Dom 09.05.2004
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CINE

Un artista del hambre

A mediados de los años sesenta, el brasileño Glauber Rocha dijo no al imperialismo narrativo de Hollywood, no al paternalismo europeo sobre el tercer mundo, no a la piedad del humanismo, y emprendió uno de los proyectos más ambiciosos de la cultura latinoamericana moderna: forjar una estética cinematográfica nueva, radical, capaz de dar cuenta de la miseria y la exclusión sin caer en el folklore, el exotismo o la denuncia. Glauber Rocha: del hambre al sueño, el ciclo del Malba que homenajea a lo largo de todo mayo al notable cineasta brasileño, permite asomarse a una experiencia única que sigue interrogando el presente del cine y la política de América latina.

POR IVANA BENTES

Nunca como hoy hubo tanta circulación y consumo de imágenes de pobreza y de violencia, imágenes de excluidos, de comportamientos llamados “desviados” o “aberrantes”. La violencia y la denuncia de crímenes se volvió casi un género periodístico. Lo que sería interesante si esas imágenes no aparecieran frecuentemente descontextualizadas, y si no se presentara la violencia como “generación espontánea”, sin relación con la economía y las injusticias sociales, tratada de forma espectacular, como acontecimiento sensacional, folletín televisivo y reality show para ser consumido con placer.
La prohibición modernista del Cinema Novo (algo así como “no gozarás con la miseria del otro”) generó una estética y una ética de lo intolerable para tratar los dramas de pobreza, en un contexto en el que los excluidos eran vistos positivamente como “rebeldes primitivos” portadores de una ira revolucionaria, y en el que el cine se proponía deconstruir el paternalismo europeo, el exotismo y el pietismo, para generar una “Estética del hambre” y una estética de la violencia: la posibilidad de tratar la miseria y los dramas de pobreza sin convertirlos en productos de consumo inmediato, meros entretenimientos o folklore.
En “Estética del hambre”, un texto escrito para un encuentro en Génova, Italia, Glauber Rocha realizó una transformación radical. Allí abandonaba el discurso político-sociológico de “denuncia” y “victimización” de la pobreza, habitual en las décadas del sesenta y del setenta, para darles un sentido afirmativo y transformador a los fenómenos ligados con el hambre, la pobreza y la miseria latinoamericanas, buscando revertir las “fuerzas autodestructivas máximas” en un impulso creador, mítico y onírico.
El de Glauber es uno de los más bellos esfuerzos de pensamiento y de intervención política del cine brasileño moderno. En “Estética del hambre” tematizaba con urgencia y virulencia, hasta con rabia, el “paternalismo de los europeos en relación con el tercer mundo”. Analizaba el “lenguaje de lágrimas y sufrimiento mudo” del humanismo, un discurso político y una estética incapaces de expresar la brutalidad de la pobreza, transformando el hambre en “folklore” y en llanto conformista.
Un texto valiente, contrario a cierto humanismo piadoso, contrario a las imágenes-cliché de la miseria que hasta hoy alimentan el circuito de información internacional. Allí, Glauber plantea una pregunta que, para mí, no fue superada o resuelta por el cine brasileño, ni por la televisión, ni por el cine internacional, y que todavía conserva su actualidad.
La pregunta ética es: ¿cómo mostrar el sufrimiento, cómo representar los territorios de la pobreza, los desheredados, los excluidos, sin caer en el folklore, el paternalismo o el humanismo conformista y piadoso?
La pregunta estética es: ¿cómo desarrollar un nuevo modo de expresión, comprensión y representación de los fenómenos ligados a los territorios de la pobreza, del sertâo y la favela, de sus personajes y sus dramas? ¿Cómo llevar estéticamente al espectador, dentro o fuera de América latina, a “aprehender” y experimentar la radicalidad del hambre y de los efectos de la pobreza y la exclusión? La respuesta de Glauber es: a través de una Estética de la Violencia. Violentar la percepción, los sentidos y el pensamiento del espectador, para destruir los clichés (sociológicos, políticos, de comportamiento) sobre la miseria.
No se trata de la violencia explícita (o estetizada) del cine de acción sino de una carga de violencia simbólica que instaura momentos críticos en todos los niveles de percepción. Eso es lo que hizo Glauber en Dios y el diablo en la tierra del sol, en Tierra en trance, o en La edad de la Tierra. En fin: en todos sus films. Se alejó del realismo crítico y la narración clásica, instaurando una especie de apocalipsis estético que sacara al espectador de su inmovilidad. Esa propuesta, que produjo clásicos como Vidas secas, Río 40 grados o Los fusiles, ha sido desplazada por la incorporación de temas locales (tráfico de drogas, favelas, sertâo) en una estética transnacional, en un lenguaje post-MTV, en un neorrealismo que tiene como fundamento altas descargas de adrenalina, reacciones por segundo como efecto del montaje, inmersión total en las imágenes. O sea: los mismos fundamentos del placer y la eficacia del film norteamericano de acción, donde la violencia y sus estímulos sensoriales son casi del orden de lo alucinatorio, un gozo imperativo y soberano de ver, infligir y sufrir la violencia.
La idea (rechazada por las películas de Glauber) de expresar el sufrimiento o lo intolerable en medio de un bello paisaje, o de glamorizar la pobreza, resurge en algunos films contemporáneos donde el lenguaje y la fotografía clásica transforman el sertâo en un jardín o museo exótico, que puede ser “rescatado” para el gran espectáculo. Es lo que se ve en películas como Guerra de Canudos de Sérgio Rezende, El cangaceiro de Aníbal Massaini y, más recientemente, en Estación central de Walter Salles o Ciudad de Dios de Fernando Meirelles. Ciudad de Dios (2002), adaptación de la novela de Paulo Lins, es la expresión suprema de ese “neo-brutalismo”, que toma como referencia, entre otros, los films de gangsters, las sagas de la mafia, la épica espectacular y la estética MTV.
Se pasa de una “estética” a una “cosmética” del hambre, de las ideas en la cabeza y la cámara en mano (un cuerpo a cuerpo con lo real) a la steadycam, a la cámara que surfea sobre la realidad, signo de un discurso que valoriza lo “bello” y la “calidad” de la imagen y, todavía, el dominio de la técnica y de la narrativa clásicas. Un cine “internacional popular” de tema local, histórico o tradicional y formato estético “internacional”. Folklore-mundo.
“Favela Chic” es el nombre de un bar brasileño de moda en París: imagen (paradójica y no exenta de cinismo) de una sociedad multicultural y periférica en la que la pobreza y los conflictos sociales, dentro y fuera del cine, pueden ser encarados al mismo tiempo como intolerables, pero también como encantadores.
“Un arma en la mano y una idea en la cabeza”, bromea un personaje de Ciudad de Dios. La película de Fernando Meirelles señala la repetición de un pronóstico social siniestro: el espectáculo consumible de los pobres matándose entre sí. ¿El cine sobre la masacre de los pobres nos prepara para la masacre real (que ya sucede) o para la masacre que vendrá, tal como el cine americano de acción anticipó y produjo el clima de terror, control internacional y clamor por una “justicia infinita”)? Esperemos que no.
El asunto es que ya no luchamos contra la mirada exótica sobre la miseria y sobre Brasil, que lo transformaba todo en un “extraño surrealismo tropical”, como decía Glauber en 1965. Ya estamos en condiciones de producir y hacer circular nuestros propios clichés, ésos en los que los negros saludables y relucientes, con un arma en la mano, no consiguen tener una sola buena idea que no sea la de exterminarse mutuamente.

La programación se puede consultar en: www.malba.org.ar
Ivana Bentes es investigadora de cine y docente en la Escuela de
Comunicación de la Universidad Federal de Río de Janeiro. Compiló el
volumen Cartas ao Mundo. Glauber Rocha y actualmente trabaja en el
proyecto “Sertôes y Favelas en el cine brasileño contemporáneo: de la
estética a la cosmética del hambre”.

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