Domingo, 4 de abril de 2004 | Hoy
TEATRO
A principios del 2000 salían al aire en vivo, desde Miami, por el canal de televisión del Estado. Ahora, decididamente convertidos en mitos del humor nacional, Fabio Alberti y Diego Capusotto siguen corrompiéndolo todo pero en el escenario de un teatro céntrico, desde una Carlos Paz de pacotilla, donde Castells y D’Elía manejan piquetes por control remoto y el nombre del próximo Sumo Pontífice se decide en el reality Papa Star. La dupla más extrema del varieté local cuenta cómo es la vida (y la risa) después de Todo x dos pesos.
Siempre cultivaron cierto
anacronismo, un desfasaje con lo real que ayudaba a subrayar la deformidad del
presente. Brillos de oropel para una parrillada de géneros corrompidos
y, de pronto, la irrupción del presente como gran mueca crítica:
todo parecía estar puesto entre paréntesis, y lo vulgar se veía
más vulgar todavía. Así, Todo x dos pesos logró
enlazar la paradoja: fiebre casi adictiva para hacer estallar la deprimida pantalla
oficial, mientras lo demás seguía en caída libre hacia
el descrédito. Fabio Alberti y Diego Capusotto fueron carne de interpretación
de analistas de toda clase, pero de algún modo siempre lograron evadirse.
Entonces el mito vivió en las voces de aquéllos (que fueron cada
vez más, y cada vez más difíciles de clasificar) que repitieron
hasta el hartazgo aquel “¿Qué nos pasa a los argentinos?”
o aquel “¡Está bieieeeeen!”, para celebrar esto y lo
otro. Y ahora... ¿qué pasa cuando la sátira parece retroceder
de las pantallas y la política amenaza con ofrecer alguna nueva chance?
Ahora, Alberti y Capusotto están de nuevo en escena, pero no ya en la
tele sino en el teatro, y en el céntrico Paseo La Plaza.
Ay, Una noche en Carlos Paz... ¿Nostalgia del Parakultural de los ochenta?
¿Las migajas del boom televisivo? ¿Apenas un cambio de espacio
para desempolvar el mito? ¿Dos capocómicos alternativos atrapados
en un éxito vencido? En un bar, y un rato antes de empezar la función,
como siempre, la dupla niega todo. Y una vez más logra evadir toda interpretación.
O casi toda.
Diego Capusotto: –No, no hay nostalgia. Sería como retroceder a
un tiempo más virginal. Antes era trabajar para desconocidos; hoy la
gente que viene a ver la obra nos conoce y no sólo es público
de la tele: también viene gente más teatral.
Fabio Alberti: –No es lo mismo ir por la calle y que cualquiera te grite:
“¡Ey, Capusotto! ¡Ey, Alberti!”, que terminar la función,
estar todo transpirado, ir al estacionamiento y cuando te estás subiendo
al auto, el pibe que tenés al lado no puede creer que hace 10 minutos
te vio arriba del escenario y te dice: “¡Qué bueno!”.
Eso festejo yo del teatro.
De Miami a Carlos Paz
Alberti y Capusotto se conocieron en el Parakultural de los ochenta, y en los
noventa formaron parte de la talentosa troupe convocada por Alfredo Casero para
De la cabeza y, luego, para Cha cha cha. Mientras se sucedían los indultos,
los envíos de tropas a países distantes y las más inverosímiles
“operaciones” oficiales, un nuevo humor irrumpía en la caja
boba argentina. Bajo el paraguas de Cuatro Cabezas llegó el efímero
y contundente Delicatessen y, luego, los cuatro años ininterrumpidos
(1998-2002) de Todo x dos pesos. Desde allí, la dupla asistió
al ocaso del menemismo y desenmascaró –casi proféticamente,
y desde la propia pantalla oficial– la nueva pantomima aliancista. Mientras
la crítica clásica no terminaba de entender ese humor absurdo,
deforme, que no parecía remitir a nada, los analistas más sesudos
optaban por desmenuzar las citas de las que estaba plagado y reconocerlo como
el espejo donde se redimía la vulgaridad del presente: una isla en medio
del artificio generalizado. Fiel a esa lógica de “estamos todos
de remate”, el propio Alberti admitió alguna vez que Todo x dos
pesos era un programa “menemista”.
F.A.: –¿Un programa menemista? ¿Cuándo dije eso? No,
no: a los medios hay que decirles lo que quieren escuchar.
D.C.: –Todo x dos pesos fue un programa burlón: hacía alguna
referencia al menemismo y a lo que siguió con la Alianza. Pero nosotros
tampoco hacemos una referencia directa a lo real. Uno no habla según
quién esté en ese momento en el gobierno. También hablamos
de la naturaleza humana, la religión, la muerte, las instituciones. El
humor está a la deriva, entodos lados, en la superficie del discurso,
donde siempre es mucho más libre.
F.A.: –¡¡¡Vuelven los Muppets!!!
Si, a principios del 2000, el canal estatal transmitía un programa que
decía salir en vivo de Miami, ahora las coordenadas parecen haberse invertido:
la tele va al teatro, y no ya en vivo y desde Miami sino en diferido y desde
la mediterránea ciudad de Carlos Paz: un simulacro en el que el varieté
paródico vuelve a esconder sus tics (¿los mismos?) en el interior
de una sala de teatro. ¿Una apuesta más modesta?
F.A.: –Bueno, tampoco era muy pretencioso transmitir desde Miami en Canal
7...
D.C.: –Y a nosotros Miami tampoco nos pareció nunca un lugar muy
elegante.
F.A.: –Es muy fácil caer en la pretensión. Lo berreta de
verdad te lo venden enseguida. La Argentina es berreta, la TV argentina es berreta,
y la gente cree que no. Es muy fácil creer que lo que uno hace no es
berreta.
D.C.: –Nosotros mostrábamos un poco la falsedad de la televisión,
más allá de los programas que señalaban sus errores. Era
mostrarlo desde otro lado. Esta obra tiene algo del espíritu del varieté,
la multitud de personajes, la pantalla, todo eso que irónicamente remite
al teatro de verano.
F.A.: –La obra tiene un título que no hay que explicar: lo único
que hay que explicar es que no es en Carlos Paz. El otro día me dijeron:
“Che, me enteré de que estás haciendo teatro, pero en Córdoba.
Qué cagada”. No, estamos acá, en La Plaza.
Ni Mario ni Marcelo:
Palau
En Una noche en Carlos Paz, el conductor no es ni Mario ni Marcelo (los adorados
presentadores del ciclo televisivo) sino Lulo Palau, parodia viviente del predicador
Luis Palau y una suerte de maestro de ceremonias o iniciador religioso encargado
de introducir un mismo esquema de sketches de viejos y nuevos personajes que
desfilan en el más estricto desorden. Y que, ahora, vienen intercalados
con proyecciones, quizás para evocar aquel fervor catódico.
D.C.: –Lulo Palau es lo que a mí más me divierte de la obra:
ese tono aleccionador que en algún momento confunde para anunciar lo
que viene después. Un gran mamarracho.
F.A.: –Es una obra de dementes manejados por Palau.
D.C.: –Nosotros somos sus instrumentos. La vida es así: uno habla
de una manera y en realidad se trata de otra cosa.
Por momentos, la identificación con las luces cordobesas es tal que hasta
logra instalar la duda, y Una noche en Carlos Paz termina pareciéndose
demasiado a... una noche en Carlos Paz. Por momentos, los maestros de la sátira
parecen presas de su propio arte. Es que, sin el contexto de un presente absurdo,
la apuesta a la literalidad –ese recurso que tantos y tan fértiles
resultados les deparó– pierde mucho de su potencia crítica.
Ahí están Mamuk, el hombre que no ríe; las crónicas
guerreras de Rodolfo Strech; los consejos para jóvenes de la entrañable
Irma Jusid; las melodías romántico-escatológicas del dúo
Experiencia (que regresa después del mítico acto del PI en el
‘83). Y allí están también los nuevos juguetes de
la era K: piquetes a control remoto (conducidos por Castells y D’Elía)
y el kit de muñecas Barbie (con Ken Brown, golpeador incluido). Y...
¡el Papa! Sí: algo del brillo subsiste en ese Sumo Pontífice
que se pasea moribundo por el escenario para anunciar un encantador Papa Star
donde cada postulante, entre zambullida y zambullida a la pileta, confiesa las
razones por las que quiere el trono; o en la densa ambigüedad de ese padre
frustrado (Alberti) que intenta convencer al hijo (Capusotto) de ser un poquito
homosexual. Y en medio del carnaval seeleva la voz del Facha Martel, el cantante
preferido de la centroderecha argentina, recién llegado del Festival
Anticastrista de Miami. “Que vuelva la dictadura, que vuelva la mano dura”,
canta el Facha como un Sergio Denis beligerante, y corre a tomar un taxi antes
de que lo agarre el piquete.
D.C.: –Me divierte esa confusión que la derecha más estrecha
puede leer a su favor. Pero no hay que ser tan gil y pensar que todo el grupo
está atrofiado.
F.A.: –A mí, el piquete a control remoto no me gusta. Si eso lo
hace Laje, tal cual como está acá, lo matás.
D.C.: –¿Por qué? Si lo hace Laje, nosotros también
podemos. Y ya alguna empresa va a sacar el muñequito de Castells.
F.A.: –Así como no me río de los desaparecidos, no me río
de la política. Me río de otras cosas. Los políticos nos
vienen cogiendo desde hace años y años, y todos seguimos haciendo
chistes con la política. No me causa gracia. No tengo cultura política.
No soy Tato Bores.
D.C.: –Nunca direccionamos para el lado estrictamente político.
Mucho de eso es de Néstor Montalbano y Pedro Saborido (los mismos coguionistas
de Todo x dos pesos). Además, para mí todo es política...
Un chico se asoma por la ventana del bar: gol de Benítez. ¡¡¡2
a 1, Racing!!!
D.C.: –Bueno, me alegro.
Y se alegra de veras, sin estridencias.
¿Monosilábicos?
Durante la fiebre Todo x dos pesos, semiólogos, sociólogos y especialistas
de toda clase fueron convocados para explicar esa inexplicable lluvia de mails
que inundaba los estudios de Canal 9 (cuando levantó el programa) y luego
acompañó, a modo de tribuna festiva, el exilio (nunca tan exitoso)
hacia el canal estatal. Ahora, cuando de la fiebre apenas queda la tibia exaltación
post-estreno, es raro tener a Alberti y a Capusotto ahí sentados. Sin
los brillos y desenfrenos de la noche anterior parecen dos tipos serios, padres
de familia, actores concentrados en su trabajo. Y el contraste provoca cierta
incomodidad, sobre todo cuando viene acompañado de esa fama de “entrevistados
difíciles” que ambos ostentan. A Alberti, por ejemplo, se le endilgan
respuestas secas, cortantes o monosilábicas. A ver...
F.A.: –¿Te parece...? No, nos turnamos: los días monosilábicos
de él son lunes, miércoles y jueves. Yo me tomo sábado,
domingo y miércoles monosilábicos. Y así, más o
menos, vamos sacando las notas adelante.
Ahá. Gana y con simpatía. ¿Y Capusotto...? Ese cuerpo enjuto
de movimientos epilépticos, esa expresión imposible de tristeza
casi ancestral...
F.A.: –Paraaaaaaá... (Se ríe) ¡Lo vas a hacer llorar!
D.C.: –Hace tiempo que superé la tristeza que puede ocasionar mi
cuerpo. Ya no tengo que hacer ningún tipo de ejercicio para que se revierta
en otra cosa. Tengo un montón de demonios adentro, como cualquiera, pero
tampoco ando regodeándome en eso. Todo eso habita en mí... Tampoco
creo en esta vida descremada donde todo está bien y en realidad no hay
miseria, esa cosa de libro de autoayuda: “La vida es positiva”. Hay
un montón de miseria que a mí me duele.
F.A.: –Yo, en cambio, soy tan feliz...
D.C.: –Hay que trabajar siempre a partir de las contradicciones.
F.A.: –Yo a veces leo algo para enterrarme un poquito en el infierno; si
no, no lo conozco.
¿Qué leés?
F.A.: –No, no, yo estoy en la relectura, en todo caso. En el baño
agarro alguna página cualquiera, poesía, qué sé
yo. D.C.: –Yo estoy un poco enceguecido, así que opto por el sistema
Braille. Debe ser ceguera espiritual.
Legión Urdapilleta
La escuela Capusotto-Alberti se inscribe en una larga tradición local,
tantas veces reivindicada: Biondi, Olmedo, Tato Bores, más influencias
foráneas como Buster Keaton o los hermanos Marx. Pero si hay que elegir
un actor, hay coincidencia.
F.A.: –Para mí, en la Argentina existe un actor que es Alejandro
Urdapilleta, y después no hay más nada. Ni en la Argentina ni
en el mundo. Me da por las pelotas cuando alguien dice: “De Niro”.
¡Pero metételo en el orto a De Niro! El otro tuvo la mala suerte
de nacer en la Argentina.
D.C.: –Qué exagerado. Pero es cierto: Urdapilleta era uno de esos
tipos que ya en el Parakultural te daban ganas de estar arriba del escenario.
Fieles a sí mismos, Alberti y Capusotto parecen ajenos a todo. Salvo
a eso que se les nota, que no hace falta aclarar ni interpretar, pero que, por
las dudas, igual aclaran: trabajar juntos les encanta.
F.A.: –La televisión te separa. Después de un año
de no trabajar juntos, lo que más me gusta es reencontrarme con un grupo.
Y lo que más disfruto son los sketches que hago con Diego. Ya estoy podrido
de hacer el monólogo, el numerito. Estar solo en el escenario me rompe
las pelotas. Es un poco como dice Minimal: “Un hombre solo no puede hacer
nada”.
D.C.: –Coincido plenamente. La televisión tiene más llegada,
pero el teatro tiene algo más festivo. Lo que estamos haciendo hoy, con
todo escrito, con todo servidito, a mí me da más placer que si
lo estuviéramos haciendo en televisión.
F.A.: –Hacemos el teatro que no habíamos hecho antes por cuestiones
de tiempo, y de alguna manera nos encuentra distintos: Diego tiene 86 años
y yo, 84. Está bueno eso.
D.C.: –Y sí, ¡estamos bárbaros...! Después de
muchos años de televisión, un programa empieza a ser una carga.
Y a veces digo: “Bueno, esto que tenemos nos gusta, y es muy placentero
haber terminado”. La obra surgió de muchas idas y vueltas, después
de días sin que se nos ocurriera nada. Hace un mes y medio no sabíamos
que esto iba a estar terminado.
F.A.: –Y no está todo terminado... Tenemos el esquema, ahora hay
que empezar a laburar. Ya sacamos cosas de la función de prensa y cambié
todo un número de un día para otro. El teatro tiene que estar
vivo y hay que mantenerlo así.
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