MUSICA
Rot’n’roll
De chico vio a Pescado Rabioso en vivo y respiró los humos hippies de Plaza Francia. Exiliado en España, fundó el grupo Tequila y fue una rock star a los 17. Después de pasar una temporada debajo del puente volvió a Buenos Aires, tocó con Andrés Calamaro y terminó llevándoselo a Madrid, donde armaron Los Rodríguez. Ahora, con años de carrera solista, de paso para presentar su disco flamante Lo siento, Frank, un impecable Ariel Rot repasa más de veinticinco años de sexo, drogas y rock’n’roll.
Por Martín Pérez
A simple vista, el lugar está igual que siempre. “No han cambiado nada, sólo han puesto un trapo arriba del piano rojo como para que no vea lo roto que está y no me impresione”, bromea Ariel Rot, que durante su breve estancia porteña habita en el ya mitológico departamento de Andrés Calamaro. Ahí se grabaron muchos de los temas compilados por Calamaro durante aquel vendaval compositivo que terminó decantando en ese hito discográfico quíntuple bautizado El salmón. Arriba y al fondo, en una suerte de entrepiso, está Deep Camboya, la habitación que hizo las veces de estudio casero. Pero, según Ariel, está todo bien con la casa. “Lo que pasa es que despierta mucho morbo; por eso las entrevistas no las hago aquí. De hecho, cuando me la prestaron, lo único que me pidieron los allegados a Andrés es que, si vienen visitas, trate que no vayan arriba.”
Tal vez suene irrespetuoso hablar de otro músico antes del que uno ha venido a entrevistar, y más si aquél fue el líder del grupo que ambos compartieron, y más si la disolución de ese grupo fue la que obligó al entrevistado a convertirse en solista. Pero es imposible charlar con Ariel Rot sin hablar de Calamaro. Y más todavía en semejante entorno. “Para quienes estén pendientes de Andrés, quiero que sepan que está bárbaro”, anuncia Ariel, que, además de ser su compinche de años, actualmente está casado con la hermana de Mónica, la mujer de Calamaro. “Está contento, viviendo en el campo, muy sano. Se dedica básicamente a cocinar y tiene un huerto y un burro. Y no quiere recibir ninguna vibración que no sea la del campo, el huerto y el burro”, explica Ariel, que sigue confesándose fan de su amigo Andrés, y así es como comenta –educadamente– que su último disco, El cantante, le ha sabido a poco. “Lo que más me gusta son sus temas, y me he quedado con ganas de escuchar más.”
Así como, en la segunda mitad de los ochenta, Ariel se sumó alegremente a la banda porteña de Calamaro para huir de los trágicos coletazos de la movida madrileña, así, al despuntar los noventa, supo llevarse al Cantante a Madrid para formar el grupo con el que se tomarían revancha de sus respectivos fracasos solistas a ambos lados del Atlántico. Ése fue el grupo que vio disolverse en cámara lenta cuando la estrella de su líder y compositor comenzó a brillar demasiado, y fue él quien debió comunicar las nuevas condiciones del contrato al resto de la banda. Las nuevas exigencias no podían no ofenderlos: cuando empezaron, explica Ariel con una sonrisa, eran tan pobres que dormían todos en la misma cama.
“Me acuerdo de que en el avión en el que íbamos a mezclar el que sería el último álbum de Los Rodríguez, Palabras más, palabras menos, estábamos medio colocados, y Andrés me dijo: ‘Tengo un contrato tal y esto y esto otro’, y me lo dijo con tanta frialdad que yo pensé que como estaba tan pasado no sabía con quién estaba hablando.” A pesar de semejante anticipo de lo que vendría, Los Rodríguez a Ariel le duraron dos años más, lo que le sirvió para ir armando un bote propio para ir remando. Siete años y cuatro álbumes solista más tarde, Rot asegura haber encontrado su lugar como artista –en España, al menos– y también una seguridad como líder y cantante de banda, algo que no había adquirido en más de veinticinco años en el negocio. “Al comienzo me costó mucho, porque durante esos diez años al lado de Andrés me había quedado muy pegado a la guitarra”, explica. “Pero ahora creo que estoy en mi mejor momento. Y no estoy diciendo que el último álbum que hice es el mejor de mi carrera; simplemente que ahora estoy disfrutando más y mejor mi rol. En esta última gira por España, además, hemos hecho un acústico, y... ¡nunca antes lo había hecho! Siempre disfruté mucho en el directo, pero creo que esta vez incluso aprendí a cantar de otra manera.”
Algo que se comprueba fehacientemente en un encantador álbum acústico que registró los ensayos previos a esa gira, que en España se incluyó en la segunda edición de Lo siento, Frank, su último disco de estudio. Allí recorre con mucho garbo toda su carrera no sólo como artista sino incluso como fanático del rock nacional. La adolescencia rocker porteña antes del exilio español está representada por El boogie de Claudio, sus primeros pasos en la Gran Vía por la Balada de Madrid de Moris –para quien los Tequila hicieron de banda de acompañamiento en su mítico primer álbum en la Madre Patria–, su época con Calamaro con una melancólica versión de Dulce condena y su etapa solista por la emocionante Cenizas en el aire, que él considera su mejor canción. Puede que así sea, nomás. “Hay cosas que prefiero no mirar/ hay otras que al mirar no pude ver/ los sueños que no puedo recordar/ son como las canciones que no pude componer”, asegura allí Ariel, auténtico sobreviviente de varias escenas del rock en español a ambos lados del Atlántico. Alguien que, además, (sobre)vivió para cantarlo, y sabe también cómo contarlo.
LO SIENTO, MICK
“La canción cumple condena/ por ser demasiado buena./ Lo siento, Frank,/ lo siento de verdad./ Pero esto es lo único que hay.” Así canta Ariel Rot en Lo siento, Frank, suerte de foxtrot que bautiza al disco que acaba de editarse en la Argentina. Frank, por supuesto, es una referencia a Frank Sinatra.
A los 44 años, vestido pulcramente de traje –aunque sin corbata– para las fotos de portada, Rot tiene todo el derecho del mundo a invocar a La Voz. Pero es menester dejar en claro que su historia musical ha pasado casi exclusivamente por sus antípodas musicales, bien stoneanas. Después de todo, las dos anécdotas más conocidas de la historia rocker y nómade de Ariel Rot involucran a los Rolling Stones: fue un inmenso afiche de la película Ladies and Gentlemen... The Rolling Stones en la Gran Vía lo que prácticamente le dio la bienvenida al Madrid de su primer exilio adolescente, y fue un llamado de Julián Infante invitándolo a un concierto madrileño de los Stones el que lo salvó de la debacle hiperinflacionaria porteña, convocándolo al Madrid de la revancha Rodríguez. No sólo eso: en Sin vuelta atrás, larga y fascinante entrevista-libro editada en España y realizada por Juan Puchades, Ariel asegura que ver Gimme Shelter le cambió la vida. “Recuerdo haberla visto por primera vez a los diez años, pero no me enteré de nada. Pero la volví a ver a los catorce y cuando salí del cine no cabía dentro de mí mismo, pensando en que ya sabía lo que quería ser.”
Hijo de la cantante Dina Rot y de un padre periodista estrechamente ligado al diario La Opinión, criado primero en Pampa y la vía, barrio de Belgrano, y luego en el Centro, Ariel Rot mamó calle y música desde pequeño. Se sentó al piano por primera vez a los siete años, pero cuando su profesora le presentó a un vecino llamado Leo Sujatovich, genio del teclado –primero de una larga lista de encuentros musicales–, se pasó a la guitarra de una vez y para siempre para poder armar un grupo con él. Fue en su cumpleaños de diez cuando su hermana, Cecilia Roth, eligió los dos discos que le regalaría su abuela y lo inició en el rock. Los discos eran Led Zeppelin II y Stand Up de Jethro Tull. “Con Leo llegamos a componer una ópera rock que se llamó Vida, con letras de Cecilia”, recuerda entre risas. Por entonces, Ariel se asomaba a la escena que olía entre los amigos rockers de su hermana mayor, en la movida hippie de Plaza Francia y los recitales de los sábados al mediodía en el Auditorio Kraft, que programaba un amigo de su padre. “Ibamos a ver a La Pesada, a Arco Iris, a Moris, y más adelante a Pescado Rabioso y a Aquelarre”, recuerda. Ariel ya tenía entonces de compinche a Alejo Stivel, con quien formaría Tequila en el exilio español, cuando Madrid no sabía muy bien qué era eso de cantar rock en español.
FIEBRE DE VIVIR
“Con Alejo estábamos despistados cuando llegamos a Madrid: la escena rocker era demasiado pequeña, marginal y depresiva, de pelos largos, vestidos oscuros y mirada al suelo. Todo el tiempo nos decíamos: ‘Tiene que haber algo más, no puede ser que esto sea todo’”, recuerda Ariel, que sufrió, también con Alejo, el paso del rock hipposo y de porro porteño a la cultura alcohólica del rock madrileño. “Había demasiado alcohol y poco ácido, y eso se notaba en la cabeza y en la actitud de la gente. Era una cosa callejera, pero de mucho menos vuelo.” Aferrados a su colección de discos de rock argentino, verdadero arcón de tesoros, Ariel y Alejo, al frente de un grupo como Tequila, hicieron tanto por el nacimiento del rock español como el Moris mítico enseñándoles a los madrileños a cantarle a su ciudad. “Nosotros hacíamos lo mismo que él, sólo que con letras mucho más adolescentes que tenían más que ver con nuestras vidas.” Así, cerca de emprender su álbum debut, Ariel y los demás Tequila participaron de Fiebre de vivir, el primer disco español de Moris. “Ariel, ansioso por tocar su nerviosa Gibson Les Paul, intuitivo y preciso”: así lo recuerda el autor de Nocturno de princesa en las notas interiores del álbum.
Ansiedad, intuición, precisión: ese cóctel, sumado a mucha locura y una ambición adolescente de querer comerse el mundo, fue lo que convirtió en éxito masivo el desparpajo rocker de Tequila, un grupejo que fue fenómeno de ventas y de club de fans, y transformó a Ariel, que tenía 17 años, en una estrella. Pero a los 22, en los albores de la mentada movida madrileña, cuando la burbuja estalló y el grupo se desbandó, su imagen, a los ojos de muchos, era la de un fracasado precoz. “Fuimos tan pioneros que nos quedamos afuera incluso de la movida, de la que fuimos apenas espectadores”, recuerda. “Algunos, los más famosos, nos miraban como si fuéramos Spinal Tap. Pero cuando nuestra fama imponía respeto, éramos también los más reventados de todos.”
De aquella oscura época post-Tequila salió Debajo del puente, su primer álbum solista. Aun hoy Ariel no se atreve a revisarlo en vivo. “Tal vez debería recuperar aquella canción, pero deformándola completamente”, piensa. “Aquél fue un tiempo demasiado oscuro, muy influenciado por la época y los chicos de grupos como Parálisis Permanente. De hecho, Debajo del puente es un tema compuesto con el bajista de aquel grupo. Me lo encontré en la calle una semana después de que Eduardo Pegamoide, el cantante de su banda, se matara en un accidente de auto. Me lo llevé a tocar a casa. La base salió zapando, y a los pocos días le agregué la letra.”
A la hora de hablar del exceso de cadáveres con que carga su generación –“tengo tantos amigos muertos como mi viejo”–, Rot es honesto y directo. “Ahí el tema fue la heroína, que durante los ochenta arrasó porque era una droga que formaba parte de la vida social. Digamos que la culpa la tuvo la falta de información, además de una excelente promoción”, resume con una sonrisa irónica. “Es una droga muy poderosa: para sentirse bien no hay que hacer ni el más mínimo esfuerzo. Si yo me salvé fue porque nunca me piqué. Todos los que se picaban terminaron muertos. La verdad es que no teníamos conciencia de que estábamos jugando con un arma tan nociva.”
Pero a Rot se le ilumina el rostro cuando le piden que recuerde los mejores momentos de aquella escena: “Era como en Pepi, Lucy, Bom, la película de Almodóvar”. En Madrid ha muerto, una novela de Luis Antonio Villena ambientada en aquella época, uno de los protagonistas masculinos va detrás de los bellos y deseados ojos verdes de Ariel Rot y recibe un corte de rostro brutal. “Es una escena totalmente inventada, pero bien podría haber sucedido”, explica Ariel. “En algún punto fue una época muy gloriosa. Convivían el mundo petardo de ponerte rímel y los pantalones apretados, comprarse una papela y salir a la calle. Todo muy promiscuo y desenfrenado. Hasta nos seducía todo el malditismo y la tragedia de la mañana siguiente. Además, teníamos aguante: éramos pendejos. Pero, claro: la caída se sintió como una bofetada.”
DEVOLVÉ LA BOLSA
“Decile al gallego que va a cantar conmigo”, le dijo Charly García a Andrés Calamaro aquella noche festiva en que estaban grabando Acto simple, un tema de Vida cruel, su segundo álbum solista. El gallego era Ariel Rot, que no lo podía creer. “Nunca había visto algo así”, recuerda. “No era una grabación: era una fiesta. La gente seguía llegando al estudio aun cuando ya había amanecido, y había como veinticinco personas esperando que García les dijese cuándo iban a tocar.” Aunque casi nada de ese espíritu quedó en el disco –tal vez porque tan festivo método obligó a repetir las sesiones una y otra vez, hasta quitarles toda gracia–, Ariel se dio cuenta de que era hora de vivir una segunda vida, y el lugar indicado para vivirla era ese Buenos Aires del que había partido sin mirar atrás.
“Desde mi partida no me había interesado más. Recién escuché a Seru Giran cuando volví”, recuerda. Por entonces, Ariel era un veterano de apenas 26 años y estaba dispuesto a recuperar la fiesta que se le había escurrido entre las manos en Madrid. “Vine a promocionar Debajo del puente, y la pasé tan bien que decidí sumarme a la banda de Andrés”, cuenta, y asegura que recién cuando se instaló aquí, logró desengancharse de la heroína. Y canta, para ejemplificarlo, algunos versos de Me estás atrapando otra vez (“Debería dejarte,/ irme lejos,/ no volver”), un tema del segundo álbum de Los Rodríguez que escribió justo antes de decidirse a abandonar Madrid. “Además, tené en cuenta que Buenos Aires era una fiesta: había cocaína por todos lados y la gente todavía no se tiraba de los balcones. Y como yo venía del palo contrario, lo que me interesaba era la noche y la joda.” Algo que Ariel supo encontrar durante los tres años que estuvo por aquí.
–Con la banda de Andrés hicimos giras largas, delirantes y gloriosas por el interior. Arrancábamos de Buenos Aires con la bolsa llena, en un estado de locura total. Las primeras diez horas viajábamos todos de pie, hablando, como si estuviéramos en la barra de un bar. Al regreso, cuando tocábamos en Paraguay, comprábamos un whisky The Monk, obviamente falso, pero que nosotros suponíamos mejor que el original porque te volvía loco: era como tomar absenta. Además, musicalmente teníamos un sonido poderoso, que sentó precedente cuando armamos Los Rodríguez. No nos podíamos quedar ahí, tocando cancheros. Teníamos que alcanzar esa intensidad.
Pero no tuvieron éxito ni en aquella gloriosa época solista argenta ni en España, en los primeros años Rodríguez. ¿Qué fue lo que los mantuvo unidos?
–La falta de opción. ¿Qué otra cosa podíamos hacer? Éramos amigos y tocábamos juntos, y pensábamos que íbamos a triunfar por derecho. La zanahoria estaba siempre por delante.
UN CAMINO DE IDA
Escuchando a Ariel Rot hablar de todas las épocas a las que ha sobrevivido, es imposible no pensar en él, Dorian Gray de 44 años, como una suerte de Vampiro Lestat del rock en castellano a ambos lados del Atlántico. “Es un camino sin vuelta atrás”, dice, y sonríe como el que lo ha visto todo. Pero no se vanagloria. “No hay otra opción para mí. Si en algún momento hubiese habido, no sé qué habría pasado. Porque hubo momentos muy duros, donde realmente casi se desintegró todo. Prácticamente quedé yo con mi guitarra y nada más. Pero por lo menos siempre nos queda eso”, asegura y se ríe con ganas, como si hubiese revelado el secreto más sencillo de todos. Y se pone serio, pero sigue bromeando cuando agrega: “Mirá: o te morís muy joven o llegás a los noventa. Si no, no tiene gracia. Y yo siempre tuve fuerza para batallar y un poderoso instinto de supervivencia”. Y no dice nada más, porque ya lo dijo todo o porque ni él mismo puede (ni quiere) tomarse muy en serio.