MúSICA
Del maestro, con cariño
Sorpresa agradable: vuelve Prince, ¡y se llama Prince! Musicology, su nuevo trabajo, es un disco redondo, coherente, ajustado, elegante, profesional y complejamente sencillo. Lejos del delirio seudonímico y las ardientes supercherías sexuales de antaño, el gran soldado del funk resignó por fin el papel de ídolo teen y se asumió como clásico viviente. Salió y salimos ganando.
Por Rodrigo Fresán
Hubo un tiempo –los neonizados y flúo ochenta, yuppies por la mañana y las noches con raros peinados nuevos– en que Prince fue el Rey. Inabdicable y divino. Adorado por los negros y reverenciado por los blancos, y envidiado y admirado por todos los músicos de su generación. Un artista que había conciliado, aparentemente sin esfuerzo alguno o a fuerza de un talento sin fronteras, lo comercial con lo artístico, lo pop con lo cult, lo funk con lo psicodélico, lo alternativo con la lista de Billboard. Alguien que no paraba de escupir discos y canciones inolvidables y, hay que decirlo, filmar películas espantosas.
Y en algún momento pasó algo raro: Prince cambió su nombre por un simbolito hermafrodita, entabló batallas corporativas, sus discos se volvieron livianos y perecederos (nunca del todo malos, lo que era aún más irritante), tuvo un hijito deforme que murió a los pocos días de su nacimiento, se hizo Testigo de Jehová y El Artista Alguna Vez Conocido como Prince se encerró, como un Kane o un Hughes, tras las murallas de su mansión/estudio Paisley Park, en Minneapolis. Y fueron muchos los que lo olvidaron o prefirieron negarlo. Después, enseguida, el aluvión hip-hop-ghetto-gangsta con tiros y líos y cosa golda y chicas cantantes –tan parecidas a esas conejitas de color que alguna vez habían sido coristas de Prince– con nombres rarísimos. Así, el tipo que desde el ‘78 al ‘92 -gracias a Dirty Mind, 1999, Purple Rain, Parade, Sign ‘O’ The Times, The Black Album, entre otros, más ese triple de 1993, The Hits-The B-Sides, recopilación donde todos los hits son verdaderamente greatest– le había hecho decir a alguien que “esperamos el nuevo disco de Prince como alguna vez esperamos el nuevo disco de los Beatles”, desapareció sacando álbumes que ya a nadie le importaban. Así, el alguna vez número 1 indiscutible apenas alcanzó el número 67 en la lista de “Los 100 artistas musicales más importantes del siglo XX” que la revista inglesa Q propuso a finales de 1999.
Ahora –sorpresa que no tiene por qué sorprender demasiado: nunca se dudó de su talento, digamos que el tipo andaba algo mareado– todo parece indicar que este 2004 será el año de la segunda venida de Prince Rogers Nelson. Su nuevo disco –las doce canciones que conforman los casi 50 minutos de Musicology– es, de lejos y por mucho, lo mejor que ha hecho desde Diamonds and Pearls.
Y la portada –por supuesto, como corresponde– es horrible.
Pero sigo siendo el príncipe
Y con dinero o sin dinero, Prince hace siempre lo que quiere. Y –alegría– lo que ahora quiere Prince es justo lo que queríamos nosotros desde hace tanto tiempo.
Musicology arranca con el single Musicology. De entrada, Prince -cuarenta y cinco años de edad, más de un cuarto de siglo en el escenario y algo más de 100 millones de discos vendidos en todo el mundo– nos advierte que el cariñoso maestro está un poco enojado con sus alumnos, y que está aquí para dar una lección, para ejercer la disciplina y el reglazo en los dedos y el azote en el culo. Tal vez –como le ocurrió a Dylan durante alguno de sus varios retiros para poder regresar– Prince estuvo viendo y oyendo la tele y se tropezó con ese Hey Ya! de Outkast (uno de los hits más principescos de los últimos tiempos), o con las curvas de chicle de Britney Spears y Christina Aguilera, o con ese pechito plástico de Lenny Kravitz, y decidió que era hora de volver a reclamar la patente de lo que él había predicado desde la cresta de aquella nueva ola. Así que Musicology –con uno de esos riffs que se escuchan una vez y ya no se olvidan nunca– acusa y reprende y suspira un “desearía tener un dólar por cada vez que te preguntan si no extrañás la sensación que te producía la música tiempo atrás”, y enseguida enumera títulos de canciones sacras y dictamina que “con la excepción de Chuck D. y Jam Master Jay, ¿sabes qué? Todos van a perder, porque nosotros somos los auténticossoldados del funk”. Al final de la canción, Prince aparece moviendo el dial de una radio de la que se escapan fragmentos de Kiss y Sign ‘O’ The Times –¡en todas las emisoras pasan Prince!– y sonríe como un terminator con soul que primero anuncia “I’m back” y después dispara a quemarropa.
Y Musicology y Musicology (la canción) son el disparo de esta nueva salida, pero lo cierto es que hace un tiempito se apreciaban signos de tiempos mejores. Prince había vuelto a ser Prince en el jazzy-religioso The Rainbow Children (2001) y en el cuasiinstrumental N.E.W.S. (2003). Pero Prince volvió a ser Prince en serio meses atrás, en la ceremonia de los Grammy (donde se presentó tocando a espaldas y trasero de Beyonce) y en la ceremonia de su inclusión en el Rock and Roll Hall of Fame, donde se despachó con una versión de While my Guitar Gently Weeps que dejó a todos con la boca abierta y los oídos sangrando. Se sabe: el pequeño Prince -recordar su breve pero combustible concierto en Buenos Aires– funciona mejor en dosis homeopáticas y cultiva los k.o. en el primer round. Musicology –bajo contrato para la Sony Columbia, pero también disponible, canción por canción, en la web de este tipo astuto– produce y consigue el mismo efecto. La primera canción es tan buena que el resto es casi como un regalo inesperado.
Y no es que falten canciones buenas, de ésas en las que Prince toca todos los instrumentos o se apoya en una potenciada versión de su New Power Generation con los saxos sexuales de Candy Dulfer y Maceo Parker. Hay más de una que nos canta y cuenta sobre este nuevo Prince que es el mismo Prince de siempre. Hay preocupación política y denuncia sobre el estado de las cosas norteamericanas en Cinnamon Girl y Dear Mr. Man (donde se inquieta tanto por los problemas raciales como por la guerra de Irak); hay invitación a la festichola en Life ‘O’ The Party (donde le arroja un dardito a su viejo rival Michael Jackson con un “Mi voz llega cada vez más arriba, ¡y eso que nunca me operé la nariz!”); hay short-stories con personajes de los bajos fondos en Illusion, Coma, Pimp & Circumstance.
Pero lo que prima y enaltece son las canciones lentas y románticas. Curiosas cruzas de Marvin Gaye con Stevie Wonder donde Prince deja de lado su faceta de sexy motherfucker –ese animal mitológico mitad Cantinflas y mitad Piturro– para presentarse como amante dolido y melanco y sabio en joyas como Call my Name, o la formidable On the Couch, standard instantáneo en el que le ruega a su chica que, por favor, no lo haga dormir otra noche en el sofá del living, ¿sí? Y todo cierra con la epifánica y doméstica y matrimonial y monogámica Reflection, en la que un Prince nostágico –el descanso de un guerrero que no da tregua– se pregunta: “¿Te acordás de la época en que competíamos para ver quién tenía el afro más redondo?”, y se despide confesando que “a veces sólo quiero apoyarme contra la pared y tocar la guitarra y ver pasar los autos”. Así habla alguien que de aquí a unas décadas será una suerte de Johnny Cash para los suyos. Un viejo inmortal tocando en la puerta de su casa mientras contempla caer la más púrpura de las lluvias. Y ahora que lo pienso: si Musicology recuerda a algo es a la autorreinvención que Sinatra puso en práctica sin traicionarse cuando aceptó, resignado, que ya no le quedaba cuerda como ídolo teen: había llegado el momento de envejecer con gracia, de asumirse como próximo y futuro clásico viviente. Así, pensar Musicology –un disco redondo, coherente, ajustado, elegante, profesional y complejamente sencillo– como un Songs for Swingin’ Lovers o un Frank Sinatra Sings for Only the Lonely: un disco alegre y fiestero que sin embargo jamás niega la realidad de que el 31 de diciembre de 1999 ya es parte del pasado y que después de toda la joda hay que vaciar los ceniceros y lavar los vasos y echar a ese pesado que no se quiere ir y, ay, cómo puede ser que esté saliendo el sol justo cuando uno comienza a anochecer.
A la camita
Claro, ya no está el horno para seguir ardiendo como bestia sexual, y ésa es otra de las buenas noticias de Musicology. Aquí y ahora, Prince ha dejado de ser aquel animal en constante celo que solía lamer a sus chicas en los videos mientras movía un culito con tanga. Atrás quedaron el morbo que despertaron sus evoluciones horizontales con su ninfómana princesa consorte y contraparte hembra y blanca Madonna (la biografía no autorizada de J. Randy Taraborrelli informa que el choque de potencias no fue gran cosa: a Madonna le iba lo del orgasmo múltiple y terrenal, y a Prince la lentitud ascendente y espiritual) y aquel entusiasmo poco verosímil que nuestras amigas más fuertes decían sentir por el sátiro. Aprovecho para decirlo: chicas, nunca nadie les creyó eso de que Prince las ponía calientes.
De ahí la inquietud que produce el sticker que desde la portada de Musicology anuncia que el compact incluye el clip del tema Musicology. Porque una cosa es cierta y segura: a Prince mejor oírlo que verlo; mejor dejar para los fans de Porky’s y American Pie esos videos con alto voltaje hormonal y coeficiente sexual de quinceañero con acné y pelos en las manos.
Pero no: el video de Musicology también es una sorpresa agradable. Lo protagoniza un nenito con afro que entra a una vieja disquería, compra single y entrada para concierto de Prince, vuelve a su casa, pone el disco en un Winco, toca la guitarra de aire encerrado en su habitación y, finalmente, accede al escenario junto a su ídolo en un recital que se sale de madre y obliga a la policía a intervenir mientras Prince repite una y otra vez –y vuelvo a repetirlo yo– que él y los suyos son los auténticos soldados del funk.
Y tiene razón.
Bienvenido de regreso a las aulas.
La escuela está en orden.