Dom 28.03.2004
radar

NOTA DE TAPA

La novena sinfonía

Su infancia en el Hogar El Alba. Las primeras películas que le mostró un celador. Fellini, Welles, Kurosawa. Por qué El Padrino sí y Pasolini no. La relación con Torre Nilsson. La deuda con su madre. El arte de elegir actores, de Nora Cullen a Monzón. Qué hay de sus discos en sus películas. Por qué no extraña a Eva Perón y por qué se siente un artista entre tantos directores de cine. Qué lo desalienta a seguir adelante y qué lo llevó a encarar su novena película. Leonardo Favio decidió romper su proverbial silencio y habló con Radar de todo esto y un bastante más

POR PATRICIA CARBONARI
Leonardo Favio, oriundo de la cordillerana Mendoza, de sangre siria y navarra, artista sensible, intuitivo y tímido sólo hasta que toma la palabra, ha conquistado un público variado, oscilando entre la canción popular y el cine de culto. Y la comarca cinéfila celebra su regreso al cine con una nueva versión del recordado film de 1965 Este es el romance del Aniceto y la Francisca, de cómo quedó trunco, comenzó la tristeza... y unas pocas cosas más, protagonizada otrora por Federico Luppi, Elsa Daniel y María Vaner.
Visceral como pocos, Favio merodea con su cámara al tontito, al borracho, al tullido y a todos aquellos personajes que aluden a la memoria impetuosa de su tránsito por la vida. Entre sonidos de pájaros, sapos y lagartijas, entre brujas y duendes siesteros, aparecen seres míticos, auténticos antihéroes, rescatando sus orígenes, el miedo a la muerte, el pensamiento peronista y el niño cuya mirada deambula con obstinada frecuencia.
En su celebrada opera prima, Crónica de un niño solo, Favio esculpe un sólido retrato de la niñez desamparada; esta historia de 1964 surge en algún pasillo, celda o escalera del Hogar El Alba, patronato donde correteó en su infancia; 40 años después, este soberbio film, de prolongados silencios sólo detenidos por la partitura de Vivaldi, cobra vigencia en una Argentina que aún parece no prestar sus retinas al problema, salvajemente multiplicado en los albores del nuevo siglo.
¿Se desperdicia la infancia en lugares como el Hogar El Alba?
–Sí, pero en la época de Perón no se desperdiciaba. Tenías todos los elementos a tu disposición; si querías estudiar música, podías hacerlo. Lo que pasa es que a mí me gustaba mucho la calle, me escapaba permanentemente, como Polín, el chiquilín de Crónica...
Pasaron 40 años desde que la filmaste.
–Sí, y sigo renovando todo para mandar a festivales, estoy prolongando una música fuera de la escena para la que estuvo prevista, voy a extender el oboe más tiempo después que Polín escapa y llega a la villa. En esa época no se usaba o era muy raro extender la música de las escenas después de un cambio de acto y por eso lo corté abruptamente. En fin, soy medio obsesivo, ¿no?
Y... así son tus películas, urgidas de contar fábulas que nunca se van de tu memoria, van mutando... ¿La relación con la memoria es lo que te apasiona del cine?
–Esteee, si lográs hacerme entender qué es el cine para mí...
No creo, pero vamos a las fuentes, a los primeros referentes. ¿Quiénes nutrieron tus sueños infantiles? ¿Chaplin, Buster Keaton?
–No, cuando estaba internado en el Hogar El Alba de William Morris, las primeras películas que vi las pasaba un celador en un proyector minúsculo, de dieciséis sería; eran de vaqueros, mudas, y a veces las proyectaba al revés y no entendíamos cómo el agua volvía al cielo y todo iba para atrás. Y claro, también veíamos muchas de Chaplin. Pero lo que a mí me despertó el interés en ver más cine y entenderlo fue el cine argentino que yo veía en Luján de Cuyo: Pepe Arias, Tita Merello, César Amadori, Los Cinco Grandes del Buen Humor; el cine que nos alimentaba en aquella época. Luego el cine tomó otra dimensión para mí cuando mi madre nos llevó a ver Rashomon en Mendoza. Entonces me dije... hay más. Cuando llegué a Buenos Aires, donde sobrevivía haciendo bolos en radio El Mundo, me dice un amigo: “Vamos a ver una película argentina que no parece argentina”.
Suena conocido ese prejuicio de los argentinos por el cine local.
–No era mi caso porque a mí me gustaba el cine argentino, me sigue gustando. Para mí, todos ellos eran Bresson; creo que ese cine fue muy importante. Bueno, con esa película, La casa del Angel, descubro el oficio de director, cuando mi amigo me dice que la dirigió Torre Nilsson. Yo no sabía bien, yo te hablo de nombres de directores, pero eso lo aprendí después; yo descubrí que las películas las dirigía una persona a los diecisiete años. Mirá lo que vengo a descubrir, ¡¡¡pavo grandote!!! Paramí, el cine lo hacían los productores. Así como yo creía, cuando era chiquito, que el inglés era un idioma para las películas, que lo habían inventado allá lejos, para emocionar. Y al poco tiempo de descubrir todo esto, lo conocí a Babsy (Leopoldo Torre Nilsson). Lo que es Dios, ¿no? Y... ya me gustó ver lo que él hacía.
¿Lo que hacía Dios o lo que hacía Babsy?
–Babsy, aunque... sobre lo que haga Dios también hay que cuestionarse; yo siempre me pregunto las cosas. Yo mamé el cine yéndolo a ver al cine. Los inundados la debo haber visto veinte veces. Salía, tomaba un café y entraba otra vez.
¿Tenemos en Fernando Birri un referente?
–Los inundados, no sé si Birri. Las obras importan, concretamente, uno no es siempre una totalidad, se cae y vuelve a levantarse, pinta mejor, pinta peor. Birri no es un hombre de una gran producción, es un gran maestro, su función es ser un maestro.
A propósito de maestros, al comienzo de Crónica de un niño solo me detuve en un encuadre maravilloso, la sombra del celador en la pared tomada con la cámara en picado, y recordé la iconografía bizantina que utilizó Bresson en Diario de un cura rural. ¿Veías ese cine?
–Yo de Bresson lo único que vi es Un condenado a muerte se escapa y fue para mí una gran frustración porque yo había escrito un guión, Veinticuatro horas para comenzar, un mediometraje que iba a producir Torre Nilsson. Era un chico en la celda del patronato hasta que logra huir, ésa era toda la película. Un día voy al Cineclub Núcleo y pasan Un condenado a muerte se escapa. Me quise matar. De esta tremenda frustración surgió Crónica de un niño solo: modifiqué el eje, filmé la historia del pibe, su tránsito, no sólo cuando se escapa.
Durante la escena en que Polín está en la celda mirando por las rejas y buscando el modo de escapar, vemos al celador, el perfil de Polín, la escalera por la que podría huir, siempre hay un ángulo más allá, que trasciende...
–Y... uno tenía tiempo para hacer esas cosas, ¿no creés?
Ahora también lo tenés. Torre Nilsson trabajaba mucho la angulación.
–Sí, y me gustaba cómo usaba las lentes, era su lenguaje, pero a mí me interesan más los campos abiertos, otro tipo de cine; yo ya tenía incorporado mi cine.
También trabajaste con Torre Nilsson como actor.
–Sí, en El secuestrador, Fin de fiesta, La mano en la trampa, La terraza, El ojo que espía y Martín Fierro. Pero no tenía pasión por actuar, era una forma de subsistir; en Fin de fiesta me dejó colaborar y colocar la cámara, y en El secuestrador pude hacer sólo un plano.
El encuadre del hall donde los niños del hogar reciben las visitas es desolador y bello al mismo tiempo, se conjugan estatismo y movimiento. ¿Cuál es la trampa para que un cuadro se eternice en la memoria del espectador?
–Sinceramente, no sé. Todas las escenas están pensadas por igual, será el lente bien usado, la profundidad de campo, la fotografía adecuada; en síntesis, la imagen, la esencia del cine. No hay más intenciones que la de contar la historia. Si produce eso, es porque estará bien narrada.
¿No creés que en esa primera etapa de tu obra sobrevuela algo del cine de Pasolini?
–No mucho.
¿Ni las primeras, Accatone, Mamma Roma, con un origen más emparentado al neorralismo?
–Pasolini no es un cineasta cuyas películas me hayan conmovido, no sé muy bien por qué, no me llegó como El Padrino, por ejemplo. Soy muy visceral, no soy un buen crítico.
El Padrino es un film más convencional, ¿será una cuestión de estructura narrativa?
–Sí, me apasionaban las series norteamericanas, simples, como El Zorro, eran mágicas. También me gusta mucho la claridad del cine iraní, por ahí pasa la vida, es todo ternura, hay una necesidad de contar una fábula y que el público la complete. Todo lo demás lo ves vos y tus colegas; yo me siento, escribo, tengo mis dudas, consulto, si no lo tengo a mano a Rodolfo Mórtola me siento un desguarnecido, le pregunto a todo el mundo cuando estoy compaginando, viene la señora del café y le digo: “Venga, venga, ¿qué le parece esto?, ¿usted qué piensa?”. Tengo miedo, y el miedo es un cuerpo extraño que se adhiere al alma; yo soy muy inseguro y para la proyección privada a la prensa... si no tomo algo, no puedo ir. Y mirá que sólo bebo agua, pero en esa instancia tengo que tomar algún whisky. Soy un tímido, un psicópata, es más fuerte que yo. He intentado superarlo, pero no... no puedo ir a los estrenos...
En un momento, el celador le dice a Polín: “Usted es insoportable. Usted es una porquería. Usted es la manzana podrida. Usted me los corrompe a todos”. ¿Qué herida deja la humillación?
–Depende la fortaleza que uno tenga y depende de parte de quién viene la humillación. En el caso de Polín, él es muy fuerte, por eso la vida de Polín no es dramática, es un tipo que va para adelante, está orgulloso de ser un ladrón. Por Crónica... pasa la vida, no es ni triste ni alegre, es la vida contada con ternura.
Una de las cosas que más impacta de tu cine es la posibilidad de acompañar a los personajes, sin que se los juzgue, al Polín ladrón, al Aniceto jugador, al Sr. Fernández mediocre.
–Depende cómo te manejes en la vida; yo entiendo el arte a partir de la ternura y del amor, no tengo rencor con los personajes, me inspiran ternura hasta en las malas películas. No puedo perder objetividad para narrar una obra, si hablara con rencor de los personajes, éstos pasarían a ser una caricatura. Los personajes están allí con naturalidad, juegan, hacen el amor, matan...
Entramos en el terreno de la dirección de actores; creo que no podemos obviar la influencia de tu madre, Laura Favio; ella es tu vínculo con el radioteatro, un indiscutible antecedente de tu cine. El manejo de los silencios en El dependiente, por ejemplo, tiene una fuerte raíz en ese género.
–Sí, totalmente. Yo marco un diálogo y pienso en los tonos del radioteatro, incorporé su musicalidad, es lo que más me alimentó. Siempre escuchaba con mi madre Las dos carátulas, además de lo que ella hacía. Tengo todo ese material, novelas que ahora estoy tipeando. Eso fue lo que me dio un estilo, una dirección. Mi madre era muy minuciosa, se acercaba al actor y le iba indicando el gestito, ahora más chiquito, más grande, para arriba, como si estuviese dirigiendo una orquesta; una mujer de mucho talento, de una gran sensibilidad. Y eso me quedó a mí porque yo veía que surtía efecto. Siempre se dijo que mi vínculo con la dirección viene por Babsy, no, no... Mi forma de dirigir a los actores viene de mi madre; yo siempre observaba cómo marcaba a los actores de su compañía, cómo colocaba la música, los tiempos, una gran directora. Todo lo que hay en mí como artista es de mi madre y el sello mío de dirección es de la radio, de sus climas y de sus silencios.
Yo era un poco prejuiciosa respecto de los tonos en el cine nacional porque sentía que los textos sonaban mal, no sabía si el problema estaba relacionado con un aspecto técnico. Nora Cullen, la actriz que vos convocaste para más de una película, es la excepción: siempre está en sintonía con la partitura del film, no hay fisuras en su actuación, los textos fluyen en consonancia con la expresión, ni anticipatorios ni ilustrativos.
–¡Ahhh! Nora Cullen nació para mí, yo nunca repetí una actriz o un actor, excepto ella y alguna caracterización de Edgardo Suárez, por lo especial de su rostro. No te puedo transferir cómo era Nora como actriz, era un caramelo, una gran actriz de teatro, impresionante. Respecto de loque decís del sonido, creo que te puedo explicar el porqué: muchas veces se filma sonido directo, dado que, por ejemplo, vos me estás dando el rostro adecuado para la escena y la expresión es maravillosa, pero no así el texto. Debe haber una modulación, es como la música. Por eso el doblaje es una bendición, ya que permite ser minucioso.
En El dependiente (1967), los actores tienen una precisión acorde a los movimientos de cámara. Ahora, cuando tenés registros tan disímiles como en Nazareno Cruz y el lobo, donde está Nora Cullen componiendo una bruja con un trabajo vocal sublime que le da misterio, Juan José Camero con un registro más de telenovela y Marina Magali, una adolescente con rostro angelical pero sin ningún tipo de experiencia interpretativa, ¿cómo se pueden amalgamar esas diferencias?
–La unidad se la das vos, el actor no puede hacer nada aunque lo intente, si hago un corte en la compaginación puedo arruinarle toda la actuación. La homogeneidad es mi trabajo, yo tengo el comienzo y el final, pido a un actor pensando en lo que estoy apuntando, todo está en mi corazón. Algunos actores te dan más trabajo, podés estar trabajando con “zapatos” o con Nora. Con los actores de conjunto pasa lo mismo; si vos los motivás y los hacés participar, lográs cosas extraordinarias. Son actores que ponen todo el corazón y te pueden definir escenas.
¿Te quedaste con ganas de repetir algún actor?
–Sí, Gian Franco Pagliaro es el único actor que yo hubiera repetido y se dio el lujo de decirme que no quería filmar. Me gustó mucho trabajar con él.
A propósito de Soñar, soñar, ¿cómo fue filmar con Carlos Monzón y por qué elegiste a un boxeador reconocido?
–Porque tenía el rostro adecuado, justo; cuando yo elijo un personaje, hago abstracción de todo, no tiene pasado. Yo no quería una película de boxeo, quería hacer eso. Y fue muy lindo trabajar con él, era como un niño, un tipo de una tremenda ingenuidad. Pero había que cambiarle algunas cosas. Hay una escena en la que él llora frente a Pagliaro y le dice: “Rulo, vos no me querés”. Entonces me llama y me dice: “Yo esta escena no la hago, Leonardo, parezco puto”. “Pero no, no seas boludo, eso se lo estás diciendo a tu papá, es un sueño. Cómo le vas a decir ‘vos no me querés’ a Pagliaro, ¿estás loco? Pagliaro es sólo una referencia...”. “¡Ah! Claro”, respondió Carlos. Y ahí quedó la escena, muy bien, ¿no? Todo vale para crear...
¿Por qué a la hora del análisis de una película, la dirección de actores es un tema menor? Creo que hay actores desperdiciados que no dan lo que podrían porque hay pocos cineastas que saben dirigir actores.
–El actor de cine es una víctima del director porque no tiene defensa. Una luz mal colocada, vos podés hacer la mejor interpretación de tu vida y no se verá nunca. Yo tuve una experiencia que grafica eso: Rodolfo Bebán en Juan Moreira estaba en el cuartito antes de que lo maten y su interpretación era cada vez mejor; íbamos a la pantalla a ver y no pasaba nada, era una cosa fofa, blanda, y yo no le encontraba la vuelta. Me dice Mórtola: “Es la luz, Leonardo, es la luz”. Los efectos pueden volver muy dramáticas las expresiones. Y Rodolfo lo entendió, le pedí mil disculpas, y lo hizo una vez más. Cuando lo repetimos y lo vi, era otra historia. La voluntad del actor se puede ver frustrada con una luz inadecuada, puede pasar inadvertida. Si yo te envío a vos una luz rebotada, se te van a ablandar todos las facciones, te podés ver muy mona, pero de drama, olvídalo, no vamos a poder hablar. En cine manda la luz. Mirá que yo soy detallista y no me había percatado de eso en Juan Moreira porque el espacio era tan pequeño para filmar que es la única escena que se había hecho con luz de rebote. Cuando hablé con el iluminador, le dije: “No quiero esa luz”, y entonces empezamos a agujerear paredes y a mandar pequeñas lucecitas por acá y otro foquito por allá, hasta que se logró. Pero también, de golpe, como Esopo, podés hacer hablar a los animales, ubicás un plano del rostro que le favorezca y le decís: “Pestañeá, tragá, salivá”. Con la fotografía lográs rostros extraordinarios, a veces tenés actores como Bebán, pero si no, buscás el rostro adecuado; siempre pongo el ejemplo del Negro Suárez, un rostro como tallado en madera. Él trabajaba como locutor en Mendoza y pensé: “Este rostro es mío, no me lo pierdo”, y era muy obediente al oído. Yo arrodillado, debajo de él, le iba dando indicaciones, ahora parpadeá, y... no hablés. Cuando digo esto de los actores me refiero al cine, no al teatro, donde la actuación tiene otro condimento de verdad. Por eso, yo nunca me animé a dirigir teatro, siempre me atemorizó, me resulta inatrapable, inabarcable.
Juan Moreira es el estallido del color en tu filmografía y aún más Nazareno... En estas dos películas el color está en primer plano.
–Sí, está usado en toda su expresión. En Nazareno... tuve un gran iluminador que es Juan José Stagnaro, y su presencia fue decisiva en el film.
Sí, te oí decir que es el mejor iluminador con el que trabajaste.
–No sólo eso, creo que no hay otro, está un par de kilómetros adelante del resto, con él empieza una luz distinta en la Argentina, menos dura, con mayores matices; cada espacio de campo, de profundidad, tiene un porqué, tiene poética. No se trata de poner luz sino de narrar en forma poética un hecho: si el Aniceto va camino a su rancho, no lo ilumina para que se lo vea a él sino para que se le vea el alma y lo que acontece a su alrededor, el ambiente general. Stagnaro fue grande, hoy no hace buena luz el que no tiene un corazón abierto hacia eso. Las técnicas permiten muchas cosas; antes era más difícil que el celuloide respondiera a la intención de tu alma.
¿Cómo pensás la iluminación en una
película?
–Como lo que es, una totalidad en el cine, que no es otra cosa que fotografía. La fotografía la pienso en función dramática. Cuando esto falla, se derrumba todo. Yo no intelectualizo, busco en láminas y pinturas, invito a caminar al director y trato de transferirle lo que quiero. Le digo por dónde quiero que entre la luz y muchas veces oriento algún farol para que sea más efectista si así me conviene; es parte del cuento, no me interesa cuál es la fuente de esa luz si cumple la función dramática. Yo insisto en que si estoy narrando una escena dramática, la luz debe acentuarla. A todos los elementos los valorizo mucho, el sonido, los silencios, la música y cada movimiento de cámara.
Escuché por ahí que asociás una pérdida de pasión con el paso de los años. ¿Quiere decir que en tu opera prima Crónica de un niño solo hay más pasión que en Gatica o, incluso, que en Perón, sinfonía de un sentimiento?
–Es la pérdida de la ingenuidad y la pureza; cuando uno tiene toda la fuerza, la potencia de la juventud, prácticamente no mira a los costados, sólo adelante y va; después ya te apoltronás y todo va perdiendo importancia, o le das la importancia necesaria; de ahí tal vez que no me urge filmar, aunque a veces el corazón empuja. La potencia de la juventud genera cosas maravillosas, los grandes hechos de la humanidad pasaron por los treinta y tres años, Eva Perón, Che Guevara, Jesucristo.
¿Extrañás a Evita?
–No, creo que tuvo la suerte de morirse a la edad de las semillas porque hoy sería una anciana a la que todo el mundo pasaría por arriba. Como Cristo, el Che, así fue su vida más significativa. Yo... sabés, perdí referentes a quien deslumbrar, antes yo tenía a Babsy; mi madre ya sería como mi nena, mi hija. Vos no te vas a subir a un escenario para que no te vea nadie, ¿no? Entonces, al perder esos pilares todo es ahora distinto. Bah, ése soy yo, Kurosawa podía seguir filmando veinte años más. Es también una cuestión orgánica.
Sí, Fassbinder hizo 43 películas en 13 años, era adicto al trabajo y cuando los médicos le sugirieron parar, él respondió: “Ya dormiré cuando esté muerto”.
–A esa edad yo hubiese hecho cien películas de haber tenido los medios.
Bueno, pero con 8 films, estás considerado, igual que Fassbinder con 43, un cineasta de culto, si cabe esta rara definición, un cineasta cuya obra vale la pena abordar. ¿A qué atribuís el hecho de que tu cine, tan de sensaciones, sea un terreno propicio para la investigación del lenguaje cinematográfico?
–Siempre lo he pensado; pienso que, en mi modo de narrar, el travelling es travelling y el primer plano es primer plano; esto sirve a los alumnos de cine, por ejemplo; yo puedo desmenuzar toma por toma, cortarla en pedacitos, mostrarla y explicarla. A veces hago un primer plano y puedo estar dos minutos con un rostro, pero va a haber algo que el público no sabe que está, que es el fondo. Le doy mucha importancia a los fondos para mantener los primeros planos. En el fondo siempre va a suceder algo: una llovizna, o autos que pasan fugaces, o las velitas de una virgen. Nadie está prestando atención a eso, pero te entretiene y hace que ese primer plano adquiera un movimiento que, en realidad, no tiene. Es una composición en la que cada movimiento tiene un sentido, un porqué, debe tener una armonía casi musical. Yo trabajo mucho con música, entonces un travelling es como un adagio, o su contrapunto, y entonces tiene que sentirse el vértigo. Siempre soñé que los cineastas, los alumnos de cine, sean músicos, para poder escribir el guión y tener la musicalidad y el ritmo; el tempo yo lo tengo por intuición, sé que cada tres minutos tiene que suceder algo, no necesariamente con interés dramático, pero un corte, un ruido lejano, el ladrar de un perro, algo que entretenga y de ese modo contar historias más amenas y no pensar que el espectador está obligado a ver todo sino que vos le tenés que dar todo, no ser hermético porque sí. Si yo me siento frente a vos y te voy a narrar una historia, un cuento, tengo que lograr todo el clima para que vos lo entiendas, porque uno es eso, un narrador de cuentos y todo vale a la hora de narrar.
Entonces tu cine es la extensión de la tradición oral, del imaginario popular.
–Es exactamente eso. A mí me gusta tanto hacer cine como contar; como cuando era niño, yo sentía que en el cine de Los Cinco Grandes del Buen Humor me daban todo, yo no tenía que suponer, que intelectualizar, no. Fellini daba todo, Orson Welles, Kurosawa ni hablar, después vos le das la interpretación que quieras. Lo que no ponés es porque no lo tenés. El cine requiere mucha astucia; cuando pienso en una película, en el embrión, dependo de mi picardía para lograr el objetivo. El verdadero cineasta siempre tiene algo de lumpen, de tramposo. ¿Sabés por qué nos amábamos tanto con Babsy? Porque éramos dos delincuentes inconclusos. Él era un jugador empedernido que, si no tenía guita para la timba, se mataba; se reía de todo, hasta de las buenas críticas. Un ser humano. Y le divertía que yo le contara cosas de atorrante. El cine es arte, pero también un negocio de gran convocatoria si se apela a la picardía. El que dice “a mí no me interesa el público” es un tarado. El cine culmina con el público; tu obra la completa el público. Y vos tenés que tener la astucia de llegar. Cuando yo hacía Crónica... o El romance... me bancaba el Instituto porque yo iba y apostaba a los premios; con la historia de que era un pibito carita triste que si no me suicidaba, siempre me tenían que dar un premio. Pero cuando eso se acabó, inventé otra, Juan Moreira. Porque hacer cine para que no lo vea nadie no tiene sentido. El verdadero drama del cineasta es la exhibición. Por eso yo insisto en forma permanente que el Instituto debería tener en cada municipio una sala de proyección; tenemos máquinas que están en desuso; llegando a un acuerdo con las provincias, los mismos estudiantes de cine se pueden ocupar de cuidar esas máquinas, pulir las lentes. Se podría hacer una cadena de proyección impresionante.
¿Cómo afecta la globalización al cine y a la distribución? ¿Cómo se hace hoy para proteger ese cine que no está bastardeado por la hipocresía publicitaria y la
comercialización?
–El cigarrillo es nocivo y la publicidad tiende a perpetuar su consumo. Yo creo que puede estar todo globalizado, puede ser que la prensaespecializada ensalce alguna obra que ellos consideren importante, trascendente y que es nada, que pasará sin pena ni gloria, pero el arte tiene sus propias defensas. Si bien la difusión altera la visión de una obra, esto no afecta la sensibilidad y los talentos individuales. Eso sigue siendo una elección de vida que depende de cada uno. La globalización perjudica a los pueblos en muchos aspectos, pero no en el creativo. Aquellos hombres que se dedican a las artes, tienen un grado de sensibilidad tan especial que les da la posibilidad de tomar un camino. No es culpa de la globalización que haya directores de cine que les gusta filmar cómo estallan los autos, vuelen o estén atiborrados de efectos; siempre hubo estos que yo llamo directores de cine. Yo me siento un artista, puedo agarrar una guitarra, puedo contarte un cuento, depende de tu elección de vida, depende qué hacés en tus momentos de soledad, hacia dónde vuela tu pensamiento. A mí no me afecta y... ¿a Los Redonditos de Ricota, en qué les afecta?
¿Sentís que la coherencia de tu cine se traslada a la música?
–Creo que lo único que tiene mi cine es coherencia. La música es algo simple, no porque no me gustaría hacer algo mejor sino porque me da hasta ahí. Cada uno vuela hasta donde le dan las alas. El cine es años de elaboración, es algo que yo manejo, la música no; saco lo que brota espontáneamente de mi guitarra y nada más, es un divertimento. Mi cine, en cambio, me gustaría que perdurara en las escuelas de cine, donde se charla sobre cine; sería una manera de permanecer.
¿Te gusta la instancia del rodaje?
–Sí, mucho, me divierto, me gustan los silencios cuando estamos preparando todo. Con la película que fui más feliz fue con El dependiente porque era primavera, casi verano, había un gran silencio en ese pueblo, se oía el canto de los grillos y de las ranas mientras poníamos música despacito y tomábamos mate en medio de un travelling; también recuerdo algunas escenas circenses de Soñar, soñar; allí puse toda mi ingenuidad sobre el mundo del espectáculo; el circo me apasiona. Después, la tristeza se apoderó de la Argentina... y tuve que salir como rata por tirante.
Pero después del exilio volviste con todo, es decir, con Gatica.
–Sí, Gatica siempre estuvo en mi corazón. Hay una anécdota maravillosa que cuenta Osvaldo Soriano, cuando Gatica vuelve a San Luis, siendo ya famoso, en un auto descapotado en cuya parte delantera se podía leer: “Aquí viene Gatica” y en la trasera: “Aquí va Gatica”. ¿No era un genio? Yo amo estos personajes...
Y los otros, más marginales aún, como el hijo varón de los Plasini en El dependiente, ¿era un personaje conocido en el pueblo, el tontito que hay que ocultar, no?
–Sí, muy parecido; era la aristocracia pueblerina... esos seres pequeños que viven una ficción en la que yo no podría vivir.
Hablando de los prejuicios de la aristocracia pueblerina... ¿por qué elegiste que la escena de amor más fuerte en El dependiente sea en un funeral?
–Servía desde el punto de vista dramático; la señorita Plasini es una reprimida que sólo se puede soltar en esa circunstancia. ¡Excelente actuación de Graciela Borges! Y también de Walter Vidarte. Esa escena me la robó el canadiense ése, ¿cómo se llama?, la historia de la escritora francesa...
¡Ah! Jean Jacques Annaud, la escena de El amante en que van en el auto, ¡sí!
–No se preocupó en cambiar ni un plano. Es igual, la copió. Yo... lo hubiera hecho también.
¿Por qué en esa primera etapa no llegabas tanto al público? Vos decías que había un divorcio entre tu cine y la gente.
–No le llegaba a la gente porque eran otros tiempos, un cine complicado, de festivales y escuelas. Con Juan Moreira logré encontrarme con el público, a partir de allí me lancé a otro tipo de cine.
Y con Nazareno... te diste la posibilidad de expresarte sin limitación. Una tragedia que se transforma en un cuento de hadas y emociona; fue muy exitosa.
–Yo ya contaba con una gran ventaja: mi popularidad como cantante. Eso acercaba al público, además del antecedente de Juan Moreira. El público masivo que me conoce como cantante, una buena parte ve mis películas, me relacionan de las dos maneras. Si no, ¿de dónde voy a sacar 3 millones de espectadores? Yo me juego entero, sólo quiero que esté llena la sala cuando se proyecta mi película y el teatro cuando voy a cantar.
¿Qué has visto últimamente?
–Yo soy un fósil, no vi nada últimamente, vi en video Casino, de Scorsese, que me gustó mucho. Ahí tenés un director que tiene grandes películas y unos traspiés que son pavorosos. Volvemos a las obras, insisto en que son las obras, no hay muchos: Kurosawa, Fellini.
Y ahora, ¿estás encontrando a quién cautivar con alguna nueva película y jugarte entero por ella?
–Sí, a mí mismo, es un paso adelante.
¿Eso quiere decir que pronto veremos el noveno film de Favio?
–Sí, quiero montar el ballet basado en El romance... Ya está avanzado el proyecto, está terminado el guión, la música, la ambientación, falta el coreógrafo y estoy buscando los protagonistas, bailarines. Es un ballet pantomima, lo voy a hacer todo en una calle, necesito que tenga gran profundidad de campo. Está muy jugada a la magia, a los trucos de la galera.
Los cinéfilos celebramos esta vuelta a los sets.
–Y sí, el corazón empuja. Esteee... soy muy aburrido para los reportajes, no te vayas a creer.
¿Estás cansado de que te pregunten siempre lo mismo?
–¿Y qué me pueden preguntar? No es un problema de la gente, es mío. Porque, ¿qué les voy a contar yo? ¿Viste por qué no doy reportajes? Porque no tengo nada interesante para decir.

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