HALLAZGOS
Una habitación enorme y una letra chiquita
Poeta inclasificable, integrante de la generación perdida, tan osado como sus contemporáneos Eliot y Pound, autor de un modo de escribir único que no ha dejado descendencia, e.e. cummings incursionó, a comienzos de su carrera, en la prosa. Ahora, para deleite de los lectores en castellano, Espasa Calpe acaba de editar La habitación enorme, aquella crónica de su cautiverio en Francia durante la Primera Guerra Mundial, adonde fue como voluntario en el cuerpo de ambulancias y terminó arrestado en un campo de concentración durante tres meses, acusado de espionaje.
› Por Juan Sasturain
En una inolvidable escena de Hanna y sus hermanas, de la época en que nos gustaban todas las películas de Woody Allen, el proyecto de adúltero Michael Caine se jugaba todo en una librería y con el alevoso propósito de levantarse a su cuñada Bárbara Hershey le leía uno de los poemas de amor más hermosos de la lengua inglesa, el que empieza así, todo con minúscula: “somewhere i have never travelled, gladly beyond...” (“en un lugar adonde nunca he ido, alegremente, más allá...”), y termina con el inolvidable “nobody, not even the rain, has such small hands” (“nadie, ni siquiera la lluvia tiene manos tan pequeñas”). Inolvidable. La mina se merecía eso y mucho más, porque la Hershey –hermana más chica de Hanna (Mia Farrow) y en pareja con un veterano Max Von Sydow en la película– ha sido siempre hermosa e inteligente, ya como jovencísima ladrona a lo Bonnie en sus comienzos, como joven yegua de cara lavada en la de Woody o como la fortísima Magdalena que eligió Scorsese para prepararle la última tentación nada menos que a Cristo. Para hacerle el verso, siempre.
Bien. Ese hermoso y accesible texto poético leído con acento británico por el miope Caine sirvió para que muchísima gente se enterara de que existía alguien llamado e.e. cummings (sic), un incómodo yanqui capaz de escribir así, con minúsculas obligadas, las cosas más extrañas y maravillosas. Ojalá que la película de Allen haya servido también para vender algunos libros más de este poeta inclasificable.
Duro de traducir
Nacido en Cambridge, Massachusetts, en 1894, hijo de un multifacético profesor de Harvard luego ministro de la Iglesia Unitaria de Boston, e.e. cummings (Edward Estlin Cummings en los formales documentos), tras frecuentar los griegos, Dante y Shakespeare, publicó sus primeros trabajos en las revistas de la universidad y cumplió el sueño de su madre de tener un hijo poeta. Graduado justamente en Harvard –su casa– en 1916, partió a Francia a hacer pacíficamente la guerra como voluntario en el cuerpo de ambulancias pero terminó arrestado en un campo de concentración durante tres meses, acusado de espionaje. Las amarguras no le impedirían luego escribir brillantemente la crónica de esa experiencia ni volver a Europa como conspicuo integrante de la llamada generación perdida.
Pero este e.e. cummings que frecuentó la escritura teatral y fue pintor part time, pasaría sobre todo a la historia grande de la literatura del siglo XX porque se atrevió a escribir, según puntualizó Harold Schönberg, “algunos de los versos más arbitrarios, poderosos, soberbios, feos, audaces, explosivos, incomprensibles (para algunos) admirables y discutidos de nuestro tiempo”. Y el dodecafónico acertó con todos los adjetivos. Faltó uno, que se deduce del resto: “intraducibles”.
Precisamente, verter los poemas de cummings al castellano nunca dejó de ser una aventura de resultados inciertos para no decir desastrosos a la que se atrevieron varios incombustibles versificadores españoles, algún mexicano Premio Nobel y valientes criollos. Siempre algo se puede hacer, y algunos –Paz, Revol, Perednik, Vasco y Tobelem (sobre todo), San Juan y Figueras, y Canales– han hecho el fervoroso esfuerzo.
Fuera de toda escuela, categorización o corriente, el inclasificable cummings es de los que no cuadran ni siquiera en el contexto de sus iconoclastas coetáneos Eliot y Pound. Sus innovaciones –equivalentes en virulencia y creatividad a las de sus pares impares– pasan por otro lado: alevosa destreza técnica para combinar metros y rimas y un manejo libérrimo de la puntuación, el espacio y la disposición gráfica, con ruptura incluso de la palabra en famosos textos que lo acercan más al letrismo o la poesía concreta. Su propia experiencia plástica lo aleja de las búsquedas mucho más conceptuales, siempre conscientes de la tradición literaria, de Pound y Eliot. El modo de cummings es explosivo, popular pero sutil, musical pero ruidoso, efectista e incorrecto, entre laprovocación y la genialidad. Recogió, naturalmente, fanatismos a favor y en contra.
Sin abuelos ni nietos
Basta con los títulos de sus libros. Al primero de poemas Tulips & Chimneys (Tulipanes & Chimeneas) del 1922, le siguió XLI Poems (1924); pero los sucesivos se llamaron simplemente & (1925) –porque reunía los poemas que los dos primeros editores habían desdeñado en sus selecciones— e Is 5 (1926) como respuesta a la suposición generalizada de que 2 + 2 = 4... Es que si hay un rasgo constante en la poesía o –mejor– la mirada de cummings, es el humor. Un humor ferocísimo, iconoclasta, a veces vulgar –”un político es un culo / en el que cualquiera se sienta excepto un hombre”– y a veces, casi siempre, irónico: “cuando las serpientes reclamen su derecho a reptar / y el sol haga huelga para obtener un sueldo digno: / cuando las espinas contemplen sus rosas con alarma / y los arcoiris cuenten con un seguro de vejez... y marzo denuncie a abril por saboteador // entonces creeremos en esa increíble / humanidad inanimal (pero no hasta)”.
En ningún lugar mejor que en sus Seis inconferencias –dictadas en Harvard en 1954– cummings ha explicitado mejor, a través de una originalísima autobiografía lírica, su concepción de la poesía y de la vida, “esa entrañable rebeldía suya contra todo lo que nos condena a la tristeza, su intento desesperado por recuperar para los hombres la alegría de vivir”, como define la contratapa de la inhallable edición argentina de 1976. Una celebración que se expresa en términos de extraño rigor lógico con fórmulas concisas y deslumbrantes: “ni falso ni posible es el amor / (que es imaginado, y por tanto ilimitado) / el amor es dar y guardar lo dado; / como el sí es al acaso, el amor es al sí”. Sólo Macedonio ha caminado por renglones parecidos en castellano.
Ideológicamente –perdonando la palabra y los equívocos– cummings también anduvo siempre en el filo de la incorrección, y aunque encarna un avatar más de la tradición yanqui del individualismo exacerbado, no por eso es un liberal amoldado. Fue a la URSS a comienzos de los ‘30 y el resultado de su excursión fue un inclasificable libro de viajes, Eimi (“Yo soy” en griego), absolutamente experimental, construido a partir del esquema dantesco (el Inferno es la URSS) y profundamente crítico de la burocracia stalinista. Lo acusaron de antisemita cuando usó la palabra “kike” (despectiva forma de mentar a los judíos) en un poema de Xaipe (1950), y transitó zonas minadas al mencionar un “nigger”: “un día un negro / atrapó con las manos / una estrellita no mayor / que no entender // ‘nunca te soltaré / hasta que me vuelvas blanco’ / así fue y las estrellas / ahora brillan de noche”. Ironizó incluso con Eisenhower y nunca dejó de criticar el autoritarismo del Estado y todas las formas de coacción desde un individualismo radical. En los últimos años disfrutó de una extraña popularidad como lector de sus poemas y recibió becas, premios y reconocimiento.
“Nacido en 1894, se conserva siempre maravillosamente” contestó a mediados de los ‘50, en tercera persona y parafraseando el slogan de Johnnie Walker. Duraría un tiempo más y fue de los pocos, junto con Faulkner, que no se prestó a adornar la mesa de Jackie Kennedy cuando la Dama convocaba desde la Casa Blanca.
Cuando murió en 1962 selló una obra de tal originalidad que no ha dejado ni escuela ni descendencia. Como sucede con su admirado Krazy Kat –el comic, la obra maestra absoluta de George Herriman a la que dedicó en 1946 un prólogo-ensayo revelador– la poesía de cummings inventó un universo loco y cerrado con sus propias e inimitables reglas.
La locura concentrada
Además de sus poemas reunidos en más de diez volúmenes y de un par de insólitas obras teatrales –Him (1927) y Santa Claus (1946)– cummingsdejó tres inclasificables libros en prosa: el citado Eimi, de 1933, la serie de conferencias de 1954 reunidas bajo el título I: six nonlectures, y el que fue su primer libro, la crónica de su cautiverio en Francia durante la Primera Guerra Mundial, The Enormous Room. Este es el libro que con el título de La habitación enorme acaba de publicar la editorial española Espasa Calpe en su colección de narrativa Relecturas. Un acontecimiento.
Publicado originalmente en 1922 mientras cummings vivía en Europa –había viajado con John Dos Passos el año anterior–, su texto participa desde un lugar menos estridente del gesto con que por entonces Joyce, Eliot y Pound dinamitaban, desde distintos lugares, la literatura en lengua inglesa. Es, en principio, el relato de una más grotesca que terrible experiencia vivida durante la gran guerra en Francia cuando, alistado como voluntario conductor de ambulancias –parece que Hemingway no fue el único en hacerlo...–, terminó preso de las autoridades francesas acusado de traición por un malentendido provocado por un compañero Slater Brown (simplemente B, en el relato). La crónica de la captura de los dos incautos yanquis y del confinamiento durante tres meses en el campo de concentración de La Ferté Macé –tres años, exagera la contratapa del volumen traducido...– da estructura a un desarrollo que sigue, entre alusiones y paralelismos irónicos, un texto clásico de la literatura devota: The Pilgrim’s Progress, de John Bunyan.
Esa “habitación enorme” de los reclusos –ochenta pies por cuarenta– no lo es sólo por sus dimensiones sino por su capacidad de albergar un muestreo increíble de personajes de toda laya y origen. Esa fauna grotesca que se ramifica en mil historias es la materia de un relato ilustrado por las viñetas originales, los apuntes del autor. Pero eso no sería nada si el instrumento utilizado por cummings –la(s) lengua(s)– no estallara de página en página con un ejercicio de cruce de idiomas y registros de habla coloquial que compite sin desmedro con los experimentos de sus coetáneos –y de él mismo– en el campo de la poesía.
La habitación enorme es, además, sin truculencias ni sentimentalismos y con un tono de desparpajo insolente, un texto antibélico devastador. La Gran Guerra –así llamada siempre pese a que hubo después una más grande y más cruel aún– ha sido buen escenario para contar con talento y desolación la imbecilidad militar, la mezquindad de los estados, la estupidez de la consabida y supuesta muerte por la patria. De las novelas de Remarque y Junger a películas de Kubrick y Losey, historietas de Tardi o tangos de Gardel, la guerra que mató a Saki, mutiló a Cendrars y le rompió la cabeza a Apollinaire ha merecido los más sombríos testimonios. Este hermoso y terrible libro de e. e. cummings –la mirada y la escritura de un poeta de tiempo completo– da cuenta de los efectos de tanta ominosa y vigente locura.