PLáSTICA
El museo madrileño Centro de Arte Reina Sofía inaugura dos ampliaciones: Roy Lichtenstein usa una para probar que sigue siendo el rey del pop; Julian Schnabel, la otra para recordar todo el daño que los años yuppies le hicieron a la pintura.
Whaam!
Sobre todo cuando los museos están recién hechos y hay algo paradójico
en esto: que los museos huelan a nuevo. Es el caso de la muy pero muy flamante
ampliación –voy el día en que la mismísima soberana
corta cinta y sonríe a cámara– del Museo Centro de Arte
Reina Sofía. De hecho, la ampliación se estrena; pero ni siquiera
está terminada. Por todos lados transitan obreros y se oye en todas partes
el rugido de los sopletes y su arquitecto, Jean Nouvel, se enojó por
semejante precipitación y se borró de los fastos aduciendo que
no había nada que inaugurar.
En cualquier caso, la obra de Roy Lichtenstein (1927-1997) estalla en las paredes
de dos grandes salas, en la nueva plaza interior donde se alza una de sus gigantescas
esculturas “Brushtroke” y –si bien el efecto no alcanza el
impacto de aquella insuperable retrospectiva en el Guggenheim de Nueva York–
lo cierto es que lo suyo siempre impresiona y no ha perdido un milímetro
de su poderío. Son más de cien obras –entre pinturas y dibujos–
de quien quiso “que todos mis cuadros sean como acordes musicales complejos,
una polifonía de colores” y cuya influencia no ha dejado de crecer
y brillar y sonar en todas partes. Oír sus voces: el rugido de los whaam
de los aviones caza, el rat-tat-tat de las ametralladoras, el chuick de esos
besos estilo Susy: Secretos del corazón, el silencio de esos departamentos
amueblados y sin personas que usen esos muebles. Y de paso comprender que fue
éste el hombre que, de algún modo, se atrevió a plantar
cara al solipsismo abstracto con las armas de magnificar en espacios catedralicios
el poderío minimal de los cuadritos de historietas, ascendiéndolos
a frescos históricos.
En la novela de Updike, Lichtenstein –en promiscua amalgama junto a detalles
de Jasper Johns, Robert Indiana, Claes Oldenburg, James Rosenquist y Andy Warhol–
conforma el personaje del artista Guy Holloway. Una suerte de bestia pop que
–para Hope Chafetz y para John Updike– es aquella que, tal vez sin
saberlo, abre las puertas del fin de la edad de oro de la plástica norteamericana
instalando un mantra que nos persigue hasta nuestros días: toda producción
acabará siendo producto. Aun así, se consuela Hope Chafetz, “todas
las excusas del arte son endebles y desvaídas; lo que permanece es el
mismo arte, la pintura que se mantiene intacta fuera cual fuese la esperanza
o la intención que condujeron a ese arriesgado momento”.
Crash!
Y la verdad, que no estoy seguro de que “ese arriesgado momento”
todavía viva en las monumentales pinturas que configuran esta retrospectiva
de un cuarto de siglo en actividad de Julian Schnabel (N.Y., 1951). Está
claro, sí, que nada queda mal o resulta indiferente en la otra extensión
del Museo Centro de Arte Reina Sofía que se alza en el corazón
del Parque del Buen Retiro. Un palacio ahora casi hueco, con pocas paredes y
bien dispuesto a que lo llenen con enormes grandes obras. Aquí colgó
Guillermo Kuitca el año pasado y aquí cuelga ahora Julian Schnabel
y lo cierto es que –un par de horas después de haberme sometido
a las llamaradas comic de Lichtenstein– todo esto es lindo de ver, pero
fácil de olvidar y produce un incómodo déjà vu.
Y el “ya visto” a la hora de la pintura resulta mucho más
irritante que en cualquier otra disciplina artística. Schnabel –como
digno producto de los años yuppies– quiere ser todo y lo quiere
ya y la ambición no es un defecto siempre y cuando venga respaldada por
ciertos logros. Schnabel se define como neoexpresionista y lo suyo es una suerte
de action-painting para el consumo de brokers de Wall Street: el fácil
espejismo de sentirse, ellos también, contemporáneos de una revolución
artística protagonizada por clones MTV de lo que ya había sido
con la casi póstuma bendición –siempre desganada y dubitativa
y monosilábica– de Andy Warhol. Una nueva Factory light y diet.
David “Talking Heads” Byrne recordó hace poco que aquéllos
“fueron los años en que los jóvenes dejaron de lado las
guitarras eléctricas para agarrar los pinceles”. Así, el
pintor como rocker. Ya se sabe: Haring, Basquiat, Salle, Koons. Y Schnabel;
de quien el implacable Robert Hughes dijo que “jamás ningún
otro le ha sacado tanto partido al supuesto de que un mal dibujo más
una pintura espesa y exasperante equivale a sentimiento apasionado”. Más
allá de esto, hay Schnabels en el MoMA de Nueva York, en el Metropolitan,
en el Museo de Arte Contemporáneo de Los Angeles, en la Tate Gallery
de Londres, en el Pompidou de París y en el Guggenheim de Bilbao.
Y no estoy seguro de que a la Hope Chafetz de Updike le gusten estas piezas
monumentales que cotizan entre los 200.000 y 500.000 euros y que llevan títulos
en español. Schnabel está casado con una vasca, es un habitual
visitante de España y se confesó influenciado por los mosaicos
de Gaudí a la hora de crear sus piezas más famosas; y aquí
están: The Patient and the Doctors y Mud in Mudanza. Esos cuadros con
platos rotos y pegados sobre el lienzo de los que se reía Billy Idol
en el videoclip de Craddle of Love. Una cosa es innegable: todo parece pintado
con gran alegría y, sí, “por amor al arte”. Y Schnabel
no se ha dejado seducir por la fotografía o la performance aunque sí
por el cine, donde hasta la fecha ha firmado sendas biopics de Basquiat y de
Arenas. Menos comprensible es su propensión a pasearse en público
con kilt escocés o con pijama. Y una de sus hijas sale con John Frusciante,
por lo que Schnabel “pintó” la portada del último
disco de los Red Hot Chili Peppers. Sí, sí, sí: a Hope
no le debe gustar mucho lo que hace este muchacho. Aunque hay cierta esperanza
a la altura de las últimas entradas: los dos colosales lienzos del 2001
titulados Girl With No Eyes –retratos de una chica con los ojos tachados
de una pincelada– que pueden verse y leerse como un nuevo comienzo o como
un acto de contrición. Algo así.
Pfffff!
En cualquier caso, las muestras de Lichtenstein y Schnabel –funcionando
en tándem, refrescando como oasis esta Madrid ardiente– tiene una
razón de ser, cuentan una historia, reflejan un crepúsculo lento
pero crepúsculo al fin. El avance de las sombras sobre la luz que lamenta
Hope en Muestra tu rostro y que denuncia también John Updike en Just
Looking, el coffee-table book de 1989 que reúne sus escritos sobre arte.
Allí, en un ensayo juguetonamente titulado “What MoMA Done Tole
Me”, Updike –como si estuviera posando y siendo retratado por Hope
Chafetz– recuerda cuando “la vida en los ‘60 y los ‘70
no era sólo la pintura lo que se había vuelto una actividad expresionista”.
Updike evoca también los “hilarantes y siniestros guiños
del pop” y confiesa que “el Op Art fue el últimomovimiento
del que disfruté y el Minimalismo fue el último del que fui consciente”.
Después, dice, “los japoneses y los alemanes y los vietnamitas
y los saudíes iniciaron el proceso de reducción de América
y el mundo del arte fue devorado por dinero grasoso y sangre cansada”.
Hope Chafetz, agotada de tanto hablar, llega a la misma conclusión cuando
se refiere a los ‘80 de los grafitis de luxe: “El dinero confundió
a esos pobres chicos y los abandonó sin miramientos en cuanto pasó
la moda y dejó que la droga y el sida acabaran con ellos... Lo sé,
Norteamérica ya no es tan joven... Y aquí el arte siempre ha sido
algo adicional y más bien tonto... Y, a la hora de la verdad, la belleza
del mundo es impermeable y está absorta en sí misma”.
Después, la entrevistadora se va y Hope Chafetz cierra las puertas y
apaga las luces. Como en toda vida, como en toda novela, como en todo museo.
Afuera, por supuesto, hace y siempre hará mucho más calor que
adentro.
Roy Lichtenstein: All About Art estará en la ampliación
del Museo Nacional
Centro de Arte Reina Sofía hasta el 27 de septiembre.
Julian Schnabel 1978-2003 puede ser visitada en el Palacio de Velázquez
del Parque del Buen Retiro (anexo del
Museo Centro de Arte Reina Sofía) hasta el 13 de septiembre. Muestra
tu rostro de John Updike, fue editada por Tusquets.
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