Malvinas!!!”.
Otros “expertos” agregan detalles fatigosos. El físico búlgaro Vladimir Terzizki dice que los alemanes tenían 50 modelos de platos voladores en operaciones, construían cohetes que iban a la luna con más carga que las Apolo, y habían inventado el “jet de pulsión”. Los norteamericanos tienen pedazos de esta tecnología, ahora antártica, que guardan en un ya famoso hangar de una ya famosa base aérea llamada Roswell.
Con tanta tecnología por todos lados, no extraña que los extraterrestres hayan aportado algo más “soft” a sus socios nazis. Según “anónimo”, una fuente supersecreta que jura haber trabajado en la inteligencia naval norteamericana y es citada con devoción, Hitler no sólo vivió en la Antártida sino que sigue viviendo, genéticamente alterado por sus socios reptílicos de las Pléyades. Su principal actividad es pintar a la acuarela el paisaje blanco y falsificar dólares para financiar su Reich.