Dom 13.06.2004
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COSTUMBRES

Las viejas putas

Eran esclavas, pero unos años de trabajo sostenido y una clientela fiel podían hacerlas ricas, libres, respetables. Se ofrecían en calles y burdeles sofisticados, enamoraban a emperadores y filósofos y algunas –dicen– hasta aprendían humanidades en voluptuosas comunas homosexuales. Vida, obra y tarifas de las trabajadoras del sexo en la antigüedad clásica.

Por Martín Paz

Una nota sobre la prostitución en la antigüedad debería evitar la sentencia que afirma que se trata del “oficio más antiguo del mundo”. Tampoco debería recurrir a analogías con los tiempos actuales que, en el intento de explicar las prácticas sociales antiguas, las simplifiquen demasiado aislándolas de su contexto. Sin embargo, una mirada a las costumbres sexuales de las sociedades fundadoras del pensamiento occidental obliga al cliché y el lugar común. La diferencia con los tiempos actuales radica en que en la antigüedad el comercio sexual fue visto como una necesidad social. Algo así como una forma de canalizar el excedente de energía masculino que, en tiempos en que los hombres se casaban más bien tardíamente, podía tornarse conflictivo.
Pero este contraste con la sociedad moderna no es suficiente para abandonar la idea de caer, irremediablemente, en la vulgata y hacer lo que no se debe. Hace poco, para argumentar a favor de la perdurabilidad del libro, Umberto Eco lo comparó con algunos inventos, como el martillo, el cuchillo, la cuchara o la tijera, que de tan perfectos no admiten ni mejoras ni reemplazos. Esto mismo es válido para el caso de la prostitución. Ya todo fue inventado en un principio y, según parece, para siempre: sus personajes y maneras siguen fieles al modelo clásico. Los siglos sólo han de confirmar que putas, cafiolos, zonas rojas y policías extorsionadores aparecen, casi como reencarnaciones, tanto en la crónica urbana de la Grecia de Pericles y de la Roma Imperial como en los periódicos de la ciudad moderna.

La puta platónica
En su Diálogo de las cortesanas, Luciano de Samosata relata los consejos que una madre da a su hija, impresionada por el éxito de una cortesana conocida: “En primer término, se presenta prolija y elegante. Es alegre con todos, sin reírse estrepitosamente como es tu costumbre, sino sonriendo de una manera encantadora; luego trata a los hombres con habilidad, sin engañar a los que la visitan o la llevan a su casa, ni ofrecerse sin ser solicitada. En los banquetes a los que asiste alquilada, se cuida de no emborracharse, pues la embriaguez pone en ridículo y hace a la mujer detestable, y de atracarse de comida indecentemente. No habla más que lo preciso, no se burla de los asistentes, no mira sino al que le paga. Por eso la quieren todos. Cuando es preciso acostarse no se muestra ni lasciva ni indiferente, y sólo procura agradar a su amante y conquistarlo”. El ejemplo podría servir, a la manera de los manuales de economía doméstica del siglo XIX para educación de las niñas, como texto preceptivo para la cortesana ideal.
El personaje del diálogo, con la legítima preocupación de toda madre, destaca con entusiasmo el ascenso social y la repentina prosperidad de esta cortesana, hija de una vecina. En la literatura griega, las historias sobre la riqueza de las hetairas son tan frecuentes como las del despilfarro y la ruina de sus clientes. El texto de Luciano abunda en el tópico en el que la hetaira es un ser rapaz y despiadado. Lo cierto es que estas acompañantes de alto nivel eran esclavas o metecas, extranjeras residentes en Atenas, y la acumulación de riqueza les permitía comprar la libertad y la consideración social. Por otra parte, la prostitución era para las mujeres uno de los escasísimos medios para ganar dinero con independencia y administrar sus posesiones. A pesar del moralismo tardío de Luciano (siglo II, d.C.), el inicio de la prostitución en Atenas se remonta a los tiempos arcaicos, y ya en la época de Solón (siglo VI a.C.) la ciudad estableció sus propios burdeles públicos en los cuales la mayoría de las putas eran esclavas.
Para la época clásica las hetairas gozaban de prestigio y aceptación. Phrynê, Laïs o Naera fueron algunas de las más célebres por su riqueza y hermosura. Pero sin duda, la más famosa fue Aspasia de Mileto, la amante de Pericles, que llegó a deslumbrar al mismísimo Sócrates por su excelencia en el arte de la conversación. Por su condición de extranjera no pudo casarse con “el olímpico” por culpa de una ley que él mismo habíapropiciado pocos años antes. Plutarco describe el enamoramiento que Pericles, a pesar de que lo hacía más vulnerable, nunca ocultó. Sus enemigos llegaron a atribuir a la influencia de Aspasia el comienzo de la guerra del Peloponeso.
Educadas desde adolescentes para la compañía y divertimento de los hombres, junto con el atractivo físico necesario, las hetairas poseían conocimientos de música, danza y poesía, lo que de por sí era suficiente para convertirlas en una compañía más deseable que la de las inmaculadas esposas, secuestradas en el oikos, echando culo junto a la rueca. Algunos eruditos aventuran que la legendaria comunidad de muchachas de la isla de Lesbos, mencionada en los poemas de Safo, no fue otra cosa que un centro de instrucción humanística para las futuras acompañantes al cuidado de la poetisa. Además de estas putas ideales, verdaderas call-girls de clase alta, existieron prostitutas más baratas y de menor jerarquía, llamadas pórne, quienes no tenían ninguna preparación especial y a las que recurrían los esclavos, los trabajadores estacionales y los hombres de las clases bajas en general.

Polvo eres
Aunque la práctica de la prostitución era conocida en Roma, la institución de las Floralia, en el año 238 a.C., se considera el acontecimiento que popularizó la actividad. El origen mítico de la fiesta señala que Flora, habiéndose vuelto rica por el ejercicio de la prostitución, decidió declarar al pueblo de Roma como su heredero y destinó su fortuna a la celebración de los juegos florales en el día de su cumpleaños. Durante la festividad todo tipo de exceso estaba permitido. Las prostitutas, que eran las grandes protagonistas, gritaban obscenidades, se arrancaban la ropa y actuaban como mimos frente a la multitud. La popularidad de la fiesta fue en aumento y en el 184 a.C. Catón, el censor, en su campaña contra el lujo y la corrupción, fue incapaz de prohibirla y sólo logró que las partes de mayor desenfreno se realicen sin su presencia.
Lo cierto es que luego de la victoria definitiva en las Guerras Púnicas, la sociedad experimentó una opulencia hasta entonces desconocida. Las riquezas y el contacto con las civilizaciones más refinadas de Grecia y Asia Menor cambiaron la mentalidad de los romanos, algo que para Catón y sus continuadores constituía un alarmante relajo de las costumbres. En este contexto se produjo la importación de prostitutas griegas y sirias que arrasaron con el ideal de belleza representado hasta el momento por las ásperas matronas romanas. A pesar de que las prostitutas, junto con los proxenetas, los gladiadores, los actores y las actrices y las personas condenadas por adulterio, pertenecían a la clase social de los infames, individuos prácticamente sin derechos civiles, la legislación romana nunca tuvo una ley específica que castigara el ejercicio de la prostitución.
La falta de atención que el sistema legal puso en las prostitutas pudo deberse a que las mujeres ya carecían de la mayoría de los derechos de los ciudadanos y a que para los hombres las relaciones sexuales con putas no violaban la ley adulterio. En todo caso, el sistema siempre fue bastante permisivo e hizo intentos recurrentes por burocratizar el oficio. En épocas imperiales, los ediles, que entre otras funciones cumplían la de policía, debían llevar un registro de meretrices, lo que implicaba una forma de control y el posible castigo de quienes no estuvieran registradas. En el año 40 d.C. Calígula instituyó un impuesto al comercio sexual. Los registros señalan que el precio del impuesto equivalía al de una relación pero no especifican si se debía pagar por día, por mes o por año. La recolección de la tasa estaba a cargo de los soldados y existen evidencias de que el sistema generó corrupción y violencia contra las prostitutas y los cafiolos, a quienes se les exigían sumas mayores a las estipuladas.
En De vita beata, el filósofo estoico Séneca diseñó una especie de catastro moral de la ciudad antigua: “La virtud es algo elevado, sublime,y majestuoso, invencible, infatigable. El placer, algo vil, servil, desvalido, caduco, cuya residencia y domicilio son los burdeles y las tabernas. La virtud la hallarás en el templo, en el foro, en la curia, de pie ante las murallas, polvorienta, atezada, con las manos encallecidas. El placer casi siempre escondiéndose y buscando la oscuridad alrededor de los baños, las salas de vapor y los lugares que temen al edil”. Aunque Séneca pudo estar hablando de una zonificación ideal, en la práctica, la ciudad romana ubicó el comercio sexual en áreas alejadas del paso de hijas y esposas, como lo demuestra el trabajo de los arqueólogos. Un testimonio no menos importante es el que brinda el Satiricón y la picaresca latina; allí, cuando un personaje se aleja de los lugares públicos y comienza a transitar pasajes y callejuelas hacia la periferia de la ciudad, hasta el lector menos despierto sabe adónde quiere llegar.
El vocabulario latino referido a la prostitución y la sexualidad es amplísimo; además de la proyección etimológica de los términos, ilumina los detalles, usos y especialidades de la mala vida en épocas del Imperio. Cymbalistriae, ambubiae, mimae o citharistriae designan a las prostitutas por sus habilidades artísticas. Doris, amasiae o famosae nombran a putas de gran belleza o de buena familia. Por su parte, las baratas podían ser tanto las diobolares (la tarifa era de dos óbolos), las blitidae (en consonancia con el nombre de una de las bebidas más baratas de las tabernas) o las quadrantariae. Las copae eran alternadoras o empleadas de las tabernas; las noctiluae, chicas que yiraban de noche, y las forariae, algo así como unas ruteras. Todos los términos designan especialidades de vigencia perenne. En este último rubro podemos incluir a la lupa, la palabra latina más popular para designar a la puta. La acepción clásica sostiene que la lupa como símbolo de la codicia define el carácter de las prostitutas. Sin embargo Servio, el más famoso comentarista virgiliano de la antigüedad, ofrece una interpretación original. En la Eneida, Virgilio describe de qué modo la loba, al recoger a los expósitos Rómulo y Remo, los lame, como hacen algunos mamíferos con sus cachorros recién nacidos, para lavarlos y, de un modo metafórico, terminar de conformar el nuevo ser. A partir de esta lamida fundacional, Servio adjudica la palabra lupae al colectivo de mujeres expertas en una peculiar gimnasia lingüística.

Bajo el Volcán
Si un extranjero llegaba a una ciudad del Imperio y preguntaba dónde estaban las chicas, la respuesta podía encaminarlo hacia la taberna, los baños públicos o los arcos del teatro. Aunque éstos eran sólo algunos de los sitios donde podían encontrarse las prostitutas, en Pompeya, como en ninguna otra ciudad romana, se aprecia la existencia de un circuito dedicado exclusivamente a la mala vida. En este sentido, el lupanar tiene el privilegio de ser la única construcción de cuya función los expertos no tienen dudas. Según la clasificación del inglés Andrew Wallace-Hadrill, lo que define el uso de un edificio antiguo como prostíbulo es la existencia de arte erótico, de graffiti alusivos y de plataformas de material a modo de base de los camastros. El lupanar de Pompeya, además de ser el único edificio que se ajusta a este criterio, fue construido especialmente para cumplir las funciones de burdel.
Se trata de un edificio de dos plantas, cada una con cinco habitaciones pequeñas con camas de piedra. En la planta inferior, sobre el corredor que conecta los cuartos, todavía se observa con bastante claridad una serie de pinturas eróticas, representaciones de Príapo blandiendo dos penes o parejas que ejecutan distintas posiciones sexuales. En las paredes del lupanar, más de 120 graffiti aportan información sobre los trajines del lugar. Desde los protohippies como Marco ama a Espedusa a los pragmáticos Harpocras se echó un buen polvo por un denario o Soy tuya por dos ases de bronce; de las bravuconadas machistas como Fortunato te cojerá con su miembro como una hoz a las respuestas vengativas como Sacudítela, pajero.
Además del lupanar, en Pompeya los arqueólogos identificaron con menor grado de certeza otras 19 construcciones que en algún momento pudieronservir para el comercio sexual, cerca de las cuales solían encontrarse las cellae meretriciae. Eran estructuras de un solo ambiente en las que trabajaban, de a una por vez, las prostibula, como llamaban a las putas que permanecían de pie en la puerta de las celdas, o las proseda, que esperaban a sus clientes sentadas. Tanto en las cellae como en las habitaciones del lupanar, una pizarra ubicada sobre la puerta indicaba el nombre, el precio y la disponibilidad de la chica que estaba atendiendo.
Las pinturas eróticas encontradas en el lupanar de Pompeya reproducen un ambiente lujoso de dulce hedonismo. Sin embargo, es indudable que los hombres de las familias acomodadas, dueños de esclavos y esclavas disponibles para el divertimento sexual, no frecuentaban estos lugares que, como los actuales y tumultuosos puteríos del conurbano, eran de consumo bien popular. En este sentido, el arte prostibulario, además de funcionar como una especie de cine porno picapiedra interpretado por cuerpos jóvenes y bellos, estimulaba en la mente de los clientes la fantasía efímera de pertenecer a un mundo que les estaba vedado.

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