Dom 06.06.2004
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LOS 12 GRANDES EQUíVOCOS DE LA MúSICA. CAPíTULO 3.

Felix Mendelssohn, el wagneriano

Tuvo dos “defectos” imperdonables: fue hijo de un banquero judío (y converso) y sufrió poco. Wagner lo condenó por “frío y sin pasión” (como al resto de los compositores judíos), y el romanticismo no pudo endiosarlo como a Schumann (que murió loco) o a Schubert (que vivió torturado). Pero Felix Mendelssohn fue el más romántico de todos, y Wagner jamás hubiera orquestado como lo hizo sin su influencia.

POR DIEGO FISCHERMAN

Su abuelo fue el famoso rabino y filósofo Moses Mendelssohn. Su padre, Abraham, banquero culto y acomodado, convirtió la familia al cristianismo y agregó al apellido original el dudoso Bartholdy. Si bien nunca firmó de otra manera que como “Mendelssohn”, Felix, niño prodigio, admirado por Goethe a los doce años y autor de varias obras maestras antes de los veinte, siempre se consideró luterano. Puede que el tema no le importara. En todo caso, esa falta de drama existencial contribuyó al hecho de que el romanticismo nunca lo considerara del todo uno de los suyos. Para ser un gran artista había que sufrir y, en lo posible, ser pobre e incomprendido. De ahí que el verdadero creador de la orquestación romántica, las piezas epigramáticas románticas, las canciones sin palabras románticas, la fundación romántica del canon (con su exhumación de la Pasión según San Mateo de Bach), el auténtico continuador del último Beethoven y el único de los autores alemanes de su época que influyó en el concepto de orquestación de Wagner, a menudo haya sido considerado apenas como un clasicista a destiempo. Nada muy distinto de lo que aseguraba el propio Wagner en su opúsculo sobre los músicos judíos: “Son fríos, y no hay en ellos ninguna pasión verdadera que los lleve a ser artistas”.
Pero el señor de los anillos (de los nibelungos) no siempre abominó de él. “Mendelssohn fue un pintor paisajista de primer orden y la Obertura La gruta de Fingal (también conocida como Las Hébridas) es una obra maestra [...] Fíjense en la extraordinaria belleza del pasaje donde el oboe emerge sobre los demás instrumentos con un lamento de dolor como el de los vientos sobre los mares”, escribió Wagner cuando aún no había descubierto “la perniciosa influencia de los judíos en la cultura”, o tal vez cuando todavía no había identificado a Mendelssohn como judío. Y por otra parte, pasajes enteros de Lohengrin, Tannhäuser, la Tetralogía y Parsifal (el tema del Grial, por ejemplo) parecen calcados, por lo menos en los aspectos melódicos y, desde ya, en la orquestación, de obras como la Sinfonía Nº 2, Himno de alabanza o del oratorio Paulus.
Llamado “el Mozart de este tiempo” por Schumann y alabado por Berlioz, buen pintor, extraordinario escritor, pianista, violinista y organista virtuoso, Mendelssohn fue uno de los autores más respetados de su época. ¿Qué fue, entonces, lo que cambió entre ese momento y 1964, cuando el musicólogo Gerald Abraham, un especialista incuestionable en el romanticismo, en su brillante A Hundred Years of Music describió su segunda sinfonía como “el intento más triste jamás concebido por la mediocridad humana de seguir el modelo de la Novena Sinfonía de Beethoven”? Su análisis de la obra de Mendelssohn rescata las obras tempranas, en particular su Obertura para Sueño de una noche de verano, escrita a los 17 años: “Una de las grandes tragedias de la música es que el muchacho que un año antes de la muerte de Beethoven había escrito una obra maestra (la Obertura) se consumiese con la anémica, aunque prolífica, artesanía de la mayoría de las obras posteriores”.
La clave de la tirria de Abraham (y de mucha de la crítica de las décadas del sesenta y setenta) está escondida en otra frase, donde habla de lo poco que encuentra de bueno en la música de Mendelssohn, “la pureza virgiliana de los pasajes idílicos”. Allí dice: “Hasta ese elemento idílico se deteriora en sus obras posteriores, haciéndose, por así decirlo, más reacio, más concreto, menos mágico y más burgués”. Es el aburguesamiento y el bienestar de Mendelssohn –apenas morigerado por su temprana muerte, a los 38 años, unos meses después de la de su hermana Fanny (y, aparentemente, del dolor insoportable que le causó)– y, desde ya, la conversión religiosa, lo que no le perdonó una época que construyó el valor de lo artístico alrededor de las ideas de autenticidad y sufrimiento. Casi todo el romanticismo puede ser explicado siguiendo la pequeña invención literaria con que Mendelssohn identificó sus obras breves para piano: “canciones sin palabras”. Las Escenas del bosque de Schumann, en todo caso, no son otra cosa que canciones sin palabras. Pero además, en la música de Mendelssohn (en su Obertura para Sueño de una noche de verano, pero también en obras posteriores como la Sinfonía Nº 5, Escocesa) aparece uno de los ingredientes más importantes del romanticismo: lo terrorífico y lo sobrenatural. Hay en su obra –y en su manera de orquestar, dejando grandes espacios vacíos entre grupos instrumentales– una agitación, una sensación de falta de asidero, de la que sus muchas veces monolíticos contemporáneos carecen.
Es cierto: mucha de su música de cámara es, tal vez, demasiado perfecta, demasiado elegante. Quizás la artesanía esté allí demasiado expuesta –lo está también en desarrollos como el del primer movimiento de la Cuarta Sinfonía–, pero pocos cuartetos para cuerdas posteriores a Beethoven ponen en tela de juicio, de una manera tan beethoveniana, las propias reglas del género como el Op. 13 de Mendelssohn. En todo caso, mucho más que la comodidad burguesa (cuyo sonido nadie ha podido determinar), su música despliega algo tan romántico como la contradicción. En Mendelssohn, como en otros grandes artistas, conviven las pasiones y el pudor, la expresión y la contención, el gesto de la desmesura –nunca desbordada– y el sentido de equilibrio (jamás inmóvil).

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