Dom 28.03.2004
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HALLAZGOS

Gulliver

A fines de los años ‘50, mientras Italia teme un golpe de Estado y Francia libra su guerra colonial con Argelia, un grupo de notables intelectuales franceses (Maurice Blanchot, Roland Barthes), italianos (Italo Calvino, Elio Vittorini) y alemanes (Hans Magnus Enzensberger, Uwe Johnson) esboza una formidable utopía intelectual:Gulliver,
una revista transnacional, elaborada colectivamente, capaz de sintonizar el mejor pensamiento
crítico europeo con las urgencias de la coyuntura política. Pero cinco años después, sin que se haya publicado una sola página, Gulliver es declarada definitivamente muerta.

› Por Guillermo Piro

Gulliver no existe. Nunca existió. Aunque no llegó a aparecer, Gulliver es la revista que movilizó más inteligencias, discusiones, proyectos, planes, cartas, reuniones, esperanzas, discusiones, desilusiones y fracturas, y la que menos páginas produjo. Mejor dicho: ni una. Salvo las páginas de material preparatorio o de propuestas, que posteriormente aparecerían en otras revistas pero nunca terminaron conformando un todo unívoco particular y destacado. Una revista que no fue y que podía haber sido. Una revista que habría podido ser, si sus ambiciones no hubieran chocado con su época.
El proyecto Gulliver es único, como su fracaso. Afortunadamente se conservan varios testimonios de los encuentros, así como una nutrida cantidad de correspondencia cruzada entre sus integrantes, lo que permite penetrar en el laboratorio mental de los protagonistas y reconstruir el discurso teórico que atravesó sus discusiones.
Fines de los años ‘50. El momento en Europa era crucial. En Italia se registraban violentos enfrentamientos contra el gobierno de Tambroni (se temía un golpe de Estado de derecha), comenzaba a discutirse la idea de un engagement directamente conectado a la suerte del PCI, la literatura neorrealista comenzaba a considerarse cosa de viejos y una nueva literatura (la neovanguardia) empezaba a abrirse camino a codazos. En Francia se formaban comités de acción para protestar contra la guerra en Africa del Norte y Jean-Paul Sartre editaba Les Temps Modernes. En Alemania, la posguerra, cargada de sentimientos de culpa, producía en 1959 dos obras maestras: Conjeturas sobre Jakob, de Uwe Johnson, y El tambor de hojalata, de Günter Grass. En septiembre de 1960, en pleno auge de la guerra de liberación nacional de Argelia contra Francia, Sartre y otros destacados escritores, filósofos, cineastas y científicos firmaron el Manifiesto de los 121, una declaración que protestaba contra la represión colonial en Africa, promovía el derecho a la insubordinación de los ciudadanos y soldados franceses contra la guerra e instaba a apoyar a los jóvenes que no querían hacer el servicio militar.
Inspirado en la experiencia del Manifiesto, Maurice Blanchot pretende entonces fundar un “órgano nuevo”. El 2 de diciembre de 1960 le escribe a Sartre planteándole la idea de transformar Les Temps Modernes dándole más espacio a la literatura, y le recuerda que con el Manifiesto se ha experimentado un modo singular de estar juntos, renunciando a la celebridad de sus propios nombres. Según Blanchot, la declaración de los 121 “encontraría su verdadero sentido si fuera el inicio de algo”. Pero para manifestar “esta especie de verdad esencial” no basta con modificar una vieja revista: “Se puede renovar una revista, pero no hacer con ella una nueva, cargada de un poder nuevo”. Algo decisivo trata de afirmarse, pero sólo puede representarse con un proyecto verdaderamente nuevo: una revista de crítica total en la que confluyan “todos los intelectuales plenamente conscientes de lo que hoy está en juego”.
No sabemos qué le respondió Sartre, pero los hechos hablan por él: la revista Les Temps Modernes seguirá saliendo, y él no colaborará con la revista internacional con la que sueña Blanchot.
En febrero de 1961 la máquina se pone en movimiento. Los franceses involucrados (casi todos los firmantes del Manifiesto e incluso algunos que no la firmaron) son muchos: Maurice Blanchot, Dionys Mascolo, Michel Butor, Robert Antelme, Georges Bataille, Michel Leiris, Maurice Nadeau, Louis René des Forêts, Roland Barthes, Jean Starobinski. La idea es clara: no una revista de “cultura” pero tampoco política, ni de pura literatura, sino una revista de pensamiento hecha por escritores. Lo más importante es su carácter internacional: una revista que tendrá una edición italiana, otra alemana, otra francesa, otra norteamericana... Todo eso enriquecido por los aportes de otros escritores que oficiarían de corresponsales. (Ernesto Sabato, probablemente propuesto por Butor, es el nombre elegido para la Argentina.) Una revista colectiva, abierta al mundo. El proyecto se activa enseguida en Italia y Alemania. Por Italia están Elio Vittorini, Francesco Leonetti, Italo Calvino, Pier Paolo Pasolini y Alberto Moravia; por Alemania, Hans Magnus Enzensberger, Uwe Johnson, Günter Grass, Ingeborg Bachmann y Martin Walser. En suma: el Gotha de la literatura de izquierda. Pero ¿quién sería el destinatario de Gulliver? Por los documentos disponibles, sólo Enzensberger parece plantearse el problema del lector: a una minoría de escritores no puede corresponder más que un círculo latente de lectores; es decir: otra minoría.
Para Blanchot no se trata de pensar en una revista más interesante o mejor que otras: “El interés que tenemos por la literatura –escribe–, no es un interés por la cultura; cuando escribimos, no lo hacemos para enriquecer la cultura general. Lo que importa para nosotros es una búsqueda de la verdad, o mejor, una exigencia de justicia, para la cual la afirmación literaria es esencial, justamente en virtud de la centralidad de su interés por el lenguaje, de su relación exclusiva con el lenguaje”.
Literatura, entonces, pero también política. Elio Vittorini comprende (y hace comprender) la relación entre especificidad y visión global de los fenómenos. Según él, los problemas, sobre todo los de carácter social y político, “están ligados a situaciones históricas específicas y por lo tanto deben ser estudiados en su ambiente particular, pero lo que la experiencia de estos últimos años nos enseña es que el problema menos importante, el más local, puede tener repercusiones de carácter mundial, y por lo tanto exige ser resuelto como si se tratase de un problema general”. Nada es italiano y “solamente” italiano; nada francés, o ruso, o norteamericano es “solamente” francés, o ruso, o norteamericano.
En 1961, las cartas se cruzan para definir fines y características del proyecto: se trata de comunicar, más allá de las fronteras, “valores que a menudo permanecen confinados dentro de los límites nacionales”. En Alemania, Enzensberger pone manos a la obra para sensibilizar a los jóvenes escritores alemanes hacia una crítica “intelectualmente destructora”. Los grandes nombres de la edición europea se ocuparán de la impresión y distribución de la revista en cada país: Einaudi en Italia, Gallimard en Francia, Suhrkamp en Alemania. Pero el verdadero motor del proyecto es francés.
El proyecto avanza, y los franceses tratan de extenderlo a Inglaterra. Mascolo habla con Iris Murdoch de la idea de una “revista marxista hecha por escritores”. Murdoch no encuentra ningún escritor marxista en Inglaterra, donde, si ser marxista es excepcional, ser escritor y marxista... Pero el problema es de concepto: “¿Qué es exactamente un escritor?”, le pregunta Murdoch a Mascolo en una carta del 23 de junio de 1961. Mascolo le responde con palabras de Blanchot: aquél para quien la literatura constituye una experiencia fundamental, que pone en juego todo.
A mediados de agosto de 1961, Mascolo se encuentra con Vittorini. Discuten y aceptan casi todos los textos de la revista. Pero hay un punto: Einaudi, el editor, duda. Cobre fuerza la idea de suspender la edición italiana. Pero si Einaudi desiste, dice Leonetti, queda Feltrinelli. Con el verano de 1961 aparecen problemas más graves: el 13 de agosto se levanta el Muro de Berlín, un acontecimiento que los intelectuales alemanes viven de modo dramático. Los primeros desacuerdos internos resquebrajan el frente germano.
Mientras tanto, los franceses, que han propuesto –vía Butor– a Roland Barthes como redactor, profundizan el concepto de “búsqueda de una verdad para la cual es esencial la afirmación literaria”. No quieren intervenciones periodísticas, ni investigaciones de orden social, ni denuncias. Los franceses insisten en la importancia del fragmento, en una escritura que descifre los signos de la actualidad sin afrontarlos directamente. Una actualidad inactual. Esa concepción estaba llamada a confluir en una sección titulada Cours des choses (“Curso de las cosas”), que incluiría textos breves elaborados colectivamente. La importancia deesa sección es capital: no representa el cuerpo de la revista, pero sin ella se corre el riesgo de que Gulliver sea una revista como las demás.
Esa sección será el motivo de la discordia. Para los franceses, la “forma breve” es toda una cuestión: los textos no sólo deberán ser cortos (media página como mínimo, tres o cuatro páginas como máximo) sino que deberá tener carácter de fragmento. Deberán ser escritos problemáticos, incompletos y abiertos. La sección, además, responde a una exigencia política: está pensada como un “diario de escritores”.
Enzensberger se reúne con Johnson, Walser y Grass. No se sienten capaces, ahora, de dirigir la edición alemana. “Probablemente fuimos muy optimistas –escribe Enzensberger a Mascolo–, estábamos demasiado seguros de nosotros mismos y de la posibilidad de actuar. No es por falta de coraje, creo, que renunciamos a nuestra parte del proyecto. [...] Lo que les ofrezco es una especie de dimisión.” Johnson y Enzensberger tienen una idea distinta de la contemporaneidad y de las especificidades nacionales, y es allí donde nacen los malentendidos que llevarán al naufragio.
En abril de 1961 llegan noticias del frente alemán, que no entiende el carácter de la sección “Curso de las cosas”. ¿Por qué los tres grupos, pregunta Uwe Johnson, deben concentrarse en un único tema, si los intereses –tanto de los redactores como del público– son distintos en los tres países? René des Forêts acusa el golpe: los alemanes no entienden nada, dice. ¿Acaso el “Curso de las cosas” no debía ser proyectado por la comunidad entera de escritores? ¿No debían surgir los temas de una estrecha relación entre las tres redacciones? Des Forêts teme lo peor: que la revista internacional sea sólo una suma o una yuxtaposición de textos nacionales. Acusado de pedante y prudente, Johnson no acepta las objeciones: “La situación política nos exige urgentemente la creación de un órgano de prensa adecuado. En todo caso, nosotros queremos iniciar antes de junio del año próximo una publicación, internacional o solamente alemana”.
Hay agitación. Las cartas van y vienen y todo se complica. Gallimard se muestra dispuesta a pagar sólo los gastos de imprenta, no las remuneraciones de los colaboradores, propuesta que es considerada casi como un insulto. La editorial trata al proyecto como si fuera una revista underground escrita por adolescentes. Se proyecta un encuentro en Zurich, que sin la presencia garantizada de los tres editores, sin embargo, sería puramente académico. Entonces entra en escena la editorial Julliard y ofrece seguridad. Julliard, Suhrkamp y Einaudi intercambian cartas frenéticas hasta que las dificultades parecen superadas. La reunión de Zurich se confirma. Pero el problema sigue siendo la sección “Cours des choses”: los alemanes todavía deben convencerse de la necesidad y urgencia de esa forma breve, fragmentaria y discontinua.
A mediados de enero de 1963 hay un encuentro de Zurich. Los italianos preparan sus lecturas y las hacen circular, los alemanes proponen sus textos y los franceses insisten en que el “Cours” debe ser producido por “toda la comunidad de escritores”. Mascolo quisiera una revista “comunista”, comunista no sólo en el resultado sino en la elaboración. Un texto escrito por Leonetti da cuenta de los enfrentamientos que tienen lugar en Zurich. La orientación francesa es considerada demasiado “abstracta”, “desconcertante pero aceptable”, según Calvino. El grupo italiano, que en un primer momento parecía estar del lado de Blanchot y sus compañeros, se pone del lado de los alemanes, más ligados a las contribuciones netamente políticas. Después de la lectura de los textos, sin embargo, todos están contra todos. Y para colmo, el nombre. Se barajan Dossier, propuesto por la esposa de Giulio Einaudi, pero los franceses rechazan la palabra antes de que Vittorini termine de pronunciarla: les recuerda demasiado a los procesos penales de la época de la guerra de Argelia; 62, propuesto por Butor, EU, propuesto por Pasolini, y Los 60, que apoya todo el grupo italiano. Finalmente se opta por Gulliver como nombre provisorio. Pero si el título suscita discusiones animadas, lalectura del material elaborado por los distintos grupos enrarece la atmósfera de tensión. Las discrepancias se agravan día a día a pesar del frenesí epistolar, los ultimátum y los arrepentimientos, sumando a los conflictos “ideológicos” las polémicas sobre el título y el tira y afloje de los editores, que no terminan de confiar en la viabilidad y sustentabilidad del proyecto, y mucho menos en su éxito.
En abril de 1963 los grupos se reúnen en París. Por un equívoco está ausente Enzensberger, que más tarde pondrá el dedo en la llaga: “He vuelto a leer el material previsto para el primer número –escribe–, y desde el punto de vista del trabajo común sigo sin considerarlo publicable. Todas las críticas parciales no hacen más que velar la causa principal del fracaso”. Y el fracaso, según el alemán, se debe a la “completa incoherencia” del número: “Los textos (buenos y malos) no forman un conjunto reconocible”. El disenso explota con toda violencia: los alemanes rechazan todos los textos franceses excepto el de Barthes y el de Genet; es decir: rechazan a todos los que pertenecen más estrechamente al grupo de Blanchot.
Blanchot le escribe a Vittorini: “No sé qué ocurre en Italia o en Alemania, pero lo que pasa en Francia es claro. Todas las revistas mueren, el género revista ha muerto. [...] Los escritores ya no se sienten comprometidos por este tipo de publicaciones. ¿Por qué? Porque nada de ese género agotado los estimula a escribir”. Enzensberger se explica las cosas de otro modo: la situación actual, dice, no permite que haya una correspondencia entre tres revistas hechas en tres países distintos. La idea, por el contrario, supone la existencia de interferencias. Pero hay algo más: para los alemanes, la “abstracción” francesa resultaba insoportable. El proyecto fracasa irremediablemente: las dimisiones de Johnson y Enzensberger son la prueba más que elocuente.
Sólo Leonetti y Vittorini, los más cabezaduras del grupo, conseguirán prolongar el debate hasta 1966. Magro consuelo, en el número 7 (marzo de 1964) de la revista Il Menabò, dirigida por Vittorini e Italo Calvino, confluyen los inéditos de Gulliver, que servirán para que del naufragio —las palabras son de Enzensberger en una carta a Leonetti– “quede al menos un signo, como los restos de un barco hundido sirven de indicación a los navegantes”.

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