PERSONAJES
Cacho de Buenos Aires
A los trece años se recibió de profesor de música. A los catorce era pianista estable de Radio Excelsior. Y a los quince ya era parte de la orquesta de Oscar Expósito. Pero entonces escuchó a Elvis y se le llenó la cabeza de humo, de patillas la cara y de revoleo la pelvis. Desde ese día, todas esas influencias conviven en las más de 2500 canciones con que Cacho Castaña se convirtió en uno de los últimos poetas de rioba. En su casa de Flores (el barrio en que nació y del que no se piensa ir) habló con Radar de las noches en el Café La Humedad, la admiración por Homero Manzi, las curdas con el Polaco Goyeneche, la universidad de la calle y un par de cosas más.
› Por Luis Bruschtein
“Doctor honoris causa de la Universidad de la calle” se lee, y continúa: con el grado de “baldosa de oro”. El diploma cuelga en la pared de la casa de Cacho Castaña en el corazón del barrio de Flores, ahí nomás del Café La Humedad que hizo famoso en todo el mundo, y en el centro del universo que cuentan todas sus canciones. Junto al diploma hay fotos del Polaco Goyeneche, de Adriana Varela y otra que lo muestra con una camiseta de San Lorenzo. Para la fama de conquistador con suerte que tiene el dueño de casa, casi no hay fotos de mujeres en la pared, ninguna de las que alimentaron la imaginación de los hombres a lo largo de los años. Cacho Castaña se repantiga debajo de una lámpara, en un sillón del living, por indicación del fotógrafo y la perrita Malena se frota contra sus piernas.
“Y, a veces sí”, responde con excesiva modestia cuando se le pregunta sobre la reflexión de Dolina de que en definitiva los hombres hacen lo que hacen con el principal objetivo de ganarse una dama. Pregunta que se remata con otra frase del refranero popular italiano: “l’ uommo è cacciatore”. “A veces tuve suerte –relativiza– y otras veces, llevado por el ímpetu de una fiesta, de un bailongo, me escapaba al baño y me agarraba la cabeza frente al espejo y me decía: ‘¿Dios mío, qué hice ahora?’. Eso nos ha pasado a todos”, expresa para graficar las consecuencias indeseables del exceso de ímpetu. “Hemos tenido suerte -agrega sin entrar en detalles–, pero coincido en gran parte con Dolina, es una vieja excusa, como la de bailar, que termina siendo un pretexto para llegar a la catrera”.
¿Qué es lo que busca un hombre en una mujer?, es la pregunta que continúa la conversación: “Uno no busca, ellas te encuentran y como cada mujer es distinta ni siquiera la experiencia con una te sirve para aplicarla con la otra. Finalmente, si te pasa algo fulero, lo más que podés decir es ‘la próxima no me joden’. Pero también es una macana porque la próxima que se acerca es diferente, es otro mundo”.
La mujer ha sido musa inspiradora de muchas de las 2500 canciones que compuso, aunque, como lo reconoce, eso pasó cuando se fueron, nunca para festejar. “Las mejores canciones se escriben cuando ellas se van, porque te dejan marcado, será porque uno es medio pelotas o porque me gusta sufrir, andá a saber”.
Cacho ofrece café, está cómodo en su casa, a media luz, en el barrio donde nació, se crió y piensa seguir. Aunque se mude a otra casa, siempre será por el barrio. Esa relación con el tango le viene de sus comienzos como músico. Su padre era zapatero y después tuvo una pequeña fábrica de zapatos, y su “oficio verdadero”, como él mismo lo describe, es el de diseñador de zapatos para señora. La mamá lo mandó a estudiar piano a los seis años. “Algo me debería gustar –reflexiona– porque si no, no hubiera aguantado tanto tiempo.” Se recibió a los trece años de profesor de música y al poco tiempo debutó en el Parque Japonés, donde ahora está el Hotel Sheraton. “Era un pendejo que tocaba con pantalón corto”, recuerda.
A los catorce ya era pianista estable de Radio Excelsior. Una época en la que no había tanda de música como ahora. “El locutor terminaba de hablar y me hacían señas para que yo empezara con el piano a tocar lo que se me ocurriera.” Cuando tenía catorce años, la orquesta de Oscar Expósito convocó a una prueba para incorporar músicos. Fue en Callao 11, donde hasta hace no tanto tiempo había un bar con billares y salas de ensayo en el subsuelo. “Me acuerdo de que fui con el diploma bajo el brazo. Expósito me preguntó qué llevaba, le contesté que era el diploma. Me miró y me dijo: ‘No, pibe, el diploma metételo en el traste, sentate allí y empezá a tocar’. Me senté, toqué y me quedé.”
“Mi vieja todavía no me había dado los largos y yo andaba de baile en baile con la orquesta, en los clubes y en los teatros, en los barrios y muchos en la provincia de Buenos Aires. Viajábamos en tren y en micro. Eso fue durante bastante tiempo, hasta que apareció Elvis Presley y me llenóde humo la cabeza, empecé a revolear la pelvis, me dejé la patilla y el pelo largo...”
Atrás quedaron el tango y el piano, reemplazados por el rock y la viola. “Armamos un grupo más de twist que de rock, porque fue la época que nos tocó, se llamaba Los Huracanes, anduvimos girando un tiempo y después me largué solo con la viola y a veces con el piano en los boliches. Y cuando no tocaba me iba a bailar a Comunicaciones, al Buenos Aires, al Palacio Güemes, al viejo Manhattan de Liniers. Uno sacaba a bailar con el cabezazo y nunca sabías lo que venía hasta que se levantaba; te podía tocar una renga.”
A lo largo de todo ese tiempo hubo temas recurrentes, que fueron permanentes como el apellido o la cédula y dejaron su marca de identidad, el barrio, los amigos, Boyacá, Donato Alvarez y sobre todo Gaona y Boyacá, el Café La Humedad. “Siempre anduve por acá, toda la vida, el café fue mi mejor escuela. Todavía quedamos algunos de la barra de esa época, no sé si seguimos siendo ‘la barra’, pero nos vemos de vez en cuando. El único músico era yo, aunque había un par de cantores que cuando se ponían, lo hacían mejor que yo; había buenos cantores. No hace mucho de esto, pero en aquella época se canturreaba más, había más bohemia.”
Los códigos son distintos en el barrio también; los jóvenes tienen otras paradas y está el duelo entre el café y la estación de servicio. “Ahora los pibes se encuentran en la estación de servicio, no sé qué carajo de bohemia puede haber en una estación de servicio. Pero es cierto que antes había más lugares, había más sabios y también más asesinos, más ladrones, más chorros, qué sé yo, eran otros códigos.”
Eran otros códigos y también había más tiempo (“como que el tiempo era más lento”, apunta), como para esta charla que se va por las ramas sin que tenga un objetivo muy claro.
“Con los amigos del café nos encontramos cada tanto, no para una fecha especial sino cuando a alguno se le ocurre y habla por teléfono a los demás. Nos vemos de vez en cuando. Todos casoreados, algunos ya son abuelos, otros se murieron carajo.”
Como debía ser, la primera novia también fue del barrio. La reina del Carnaval, para ser más precisos. “Tuve una novia como tres años, era de acá, de Gavilán y Juan B. Justo, fue mi primera novia, Alicia. Una pebeta hermosa. De vez en cuando la veo porque todavía vive por acá. Primero le gustaba que yo fuera músico y después no se la bancó, así que un día llegó la pregunta del millón: ‘la música o yo’. Y acá estamos.”
El rock fue como una cortina que dejó atrás el tango. La generación del rock en realidad fue contestataria al tango, y se abrió como un agujero negro para la música ciudadana que después de muchos años empieza a despuntar otra vez.
“Más que nada hacíamos covers, canciones del mexicano Quique Guzmán, que fue el primer rock en castellano. Pero después empecé a escribir. En realidad lo hacía de chico, incluso cuando estaba con Elvis en la cabeza, escribía y escribía sin darle mucha bola a lo que estaba haciendo. Al lado del piano y la guitarra, me parecía secundario escribir canciones. Ni me imaginaba que finalmente sería lo más importante que haría.”
En la era de Popotitos, no era mucha la poesía que venía en las letras (“la verdad que eran todas boludeces”), pero estaba la escuela del tango, el primer amor en la música. “Si querías letras tenías que buscar a Homero, volver al tango. Y por suerte estaba empapado de tango, me lo sabía de memoria. A los catorce o quince años apestaba a tango, me sabía las letras, autores, compositores. En mi casa se escuchaba mucho.” Había dos hermanos mayores que le llevaban quince años y, antes de los bailongos, la casa se llenaba de amigos que escuchaban tango y ensayaban los pasos para lucirlos después en el club.
“Ahí fui volviendo, primero por las letras, después me fui acercando a la música y finalmente hice una mezcla de todo, que es lo mío, bordeo el tango, pero más melódico. Lo mío es una mezcla de balada, tango y no séqué. Musicalmente no es tango tango, traté de hacerlo un poco más melódico para que los chicos puedan acceder a esa realidad musical, y como yo escribo de la misma forma que hablo, esa combinación termina siendo un buen código para ellos.”
“Es impresionante los pibes que vienen a vernos –subraya un tópico que le gusta–. Y lo que más nos llama la atención es que se saben las canciones. Hace poco fuimos a Balcarce, había como cinco mil personas. En los festivales que hacemos hay seis mil o diez mil personas, no lo podemos creer. No sé qué corno pasó, no lo puedo creer, es un misterio. Y como mil pibes que se ponen adelante, cantando temas como La gata Varela, Garganta con arena, Café La Humedad y los cantan de punta a punta, es una cosa increíble.”
“El farol balanceando en la barrera y un misterio de adiós que siembra el tren”, musita cuando habla de Homero Manzi, poeta ídolo sin duda. “Y después está el cantor –advierte–, el intérprete que le pone su sentimiento. Por ejemplo un tango como Niebla del Riachuelo, cuando lo canta Edmundo Rivero, o Alberto Marino, te despeinaba cuando lo cantaba. Iba a la radio a ver la orquesta de Troilo, donde cantaban Jorge Casal, impresionante, para mí uno de los mejores cantores de tango, después estaban Durán y Verón, que era famoso por las minas que tenía.”
Asegura que la composición es un proceso misterioso y ensaya un gesto de interrogación con la mano. “Por ahí pasan dos meses y no escribo ni el arroz con leche.” En su caso, el disparador es la presión de una grabación inminente. “Entonces agarro la viola, me siento y me paso varias noches y así salen las canciones. Es medio raro, a veces empiezo a escribir sobre la montaña y cuando termino resulta que hablé del mar.” La gata Varela fue un caso parecido, pero especial. En esa época estaba trabajando en un teatro con la cantante y una noche se sentó a escribir. “Juro que no pensaba en Adriana, pensaba en algo que ya ni me acuerdo, de los duendes del tango y de la noche, creo. Y de repente me vino la imagen de la flaca y salió ese tema. Es medio mágico, yo digo que a los temas los firmo, pero no sé de quién son. No soy literato ni tragalibros, tengo un modesto secundario y cuando me preguntan qué estoy leyendo últimamente, digo que prefiero no leer mucho para no influenciarme; es en joda, pero me sirve.”
Adriana es una amiga y se invitan mutuamente en sus recitales. Así, como invitado en un espectáculo de ella se lo estrenó de sorpresa. “Tengo muy buena onda con la flaca, tenemos los mismos códigos, los dos laburamos mucho tiempo con el Polaco, que para mí fue un hermano mayor. Cuando terminé de escribir la canción la llamé para contarle. Como no estaba, me atendió Rafi, su hijo. ‘Agarrá un papel que le hice un tema a tu vieja, anotá’, le dije. Y cuando iba por la mitad me empezó a agarrar vergüenza porque hay una parte en la canción que dice ‘Parece que se deja y no se deja’ y me dio lorca porque era el hijo, no sabía cómo seguir. ‘Lo que viene ahora es una metáfora, Rafi, ¿me entendés?, es una metáfora’, le aclaré. ‘Sí, dale seguí’, me contestó él y se lo dije tan rápido que no entendió. Entonces se lo repetí despacito pensando que me iba a putear, pero no, lo entendió bien. Y después se lo canté a la flaca en el Ateneo”.
El otro que está siempre en su recuerdo es Goyeneche, como un verdadero duende del tango, el amigo admirado, el consejero. “Pasamos muchas cosas fuleras juntas, la fulería de cuando el Bocha estuvo encanado...” y no quiere seguir hablando del tema. “En una época vivíamos cerca y yo lo traía al centro en el auto. Era un personaje de aquéllos. Tenía salidas de no creer. Le gustaba chupar, eso lo sabe todo el mundo. Un día lo pasé a buscar y al rato me anunció: ‘Cacho, hoy solamente voy a tomar tres Hesperidinas’. A mí me pareció bien. Habíamos parado en un semáforo. ‘Y una me la voy a tomar ahora’, me dijo, se bajó del auto y se metió en un bar. Me dejó con el auto parado en el semáforo.”
Al finalizar, y con cierta timidez, cuenta otra anécdota de esos viajes al centro, “cuando el Polaco se puso a discursear en serio y me dijo queyo tenía la responsabilidad de salvar el tango. Estaba loco. Yo le dije que buscara a otro para semejante laburo.”
Cacho Castaña se presentará en el Teatro Opera (Corrientes 860) los viernes y sábados de junio a partir del viernes 11.