Dom 13.06.2004
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EL CATADOR CATADO

Siempre tendremos París

Nuestro héroe no tiene respiro. El domingo pasado se despertó tempranito y fuera de servicio para ver eso de lo que se venía hablando en todas partes: la final gauchesca en Roland Garros. Para su sorpresa se encontró con un partido pletórico de estereotipos y resonancias nacionales. ¿En qué se pareció esa final a una floja película de Hollywood inspirada en un ensayo de Borges y arruinada por contratar actores argentinos? Él mismo se lo dice.

POR HERNAN FERREIROS

“La vida imita al arte”, dijo Oscar Wilde, invirtiendo un lugar común y refiriéndose, probablemente, al modo en que nuestra percepción organiza al mundo de acuerdo con reglas que toma de la representación: las construcciones con las que nos explicamos la realidad provienen de la literatura, el teatro, la fotografía... Como la mayor parte de sus iluminaciones, esta máxima se volvería irrefutable muchos años después de su muerte, con la llegada del cine y la TV. Lo que Wilde no notó, acaso porque tal cosa no era cierta en su época, es que la vida no imita a cualquier arte sino a uno en particular: el malo. Una demostración privilegiada de esto fue la final de Roland Garros entre Gastón Gaudio y Guillermo Coria: ¿qué se pareció más a ese partido que una mediocre película de Hollywood?
Lo que se vio, principalmente, en esa final, fue la persistencia de algunos de los más viejos estereotipos cinematográficos. Gaudio (quien invierte la androginia habitual del tenis, en vez de una tenista masculinizada, es un varón feminizado) es “the natural”, el naturalmente talentoso, el que hace lo imposible sin esfuerzo, el que tiene el potencial para ser el mejor, el número uno pero, para que haya conflicto, se ve impedido por alguna tara tan inexplicable como paralizante. Es el típico problema del héroe –acaso por eso Gaudio era el favorito– en las peores películas de acción: el mismo que tiene –por citar ejemplos conocidos entre muchísimos posibles– Tom Cruise en Top Gun (donde no gana la medalla al mejor piloto porque se siente responsable de la muerte de su mejor amigo) o en Días de trueno (donde no gana la carrera de Indy 2000 porque no puede superar el accidente de su rival).
Si Gaudio es el héroe, a Coria le toca el papel de malo. En efecto, el “Mago” es el triunfador petulante, el que tiene la ventaja porque, además de su capacidad, tiene detrás una cantidad de apoyo económico, institucional y tecnológico del que su rival carece. Su ventaja no sólo es técnica sino también psicológica: este personaje es el favorito y se sabe obvio ganador. Seguro de su superioridad, la programación del estereotipo indica que su única emoción será un ligero desdén por sus congéneres. Es frío, cerebral, robótico (el reverso de la “humanidad”, la emoción y lo sanguíneo de su rival): el rol –otra vez, un ejemplo conocido entre millones– del boxeador ruso en Rocky IV.
Cuando estos dos estereotipos se enfrentan, en el último acto de la película –en nuestro caso, el último set de la final de Roland Garros– ya sabemos lo que sucede: el cliché indica que se da vuelta la mesa, que el favorito debe perder y se debe celebrar el triunfo del underdog, el más débil, el humilde, el que sólo extraordinariamente puede ser extraordinario, el que va perdiendo (para que el público se identifique), pero saca fuerzas de lo que parece una derrota y gana. Esto, casi, fue lo que vimos en Roland Garros. Casi porque, en el cine, el débil hubiera ofrecido un partido sacrificado, generoso, sorprendente, en definitiva, heroico; el partido entre Coria y Gaudio, más allá de su hollywood ending, fue todo lo contrario. Y es que hay una característica de los protagonistas que entra en conflicto con su lugar de estereotipos cinematográfico: son argentinos.
Tal como señala Borges en el artículo “Nuestro pobre individualismo”, incluido en Otras inquisiciones, los valores del argentino suelen oponerse a los expresados por el cine de Hollywood. Para el argentino, un héroe de Hollywood, esa hipérbole de la imagen más autocomplaciente del norteamericano, con su inquebrantable respeto por la ley y los ideales colectivos, muchas veces no es más que un “incomprensible canalla”. En Roland Garros fuimos testigos privilegiados de esa diferencia moral: vimos el conflicto entre el estereotipo cinematográfico –que pedía un partido heroico, sacrificado, glorioso– y nuestra moral argentina. Obviamente, triunfó la argentinidad. El partido careció de generosidad con el público,de espectáculo. Se trató de dos especuladores apostando al error del otro. Estuvo plagado de lesiones dudosas, dolores fingidos (dado que en el tenis no hay tiros libres, el único fin de esa ficción fue justificar un eventual resultado adverso), apuestas a lo seguro y al menor esfuerzo. Si fue una final “emotiva”, lo fue (¿lo fue?) por lo contrario del uso habitual del término: porque cada uno de ellos perdió varias veces la posibilidad de ganar por un error propio, en lugar de forzar al rival a equivocarse. En vez de ver sorpresa, un juego lleno de proezas imposibles para el resto de los mortales, que es el motivo porque el se ve deporte de alta competición –los deportistas son los superhéroes del mundo real–, se vio a dos jugadores empecinados en ganar con el menor riesgo, incapaces de ofrecer un espectáculo que justificara su televisación. Cuando no hay espectáculo, cuando los protagonistas no dan alegrías al público, cuando están enfrascados en su “pobre individualismo” y no ofrecen más que una muestra de su ambición de triunfo, reconocimiento o fama, el espectáculo pasa a ser esa ambición y la posibilidad de que se frustre: la única emoción es la de ver cómo pierden aquello que quieren tanto. Eso fue lo que pasó en este partido: ¿por qué seguir mirando? Exclusivamente por el placer de ver la cara de quien perdiera.
En la final de Roland Garros, un mapa de la argentinidad se sobreimprimió a los estereotipos del cine norteamericano. Gaudio y Coria fueron la encarnación de la fantasía más argentina en el contexto de una película de Hollywood: esa que nos señala como una potencia mundial que fracasó, como un país que tiene todo para estar entre los mejores del mundo y, por algún motivo que nadie puede precisar, no lo consigue. Es el caso Gaudio, quien es un ejemplo mayúsculo del “drama” argentino –estas supuestas potencias que viven eternamente en nuestro imaginario y nunca llegan a realizarse–, pero también el de Coria, que tenía todo para ganar y no lo logró. Para los argentinos, el partido fue un espectáculo de nuestras imposibilidades, una puesta en escena del imaginario nacional, representado en este juego de potencialidades frustradas y justificaciones de nuestros fracasos. Sólo por eso, la final Roland Garros no fue una película de Hollywood. Porque la moral hollywoodense reclama un imaginario como el norteamericano, acostumbrado a paladear los triunfos. El nuestro existe acaso para compensar lo contrario.

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