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Domingo, 2 de mayo de 2004

NOTA DE TAPA

La mirada de los otros

La periodista Silvana Paternostro emprendió una tarea tan ambiciosa como arriesgada: escribir una biografía oral de Gabriel García Márquez. Para eso viajó durante tres meses por diferentes ciudades latinoamericanas entrevistando a amigos, parientes, vecinos, escritores, periodistas y compañeros de juerga. La primera entrega de ese trabajo es un increíble recorrido que abarca desde sus primeros pasos en Aracataca hasta su presente como celebridad, pasando por los años que pasó viviendo de prestado, las noches de farra, el enojo de algunos vecinos, las escenas más desopilantes que le depara la fama, la fascinación que despiertan en él los presidentes, susconversaciones sobre Faulkner con Bill Clinton, su amor por las prostitutas y las madrugadas en que debía empeñar el manuscrito de Cien años de soledad como parte de pago.

Por Silvana Paternostro

A fines del 2000 viajé durante unos tres meses por algunas ciudades de América latina –Barranquilla, Cartagena, Bogotá y México DF–. La idea era entrevistarme con amigos y parientes de Gabriel García Márquez y componer una biografía oral de él. La autobiografía constituye un aspecto central de los relatos de García Márquez, y me resultaba curioso consignar cómo las personas que conocieron a Gabo de joven (muchas de las cuales aparecen en sus obras) lo recordaban ahora.
La gente, hay que decirlo, fue muy generosa en sus recuerdos –todos, al parecer, se habían encontrado con el laureado Nobel– y pasé tardes enteras escuchando anécdotas. En Barranquilla charlé con vecinos de García Márquez en Aracataca (la ciudad que fue modelo de la Macondo de Cien años de soledad). Allí nació Gabo, y vivió con sus abuelos durante algunos años. Conversé también con amigos de Gabo en Sucre (de allí proviene la ambientación del asesinato en Crónica de una muerte anunciada), que fue a donde el autor se mudó con sus padres al cumplir los trece.
Rafael Ulloa es un pariente lejano de García Márquez. De pronto, apareció una tarde con una carpeta repleta de artículos periodísticos bajo el brazo, e insistió en obsequiarme la única copia que tenía de un suplemento especial que El Heraldo (el periódico en el cual había trabajado García Márquez en Barranquilla; allí escribía una columna tan mal paga que con ese dinero sólo pudo alquilar un cuarto de hotel alojamiento) publicó al recibir su ex colaborador el Premio Nobel en 1982. Otra tarde, Juancho Jinete arrastró a Enrique Scopell y, durante dos horas y dos botellas de whisky, revivieron al escandaloso grupo de escritores, artistas y periodistas con los cuales García Márquez trabó amistad al llegar a Barranquilla en 1950: Alejandro Obregón, Álvaro Cepeda, Germán Vargas, Alfonso Fuenmayor y el padre de Alfonso, José Félix. García Márquez solía mostrarles los bosquejos iniciales de Cien años de soledad en Japi, un bar en donde, tal como me ha asegurado uno de estos señores, se embriagaba Faulkner mientras vivió en Barranquilla. García Márquez ha dicho que ellos fueron los primeros y últimos amigos que tuvo. Pero la soledad del escritor siempre debe contar con esa clase de compañía.
García Márquez se mudó a Bogotá en 1953 para trabajar en El Espectador. Allí me junté con José Salgar, célebre editor de aquel periódico. Me dijo que García Márquez lo había llamado antes, esa misma semana, para refrescar detalles de una anécdota que quería convertir en relato. Fue un momento incómodo: sentí como si estuviera compitiendo con Gabo por su propio pasado.
Así es que cuando alguien me preguntó de qué vivía –en momentos previos a partir rumbo a México para entrevistar a quienes habían conocido a García Márquez durante los dieciocho meses que pasó refugiado, usando un mameluco de mecánico, en un cuarto construido por su esposa Mercedes en su propia casa– respondí, mitad en broma y mitad en serio, “de acechar a García Márquez”.
El primer volumen de la trilogía de las memorias del laureado Nobel ya fue publicado. Vivir para contarla, que son los recuerdos del autor sobre los años documentados por amigos y parientes en las páginas que siguen a continuación, exhibe este epígrafe: “La vida no es lo que uno ha vivido sino lo que uno recuerda de ella y el modo en que decide contarla”.


I
Eduardo Marceles Daconte: Mi abuelo, Antonio Daconte, vino de Italia e instaló un almacén de ramos generales en Aracataca, que pronto se convirtió en lugar de reunión. Trajo consigo un fonógrafo y un gramófono, y proyectaba películas en el patio de su casa. Le enviaban las películas en tren desde Santa Marta. El abuelo de García Márquez lo visitaba a menudo –bebían café e intercambiaban ideas–. A veces traía a casa a su nieto. La gente de Aracataca utilizaba velas y lámparas de querosén. Solíamos estar a oscuras –recuerdo que caminaba ayudado por una linterna– y siempre había alguien que contaba cuentos de terror. Sentía un terror mortal cuando regresaba hasta mi casa en esa horrorosa oscuridad para acostarme. Gabo recuerda aquellos relatos porque tiene una memoria de elefante.
Rose Styron: Gabo me dijo que su abuela era la gran narradora de cuentos en la familia, y que aprendió de ella. Opina que contar cuentos es algo congénito y hereditario.
Carmelo Martínez: A su familia la querían bien. Su madre era de ascendencia blanca, de linaje pobre pero respetado. El padre de Gabo era un indiote oscuro, pero no un negro-negro, y tenía un lunar gordo en la cara. ¡Qué imaginación tenía ese hombre! Yo creo que Gabo se la debe a él. El viejo pasaba todo el día dándole vuelta en su cerebro indio a la idea de que iba a ganar la lotería.
Guillermo Angulo: Su mayor fuente de inspiración fue, sin lugar a dudas, su abuela. Uno de sus parientes se estaba peinando, y la abuela le advirtió que no se peinara de noche, porque un navío iría a naufragar.
Rafael Ulloa: Yo creo que su grandeza radica en su profusa imaginación. Una imaginación con la cual revela al mundo cosas improbables, pero a la gente le gusta el modo como las dice. Un saltamontes metálico, por ejemplo, que salta de ciudad en ciudad por las orillas del río Magdalena. Y así la tecnología conecta con las langostas. Hace poco hablaba con unos amigos y nos acordábamos de las lloronas, las mujeres contratadas por dinero para lamentarse y llorar por los muertos. Gabo recordaba a una llamada Pachita Pérez, que era la campeona de las lloronas. Y dijo que tenía un llanto tan poderoso que podía resumir la vida entera del cadáver en un solo alarido.
Eduardo Marceles Daconte: Antes nadie sabía dónde quedaba Aracataca; García Márquez la puso en el mapa. Obviamente, cambió la vida de la ciudad. Los turistas comenzaron a visitarla. Y se abrió una cadena de restaurantes. La economía de la ciudad se vio modificada porque la gente que iba allí se quedaba a almorzar o a dormir en los hoteles. La casa donde él nació fue declarada museo.
Juancho Jinete: Un día apareció un gringo y me pidió que lo llevara al lugar exacto donde ocurrió el asesinato en Crónica de una muerte anunciada. Y esto fue en los momentos en que la obsesión por la marihuana alcanzaba sus mayores picos. Le dije: “Si te ven así, van a pensar que vas a comprar droga, entonces te van a dar una paliza y te van a robar todo”. Lo vestimos, le conseguí un sombrero típico, y su aspecto cambió por completo. Un montón de gente ya pasó por aquí buscando a Macondo.


II
Matín Rojas Herazo: El Universal comenzó como un acto de amor. Era apenas una página, pero intentábamos sacar algo. Quedaba en el primer piso de un pequeño edificio viejo de dos pisos. Todo nos influía. Estábamos hambrientos de conocimiento. La ignorancia es el mejor estímulo para el proceso creativo. Y ésa era la máxima de Sócrates: “Sólo sé que no sé nada”. Cada ser humano tiene que sufrir la ignorancia: disfrutarla y convertirla en algo creativo. Como el amor: tiene que hacerte sufrir.
Rafael Ulloa: Cuando Gabo vivió en Barranquilla, iba a visitar a mis tías y yo lo veía allí. Al principio, nadie le prestaba atención. Se comportaba como un psicótico. Se vestía horrible: nunca usaba medias, siempre andaba en guayaberas. Le decían Trapito.
Enrique Scopell: La persona que guió a Gabo fue José Félix Fuenmayor. Íbamos su casa y José le hablaba de literatura. Álvaro leía a Faulkner, que por aquel entonces estaba de moda.
Matín Rojas Herazo: Álvaro decidió ir al “Sur Profundo” norteamericano para ver a Faulkner. Solía sentarse en la puerta de su casa, bebiendo. Bebía y bebía hasta que se preguntó qué le diría a Faulkner cuando lo viera. Le dio miedo y se fue.
Enrique Scopell: Álvaro le pasaba a Gabito sus libros de Faulkner. Y él luego se los devolvía, pues Gabito no tenía dinero ni cultura. Hoy está muy instruido pero no nació culto. No era su culpa, pues nació pobre. Tanto más heroico. Consiguió ser lo que es en virtud de él mismo. Hoy se atreven a compararlo con Shakespeare y Cervantes. ¿Qué más puede uno desear?
Juancho Jinete: Vivía en Barrio Abajo. Alquiló un cuarto porque le pagaban dos pesos por artículo. A veces escribía su columna en el segundo o tercer piso de El Heraldo, que estaba en frente de un burdel. Desde el cuarto de Gabo se veía a una mujer atendiendo a sus clientes, y a veces la pobre dejaba las ventanas abiertas de par en par para refrescarse.
Enrique Scopell: Nos juntábamos a la tarde y contábamos cuánto dinero teníamos. Yo tenía unos treinta y cinco centavos, Álvaro tenía cincuenta, Alfonso veinte, y Gabito no tenía una mierda. Germán, que trabajaba en la oficina del inspector de hacienda, llegaba a los quince centavos. Íbamos a la Librería Mundo y al bar Japi, que quedaba cruzando una puerta, y pedíamos una botella de ron blanco y otra de soda de tamarindo. Nos costaba veinticinco centavos, e incluía un limón. Bebíamos tres botellas de ron y volvíamos a casa bien borrachos. Todos los días. Gabito se traía Cien años de soledad bajo el brazo. Alejandro y Álvaro decían: “Ahí viene de nuevo ese garronero a hablar de literatura”. Estaba siempre con nosotros en Japi, pero él casi no bebía. Oía nuestros relatos y luego los escribía. Cuando salió publicada Cien años de soledad, yo no la leí, porque la había leído cientos de veces: todos los días nos leía algo de lo que había escrito la noche anterior.
Rafael Ulloa: Salía con los conductores de taxi y le gustaban las putas. Las adoraba. Se quedaba por los bares de la Calle del Crimen y bebía con las mujeres, y después resultaba que no tenía dinero para pagar esos tragos y tenía que dejar su manuscrito como pago.


III
José Salgar: Gabo llegó a El Espectador con algo de fama, pero mantuvo la humildad del reportero típico. Era un poco torpe; venía de la costa, era provinciano y tímido. Llegaría con bolsas bajo sus ojos y el pelo sin peinar porque escribía esa cosa durante toda la noche. Le dije que no podía trabajar así. Que le torciera el cuello al cisne y que tenía que incorporar en el verdadero periodismo esas cosas que estaba inventando.
Juancho Jinete: Él escribió algo sobre el naufragio de un navío que perteneció a la marina, que llevaba mercancías pasadas de contrabando y lanzó a uno de los marineros jóvenes al agua. Escribió un artículo que nadie se atrevió a escribir en este país, porque se ocupó de las Fuerzas Armadas.
Guillermo Angulo: Debe haber sido alrededor de 1955, fui a buscarlo a El Espectador y me dijeron que se había ido como corresponsal a Europa y a estudiar cine en el Centro Sperimentale en Roma. Terminó en un fracaso estrepitoso. No escribió ni un solo film ni guión bueno. Sus ideas son maravillosas, pero su escritura no se puede utilizar para hacer películas. Parece demasiado pedirle a Gabo que sea un gran cineasta además de un gran escritor. Yo iba a estudiar en el mismo lugar, así que cuando llegué allí fui a buscarlo. Me había dejado una carta donde me decía que había abandonado Roma por París.
Plinio Apuleyo Mendoza: Condujimos de París a Europa Oriental en un Renault 4. No pudimos conseguir las visas para viajar a la Unión Soviética, así que nos hicimos pasar por un grupo de música colombiano que debía presentarse en Moscú. Dormíamos en el coche. Un día Gabo se despertó y me dijo: “Maestro, estoy triste. Maestro, soñé algo muy triste”. Le pregunté de qué hablaba y me contestó (triste): “Soñé que el socialismo no funcionaba”.
Guillermo Angulo: Llegué al Hotel de Flandres. Enfrente vivía un poeta cubano, negro: era Nicolás Guillén. Estaba exiliado y vivía en un hotel más patético que el mío. Lo veía salir todos los días y regresar con el pan bajo el brazo. Cuando llegué al hotel, una señora me dijo que García Márquez se había ido de viaje, detrás de la Cortina de Hierro. Creí que nunca lo iba conocer. Pedí el cuarto más barato que tuviera y avisé que me iba a quedar por lo menos tres meses. Me dio una habitación en el piso más alto. Era incomodísimo: cada vez que te levantabas te dabas la cabeza contra el techo. Hasta que un día alguien llamó a la puerta. Apareció un sujeto vistiendo un suéter azul y una bufanda larguísima, enroscada varias veces al cuello. Me dijo: “Maestrico, ¿qué hace usted en mi cuarto?”. Era Gabo y así nos presentamos. Tengo una foto que nos sacamos en ese preciso instante.
Plinio Apuleyo Mendoza: En el cuarto tenía su máquina de escribir. Mi hermana se la había vendido por cuarenta dólares. De la pared colgaba una foto de Mercedes, su novia colombiana.
María Luisa Elio: Él conoció a Mercedes cuando ella era muy pequeña. Una vez, tendría unos once años, estaba en la farmacia de su padre y apareció el Gabo. Y le dijo: “Cuando estés más grandecita, me voy a casar contigo”. Y en efecto, cuando fue mayor, él insistió: “Te vas a casar conmigo porque yo voy ser alguien muy importante”.
Guillermo Angulo: Un día los muchachos del bar La Cueva le enviaron una postal con palmeras y sol. Detrás escribieron: “Huevón, allá te estás muriendo de frío y acá la estamos pasando excelente a pleno sol. Volvé de una vez”. Se lamentó de que la travesura no haya incluido el envío de algo de dinero, y arrojó la postal a la mierda.
Enrique Scopell: Antes no se podía enviar dinero por correo. Álvaro entonces introdujo noventa dólares, yo en cambio, unos diez. La plasticola era pésima y Álvaro pegó los cien dólares.
Guillermo Angulo: Muy pronto, Gabo recibió otra carta. Decía: “Sos tan imbécil que ni siquiera habrás visto los cien dólares”. Entonces fue abajo, donde el hotel guardaba su basura. Imagínense, los condones, toda esa basura... recuperó la postal. Cien dólares. Era sábado, y ese día era dificilísimo cambiar dólares por francos a una buena cotización. Estaba desesperado porque tenía hambre, así que comenzó a averiguar dónde podría cambiar el dinero. Alguien le contó de una amiga llamada La Pupa que acababa de llegar de Roma, después de que le pagaran su sueldo. La fue a ver –era invierno, y Gabo estaba todo envuelto, como siempre– y La Pupa abrió la puerta y una corriente de aire cálido lo saludó desde el interior de un cuarto bien calefaccionado. La Pupa estaba desnuda. Ella no era bonita, pero tenía un gran cuerpo y, como era mujer, se sacaba las ropas sin ninguna provocación. Entonces La Pupa se sentó –lo que más le molestaba a Gabo, según su relato, era que ella hacía como si estuviera vestida–, cruzó las piernas y comenzó a hablar de Colombia y de los colombianos que ella conocía. Él empezó a contarle cuál era su problema, ella lo entendió y fue buscar en un pequeño armario que tenía en el cuarto. Gabo se dio cuenta de que ella quería que él se desnudara, pero Gabo quería comer. Fue a comer y se llenó tanto que estuvo enfermo por una semana con indigestión.
José Salgar: Cerraron el diario y él se quedó pegado en Europa. Después me escribió y me contó todo sobre las experiencias dolorosas que tuvo en París. Las cartas eran muy largas, más todavía porque las alargaba pidiéndome que le consiguiera el cheque que el diario le debía, porque insistía en que ése era su único medio de vida. Me llamó el otro día y me preguntó si recordaba cualquier cosa sobre esas cartas. Mi respuesta fue, bueno, muy triste. Le dije: “Yo tiraba todo lo que llegaba al diario y no se imprimía”.
Santiago Mutis: ¿Qué le dio París? París le dio un confinamiento brutal, y una manera de preguntarse quién era, qué hacía. Se cae de bruces con la cara contra el suelo, y se da cuenta de que es lo que siempre ha sido: un hombre de Barranquilla, de Cartagena, de Aracataca. El Gabo de hoy –no sé por qué– es un Gabo que se fabrica a sí mismo. Ahora él cuenta esta historia y es literaria, lo que no significa que sea verdadera.


IV
Rafael Ulloa: Había alcanzado cierto prestigio como periodista. Pero comenzó a hacerse un nombre cuando ganó el premio Esso por La mala hora. Ahí comenzó todo.
Guillermo Angulo: Yo tengo la culpa del primer premio que recibió Gabo. Un día noté que había una competencia y que el primer premio era de 15 mil pesos. Bastante para comprar un coche. Gabo ya se había hecho un nombre como periodista, y aunque él todavía no había hecho nada de primer orden en el sentido literario, la gente ya conocía La hojarasca. Lo respetaban, más por las expectativas que por los logros. Me envió su novela, que vino atada con una corbata. La llamaba Esta ciudad de mierda. Yo le saqué esa página, y le dije que había llegado sin título. Yo sabía que con un título como ése nunca conseguiría el premio. Después le puso La mala hora.
Juancho Jinete: Entonces ganó un premio en Venezuela, el Rómulo Gallegos. Vino a recibir el premio y salió la noticia en el diario de que había dado el dinero del premio a la revolución.
Alberto Zabaleta: Soy amigo de la ciudad donde nació García Márquez. Llegué a conocer muy bien la casa en donde nació. Había parras y malezas en el patio. Después me enteré por El Espectador de que él había ganado el premio de Rómulo Gallegos de literatura por cien mil dólares y que los había dado como regalo a los presos políticos. Entonces ganó otro premio y dio ese dinero a otros presos. Sin embargo, él había visto la condición deplorable en que estaba la casa donde había nacido. Lo mismo pasaba con la ciudad, que necesitaba un acueducto y una escuela. Y allí estaba él, dándole el dinero a otra gente. Entonces escribí una canción donde decía que hay que amar la tierra donde nacimos y que hay que hacer que García Márquez se entere de eso. Después me lo encontré y me dijo que la canción era buena y que había estado tres meses enojado porque la canción había tenido tanto éxito.
Imperia Daconte de Marceles: Nunca estuvo de nuevo en Aracataca. Apareció una noche, cerca de las doce, en un coche con las ventanas oscuras, y condujo alrededor de la ciudad con algunos amigos, pero nunca vino de nuevo... Logró tanto y sin embargo nunca hizo nada por Aracataca.


V
María Luisa Elio: Después de una conferencia, fuimos en grupo a la casa de Álvaro Mutis. Gabriel estaba al lado de mío y empezó a hablar. Cuando llegamos, todos habíamos escuchado el relato de Gabo. Yo estaba tan fascinada con lo que había contado que recuerdo haberle dicho: “Contame más, ¿qué sucede luego?”. Entonces me relató entera Cien años de soledad. Desde el comienzo. Recuerdo que me habló sobre un sacerdote que levitaba, y yo le creí. Me repetía a mí misma: ¿cómo puede levitar un sacerdote? Después de haberme contado todo el librote, le dije: si escribiste un libro así, tenés que escribir la Biblia. Me dijo: “¿Te gustó?”. Y yo le contesté: “Es fascinante”. Así que me dijo: “Bueno, es para vos”. Yo creo que me vio escucharlo con tanta inocencia que pensó: “En fin, le dedicaré mi libro a esta idiota”.
Guillermo Angulo: Gabo tiene algo que no existe en Colombia: disciplina. Antes de casarme, tuve una noche muy desafortunada: tenía dos mujeres. Es lo peor que le puede pasar a un hombre, porque no hay nada que uno pueda hacer. Pensé que Gabo tendría una solución. Fui a verlo y me espetó: “Tengo que corregir el capítulo III”.
María Luisa Elio: Me llamaba por teléfono. Insistía: “Voy a leerte un fragmento y quiero que me digas qué pensás”. O: “Te voy a contar cómo están vestidas las mujeres. ¿Qué más creés que deben usar?, ¿de qué color debe ser el vestido?”. Era maravilloso.
Enrique Scopell: Es muy tenaz. Estuvo como veinte años con Cien años de soledad... La envió a Argentina, a México y a España. En los tres países se la rechazaron. Los españoles y los mexicanos le dijeron que no estaban interesados; los argentinos, que se dedicase a otra cosa.
Enrique Scopell: Esa novela no es para nada buena. Una novela ruidosa sobre modos y costumbres locales. Yo estoy seguro de que la gente de Bogotá no entiende ni la mitad. No hay nada imaginativo. Quiero decir, uno puede decir esto o aquello sobre Romeo y Julieta, pero, ¡por Dios!, al menos habla de amor.
Santiago Mutis: Todo el mundo la entiende porque es una epopeya, es una Biblia. Cuenta una historia de la vida desde el comienzo hasta el fin, con una verdad muy colombiana. Es la vida tal como se la vive aquí. Pues Colombia es un país mágico; y la gente cree en eso.
Ramón Illan Bacca: Aquí en la costa uno oye tantas cosas que de algún modo son realismo mágico, pero que de todos modos son parte de nuestra cultura. Por ejemplo, le cuento una historia que relato en mi novela. El profesor Darío Hernández estaba en Bruselas estudiando piano, como el resto de la gente bien de Santa Marta. Llegó a interpretar unas piezas ante la reina Astrid. Volvió en 1931 o 1932. Naturalmente, en el club de Santa Marta, que acababa de ser inaugurado, le pidieron que tocara algo. Interpretó el “Claire de lune”. Le pidieron que tocara algo más, y tocó la “Polonaise” de Chopin. Después fue el “Sueño de amor” de Liszt. “Bueno, eso es lo que fuiste a aprender a tocar allá –le dijeron–, pero ahora hay que tocar ‘Puya, puyarás’ –que era una canción local–.” Darío se sintió muy insultado y cerró de golpe la tapa del piano y dijo: “Esta ciudad nunca más me oirá tocar una sola nota”. Tenía unos treinta años, vivió más de noventa en una casa que compartió con dos tías. Le puso algodón en las cuerdas al piano, de modo que la única cosa que la gente pudiera oír fueron las palmadas cuando practicaba cada mañana. Si esto no es realismo mágico, ¿qué es?, ¿eh?
José Salgar: Uno puede inventar fantasías. Él escuchaba a su abuelo contar cuentos, cuentos con el realismo mágico de la costa, así que él tenía todo eso en su cabeza. Entonces sus profesores de la literatura le dijeron que leyera esto y aquello, y él se dijo que si ellos podían hacer eso, entonces él podría hacer lo mismo con los cuentos de su abuelo. Ésa es la primera chispa del realismo mágico. El realismo mágico significa decir las cosas con exactitud –empezar por la realidad y después realzarla–. Este fenómeno, creado por García Márquez, consiguió embellecer la lengua periodística. Le agregó belleza a la verdad. El ejemplo más clásico puede ser la vez en que Gabo pidió hablar con el Papa por presos cubanos. Una condesa polaca en Roma lo llama a París a las 5 de la mañana y le dice que tiene que partir inmediatamente porque ella le ha conseguido una cita a las 7 de la mañana. Dejó París y se encaminó a Roma. Pienso que un amigo le prestó un blazer que era demasiado estrecho para él. Los guardias suizos del Vaticano lo dejaron pasar, y allí estaban el Papa todo en blanco y Gabo todo en negro. Hicieron contacto visual. Gabo notó un piso de madera muy brillante y una mesa, hacia donde fueron. Las puertas fueron cerradas. Entonces estaban a solas. Recuerdo que Gabo me dijo: “¿Qué pensaría mi mamá si ella me viera aquí?”. Esa tarde Mercedes le preguntó cómo había ido y si había pasado algo raro. Él dice que no, que no cree. “Pero espera, está la historia del botón –añade–. El blazer estaba muy apretado, y cuando me incliné para saludar al Papa, el botón saltó. Podía oírlo tintinear debajo de la mesa. El Papa se inclinó tanto que pude verle las sandalias, y entonces de golpe se enderezó: tenía el botón en la mano y me lo dio. Cuando salíamos del cuarto el Papa no sabía abrir la puerta. Tuvo que llamar al guardia suizo. Nos habían dejado encerrados y el Papa no sabía cómo salir.” La historia crecía y crecía, y así incluyó a la condesa, y de golpe ya teníamos otros Cien años de soledad.
Ramón Illan Bacca: Bien, todos cocinamos con perejil, pero hay siempre un cocinero que lo lleva a un nivel artístico, ¿no? En esto consiste el genio.
Juancho Jinete: Obregón fue a visitar a Gabito en México. La dirección que él tenía era una zona donde vive la gente rica, como las estrellas mexicanas. El día que lo fue a visitar era el día que Gabo ganó el Premio Nobel. Apenas llegó a la dirección, había flores por todas partes, y pensó: “¡Dios! ¡Es el velorio!”.
Matín Rojas Herazo: Apenas vino el Nobel, Colombia se puso loca. Todos hablaban de Gabito. Esto debe haberlo cambiado. Llegó el momento en que tuvo que ser fiel al éxito que había alcanzado.
Ramón Illan Bacca: Los críticos y los periodistas lo adoran. Eran una presencia horrible sobre todos nosotros que intentábamos escribir. Pero la gente está siempre muy interesada en los grandes autores. ¿Qué no se ha escrito sobre Thomas Mann?
María Luisa Elio: ¿Estuviste caminado con él por la calle? Las chicas se le arrojan. Debe ser molesto. Es un fenómeno que no ocurría con Octavio Paz. Y yo con Octavio no estuve una sino mil veces, y nunca vi a gente que se arrojara hacia a él para darle un beso o para preguntarle si era o no Octavio Paz. García Márquez es un fenómeno muy especial.
Eliseo Alberto: Caminaba con Gabo por Cartagena y oímos a alguien que gritaba su nombre: “Gabo, Gabo, Gabo”. Nos dimos vuelta y vimos esta pareja de jóvenes. La muchacha empujaba al chico. Cuando estuvieron junto a Gabo, ella lo tomó del brazo y le dijo: “Gabo, ayúdame por favor. Él no me cree. Gabo, ¿podrías decirle que lo amo?”.
Oderay Game: Cuando vivía en Madrid, solía llamarme y decirme: “Voy a Madrid por tres días. Sé que tenés amigos en la prensa así que no digas que voy”. Luego de tres días de anonimato, me decía: “Hey, no aguanto más. Vamos a una librería para ver si hay alguien que me pide autógrafos”.
Jaime García Márquez: Cuando viene a Colombia no tiene descanso. Hace algunos años, en pijama los dos, lo llamaron porque el presidente quería hablar con él.
William Styron: Aunque no escuché muy bien, entiendo suficientemente el castellano para saber que Gabo y Carlos se comprometieron para debatir sobre el embargo a Cuba. Eran, los dos, unos apasionados en relación al embargo. Clinton se resistía a hablar sobre eso. Entonces Bill Luers, ex diplomático y el que estaba sentado al lado de Clinton, reparó en su mirada y giró la conversación hacia tópicos literarios. El tono en la mesa se modificó por completo. Alguien, quizá Bill Luers o Clinton, propuso que cada uno dijera cuál era su novela predilecta. Los ojos de Clinton se encendieron. Recuerdo que Carlos dijo que la suya era el Quijote. Gabo, El conde de Montecristo, y enseguida ofreció una explicación. Dijo que era la novela perfecta. Te deja atónito, es decir, no es sólo un melodrama, es realmente una obra maestra universal. Yo mencioné Huckleberry Finn. Finalmente, Clinton mencionó El sonido y la furia. Inmediatamente, para nuestro total asombro, comenzó a pronunciar una conferencia mínima acerca de la influencia de Faulkner en su vida y a citar extensos pasajes del libro. La conversación pasó a ser entre Gabo y Clinton. Gabo dijo que sin Faulkner él no podría haber escrito ni una sola línea, que Faulkner fue su inspiración directa, que hizo una especie de peregrinaje a Oxford, Mississippi, etc. Así que el encuentro fue todo un éxito, aunque no desde el punto de vista político.
Guillermo Angulo: La fama y el dinero hacen que la gente cambie. Uno no puede comparar al Gabo de antes con el de hoy. Hoy él es más distante; Gabo tiene una extraña tendencia: adora el poder, ya sea el poder económico o el poder político. Ama esa clase de cosas. Una vez, el general Omar Torrijos (ex dictador de Panamá) le dijo a Gabo que él adoraba a los dictadores. Gabo le preguntó por qué. “Porque sos amigo mío y de Castro.”
William Styron: Pienso que en muchos aspectos existe algo excéntrico en Castro, que lo distancia de los otros dictadores. Cuenta con un cerebro fascinador, flexible y retorcido. Pienso que a Gabo le atrae eso. Recuerdo una pequeña anécdota que me contó. Había una delicada crisis –no recuerdo cuál– que convocó al mundo del periodismo en la isla. Gabo viajó allá –desde Ciudad de México, creo–. Cientos de periodistas colmaron el aeropuerto. Fidel esperó a Gabo y caminaron juntos hasta una antesala en el mismo aeropuerto. Se pasaron media hora hablando. Al final salieron a enfrentar a los periodistas. La primera pregunta, por supuesto, fue para Gabo: “¿Podríamos saber de qué hablaron todo este tiempo?”; Gabo contestó: “Nos peleamos sobre nuestros platillos preferidos”.
Guillermo Angulo: Gabo se jacta de que existen nueve jefes de Estado a los que puede llamar por teléfono, y de que es amigo de los Clinton.
William Styron: Tuvimos una charla interesante sobre los presidentes. Coincidimos en la atracción fatal que ejercen sobre nosotros.
William Styron: Gabo no podría existir en el mundo anglosajón. No tenemos ninguna tradición verdadera. No es que a los escritores, en un cierto grado, no se los respete en este país. Son respetados, pero no hasta el punto de que se los venere. Carlos Fuentes y Octavio Paz tenían ese efecto en México. Mario Vargas Llosa estuvo cerca de convertirse en el presidente de Perú. Gabo

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