Domingo, 4 de abril de 2004 | Hoy
TARAS
Desde hace años, el Uritorco es centro de peregrinación para miles de personas en busca de encuentros cercanos del primer tipo, convencidas de que en el centro del cerro se esconde una ciudad extraterrestre. Y según la Subsecretaría de Turismo y Deportes, la zona es más próspera que nunca: hay merchandising, tours organizados por el Canal Infinito, cursos acelerados de irdin (el idioma ET) y más de 500 personas por día que desembolsan los 5 pesos fijados durante el menemismo para emprender el ascenso. Radar estuvo, pagó, subió, miró, habló con turistas, guías y lugareños y volvió para contarlo.
Por Osvaldo Baigorria
hay una ciudad enterrada
en el centro de la montaña. Hombres de negro que pueden aparecer entre
las rocas para despistar a los curiosos. Contactos ET si uno sabe cantar el
mantra Michiguana Punga (Encuentro a un hermano) en idioma irdin,
la lengua cósmica. Que suena así: Guana iamanuak,
guana iguaikuana, manuana ikú, suatumana. Y dice algo aproximado
a: Convocados por la luz de los amados hermanos, aquí vamos.
Allá van, con sus cámaras y mochilas. Al contrario del nordestino
San La Muerte, que se enoja si le sacan fotos, el culto al Uritorco prescribe
la fotografía como práctica de rigor. Se espera que aparezca algo,
un haz de luz, enanito verde, figura lumínica en el cuadro. Y sus fieles
tienen más o menos educación, origen urbano, ingresos medios.
Entre ellos, dos de mis ex estudiantes de la Carrera de Ciencias de la Comunicación,
Universidad de Buenos Aires, asustadas frente a la visión de una estrella
fugaz que se pierde en la noche serrana. Una de ellas enciende una linterna
y apunta al cielo; la otra se aferra a mi brazo: tiembla. Les aseguro que no
pasa nada, aunque tampoco puedo explicar qué es aquella otra luz que
parece el lucero del alba pero no lo es, por la hora, porque está demasiado
baja para ser un planeta y demasiado alta para ser la punta de una antena, y
además allí tampoco hay ninguna antena.
Ellos y nosotros
Las mitologías indoamericanas distinguen entre historias verdaderas y
falsas. Las primeras son aquellas que narran los orígenes del mundo,
la creación de los seres, las vidas de dioses o criaturas celestes. Las
segundas son fábulas sobre aventuras, hazañas y encuentros extraordinarios
en esta tierra. Para Mircea Eliade, las primeras son las que pueden llamarse
apropiadamente mitos. En muchas tribus no pueden ser contadas a niños
y no iniciados; además, deben narrarse en un lapso de tiempo sagrado,
otoño o invierno, de noche. Las historias falsas, los cuentos, en cambio,
se pueden relatar a toda audiencia, en cualquier momento y lugar.
La mayoría de las historias tejidas en torno al Uritorco parece caer
dentro de esta última categoría, pero ¿quién sabe?
El avistamiento de aquella luz inexplicable es un contacto del primer
tipo, aseguran en el camping Witcoin, cerca de la base del cerro. El camping
tiene una cocina en cuyas paredes se han inscripto nombres de comandantes de
naves, en un lenguaje de voces egipcias y slang de rock nacional escuchado en
contactos del tercer tipo: Horus, Moris, Hurgenta...
Miguel, un porteño de alrededor de cincuenta, es un contactado que, en
la década del 80, vino a este lugar con su esposa, quien tenía
un pronóstico de seis meses de vida a causa de un cáncer. Y
entre esos árboles, cerca de donde vos pusiste tu carpa, tuvimos un hecho.
El relato aquí se detiene, el silencio le agrega peso a la frase, me
ubica en mi lugar de no iniciado, de persona a quien no se le puede contar todo.
Hay que tirar de la lengua. El hecho es un contacto, no sólo
con naves, sino con seres. ¿Hablaron?, pregunto. Hay un sí como
respuesta, pero el relato sigue un camino sinuoso. A partir de ese momento,
la vida de Miguel cambió por completo. La mujer se curó, aún
vive, él se compró el camping y siguió teniendo contactos,
sobre todo telepáticos.
O sea que las voces se oyen, pero sólo dentro de algunas cabezas. Y las
naves también se ven, según la mirada. Miguel me presenta a Javier,
pelilargo de menos de treinta, como un experto investigador que
estudia el tema desde hace años. La propuesta es ir esa misma noche a
un mirador ad hoc, cerca de las 21, horario en el que comienza el show detrás
del cerro. Allí, junto a varios curiosos que rodean al experto sentado
con las piernas cruzadas sobre un tronco de árbol, llevo la cabeza hacia
atrás para escrutar el cielo. Pasa el tiempo, hace frío, el cuello
se endurece, los hombros se tensan, los ojos se fatigan al descartar, uno tras
otro, los astros fijos en busca de los móviles, aunque después
de un rato todos parecen moverse un poco. Hay estelas de luz que siguen la mirada
cuandoescanea la bóveda negra de un costado al otro, en zigzag, en diagonal,
en círculos.
De pronto, pasa un satélite. Su trayecto es típico, estable, firme
en su ruta lineal para nosotros aquí abajo, con su inconfundible pequeña
luz de satélite, sin parpadeos. ¿Ven?, dice el investigador.
Estén atentos,
que no todos esos son satélites. Hay varios escépticos en
el grupo. Entre ellos, Matías, cantante del grupo Las Sabrosas Zarigüeyas,
conocido hace unos años por su hit El muerto se fue de rumba.
¿Y cómo se sabe si son o no son satélites?,
pregunta. El investigador responde: Cuando circulan muchos, son naves.
¿Cómo va a haber tantos satélites allá arriba?.
Yo me callo. Aún espero aprender algo del contacto del ojo con los astros.
Un poco más tarde, uno de esos satélites de claridad minúscula
se enciende, destella. Es extraño: ahora es como una estrella grande
o más cercana, de brillo intenso, pero se sigue moviendo en su trayecto
fijo por el cielo. La vista dura apenas unos segundos, la luminosidad se reduce
y luego vuelve a su tamaño anterior, básico, diminuto, apenas
perceptible en la noche sobrepoblada del cosmos. ¿Ven?, vuelve
a decir el investigador. Saben que los estamos mirando y, como dudábamos
de su existencia, nos mandaron una señal. El escéptico cantante
rumbero lo increpa de nuevo: Pero con los millones de personas que hay
de Ecuador a Tierra del Fuego, ¿cómo van a saber de nosotros justo
aquí abajo, en Capilla?. Saben, responde el experto
con una sonrisita, lleno de sí. Ellos saben.
Ciudad oculta
Para los antiguos, las montañas eran lugares donde la distancia entre
dioses y humanos se aminora. Para los cazadores de ovnis, sitios de proximidad
con la inteligencia del cosmos. Buscan allí señales, signos de
un mundo mejor, superior, elevado, opuesto a este infierno llamado Tierra. Heredan
a los viejos buscadores de la ciudad perdida en los Himalayas, o a los que imaginaron
la Ciudad de Dios, el ombligo del mundo, el centro del universo en otras épocas
y lugares, pero ahora con léxico tecno-científico.
Quizá pueda pensarse a Erks, siglas para Encuentro de Remanentes del
Kosmos Sideral, como mito urbano-rural contemporáneo. Los indígenas
de la zona veían hombres que desaparecían entre las piedras, pero
el origen extraterrestre de esta Shangri-La cordobesa es atribuido a Angel Cristo
Acoglanis, un médico-chamán de origen griego que atendía
pacientes entre Recoleta y Capilla del Monte en los años 80. Luego,
el místico brasileño Trigeirinho se basó en sus relatos
para escribir libros que difundieron la leyenda. Acoglanis aseguraba canalizar
la voz de una entidad suprahumana de nombre Sarumah, quien le revelaba datos
de esa ciudad oculta, subterránea o invisible. Dicen que muchas personas
fueron llevadas por el griego al área de Los Terrones, a catorce kilómetros
de Capilla, y en ceremonias nocturnas presenciaron las luces suspendidas sobre
los cerros cuando él cantaba sus mantras.
Acoglanis murió de forma violenta: su mejor amigo, Rubén Antonio,
hermano del financista Jorge Antonio, le disparó cinco tiros en aquel
consultorio de Recoleta, el 18 de abril de 1988. Se supone que el detonante
fueron los celos, dado que la esposa del homicida era por aquella época
secretaria de Acoglanis y acaso una discípula de sus enseñanzas.
El marido celoso pasó un tiempo en la cárcel y después
se suicidó. Versiones más esotéricas afirman que el griego
fue eliminado porque sabía demasiado.
Según el último censo, la ciudad intraterrena tendría dieciocho
mil habitantes, sin contar ilegales ni turistas del espacio sideral. Lo cierto
es que gracias al recurso ovni, hoy la zona es próspera.
La Subsecretaría de Turismo y Deportes afirma que el verano 2004 fue
la mejor temporada de los últimos diez años. Ya hay merchandising
ET, tours organizados por el Canal Infinito, cursos acelerados de irdin. Más
de quinientas personas por día suben en temporada alta al Uritorco, si
se le cree al cuidador de autos junto a la base. El cerro fue privatizadodurante
el menemismo: una empresa le cobra cinco pesos a cada par de piernas que inicie
el camino de subida. Mientras hago la cuenta de lo que ingresa por día,
allá voy entre cientos de peregrinos en una mañana de cielo abierto
sin nubes.
Vienen de Belgrano, Palermo, Núñez, Caballito, sin agua suficiente
(lo mínimo recomendable son dos litros por persona) ni gorro para el
sol, algunos con ojotas o sandalias, sin la menor idea de cómo es la
subida. En la base, junto al mostrador donde se cobra la entrada, la Administración
Bio-Reserva Cerro Uritorco ha puesto unos carteles que recomiendan llevar
calzado apropiado (zapatillas, borceguíes). Pero quién se
fija en la suela, la goma, el agarre para pisar las piedras sueltas del camino.
Además, todos están apurados, apenas si leen la letra chica de
los carteles, tienen ganas de llegar, creen que es fácil. Algunos, en
buen estado físico, les dirán que se puede estar en la cumbre
en dos horas. Grave error. Yo tardé cinco. Y como hay que regresar temprano,
antes de que anochezca, el descenso debe comenzar apenas se arriba. Además,
la subida es empinada, puede faltar el aire, aquí uno también
se apuna. Mejor caminar lento, como de paseo, sin deseo de llegar ni de tener
la foto propia en la cima. En algunos lugares, habrá que usar las manos.
Un pequeño desliz puede desbarrancar al despistado. Y algunos han caído.
Tal vez uno por año, tal vez dos. De eso no se habla, pero se sabe.
Otros se han extraviado. Siempre los encontraron, por cierto; no más
de un par de días sin aparecer. Como en la base registran con nombre
y apellido a todos los que van y vienen, tarde o temprano se sabrá quién
no ha vuelto, quién se quedó a ver el show de luces, quién
intentó tomar un atajo suicida. El Uritorco no es una altura menor: en
casi dos mil metros, presenta sus riesgos.
Me lo confirma Juan Ochoa, guía nativo de Capilla que se crió
en la estancia Minas, detrás del cerro, y solía subir desde los
nueve años con su abuela. A menos que suban guiados, los turistas van
desprevenidos, sin mapas ni folletos descriptivos. No saben qué encontrarán
allá arriba. La fauna local, por ejemplo. Vacas, sin duda, que pueden
asustar al que acampa en el Valle de los Espíritus, una planicie de aproximadamente
veinticinco metros cuadrados de pasto corto poco antes de la cima. Pájaros
como el zorzal, mirlo, algún cuis, alguna corzuela o cabra de monte;
estos últimos son difíciles de ver, huyen de la mirada. Pero también
serpiente cascabel. Que avisa con sonido inconfundible. Algunos aseguran haber
visto coral, con su lomo rojo, blanco y negro, aunque es más raro. Todas
las víboras les escapan al ruido, hay demasiado tránsito en el
monte. Sin embargo, vaya uno a conseguir suero antiofídico aquí
cerca.
Se trata de un cerro bravo, que no perdona al que le pierde el respeto. Debe
su nombre al guerrero comechingón que raptó a la princesa Calabalumba,
en una unión ilícita, condenada por un brujo a la inmovilidad
eterna. Por ese delito, Uritorco fue convertido en cerro y Calabalumba en río,
para que el primero sólo contemplase cómo corrían las aguas
de la segunda sin poder hacer nada por alcanzarlas. Eso es un mito.
¿Y los ovnis? ¿No son puro cuento? Mirá, esto quiero
que salga escrito tal cual te lo digo, advierte Ochoa. Yo no quiero
desmerecer a nadie, pero hay mucho curro en eso. Algunos ven satélites,
otros miran las estrellas y como en la noche hay un rocío que humedece
el aire, entre la misma vista de uno, que se empaña, por las propias
lágrimas del cuerpo, verás que la luminosidad de la estrella se
mueve, como si la estrella bajara, digamos: es ilusión óptica.
Y después, están los efectos de las drogas y los problemas mentales
de algunos que vienen por acá. No es por criticar a nadie, pero muchos
de los que se dicen expertos no han visto cosas verdaderas. Que sí ocurren
cada tanto.
Aparece de nuevo la diferencia entre historia falsa y verdadera, fábula
y mito. Quiero saber: ¿qué cosas ocurren? Luces redondas
que parecen salir de adentro de la montaña. Yo hablé con muchos
científicos que vinieron a estudiarlas, y les hice de guía; ellos
dicen que sonemanaciones de gases por la gran cantidad de minerales, como cuarzo,
wolframio, mica, que hay en la sierra. Se ven cosas raras, pero como decía
mi abuela, si en ochenta años se llegan a ver cinco cosas verdaderas,
ya es mucho. Yo te aseguro que, cuando se ve algo de verdad, se detiene el tiempo,
se detiene el pasto, nada se mueve, ni el viento, ni el aire.
Insisto. Reacio al principio, Ochoa afloja al final: Tenía yo unos
doce años y estaba con mi abuela detrás del casco de la estancia,
un atardecer de invierno. Y apareció un artefacto raro, a 150 o 200 metros
de alto. Era redondo. No era ni helicóptero ni avión. Y te aseguro
que me dio escalofrío. Anduve mal mucho tiempo, no quería contarle
ni a mi madre, por el cagazo que tenía, con perdón de la palabra,
de que me tomaran por loco. Mi abuela no supo explicar qué era, más
allá de decirme que debían ser espíritus de los indios
que habían quedado arraigados en el lugar. Pero bueno, son cosas que
se ven cuando menos te lo esperás. Y son como el terremoto: nunca avisan.
Bajo con más cuidado que a la subida, las piedras del camino se mueven
bajo mis pies, todas parecen sueltas, me resbalo, me dejo caer para que el peso
no descanse demasiado tiempo sobre cada roca, lo más cerca posible del
suelo. Tropiezo con unas mujeres rubias que suben, ya rezagadas, cuando el sol
ha pasado el mediodía; no creo que lleguen. Una de ellas pregunta, puro
acento porteño, si escuché algo allá arriba. ¿Qué,
dónde? En el Valle de los Espíritus, el ruido de las fábricas.
Tengo una alucinación auditiva o están locas. ¿Qué
fábricas? De la ciudad de Erks, se entusiasma.Es como
un zumbido. La miro, tengo ganas de empujarla a un costado para que me
deje paso. Simplemente respondo: No se oye nada. Nada de nada.
Pero allá van, detrás de la huella de relatos que, imagino, si
están bien contados pueden ser lindos y si no, aburridos. Tal vez así
se construye una mitología. Con un poco de (auto) engaño y un
poco de ingenuidad, hipnosis, sugestión, confusión entre fenómenos
naturales y artefactos humanos, ilusiones ópticas y la irrupción
ocasional de una serie de portentos inexplicados y acaso inexplicables. Luces,
espectros, fantasmas, apariciones, anhelos de que haya algo más por ahí,
de no estar solos, desamparados, a ciegas, perdidos en el cosmos. O en el Uritorco.
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