Dom 25.07.2004
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TEATRO

Todo entierro es prematuro

Pesadilla universal, horror de horrores, la posibilidad de ser inhumado aún con vida y despertar en la más densa oscuridad, entre las estrechas paredes de un cajón, asalta tarde o temprano a la mayoría de los humanos/as. La reposición de la magistral El resucitado, de Roberto Villanueva, interpretada por Lorenzo Quinteros, pone en escena la situación concreta y desesperada de un pobre tipo que asiste inmóvil a su supuesta muerte y es mandado bajo tierra, sin que pueda mover un dedo para evitarlo.

› Por Moira Soto

“Ser enterrado vivo es, sin duda alguna, el más terrorífico extremo que puede tocarle a un simple mortal”, declara el protagonista de El entierro prematuro, célebre y espeluznante cuento de Edgar Allan Poe (1809-1849), llevado al cine en 1962 por Roger Corman, con Ray Milland en el papel del afectado de catalepsia que, angustiado por la idea de ser inhumado durante uno de esos ataques que lo dejan como muerto, hace reciclar la cripta familiar. Pero de nada le sirven al precavido los toques de confort y seguridad que incorpora a la que sería su última morada cuando el síncope lo sorprende de cacería, lejos de su casa, y entonces va a parar a una tumba mucho más humilde e incómoda. De todos modos, el cataléptico logra salvarse del encierro y es por eso que puede contar el cuento en primera persona, y aterrorizar todavía más a sus lectores con otras historias de enterrados vivos.
Hay otro relato, que guarda alguna semejanza con el de Poe y que se ha vuelto conocido para el público argentino gracias a una memorable transposición teatral, presentada en 1982. Se trata de El resucitado, traducción y versión libre de La muerte de Olivier Bécaud, de Émile Zola (1840-1902), realizada por el maestro Roberto Villanueva, creador asimismo de la puesta en escena que contó con la prodigiosa actuación de Lorenzo Quinteros, secundado por Daniel Zavalla. Aquella escenificación del alarmante cuento de Zola –escritor más dado habitualmente a la veta social naturalista o al panfleto justiciero tipo Yo acuso– se ofreció con gran repercusión de crítica y de público en Buenos Aires, ciudades del interior, Montevideo y Santiago de Chile. El sostenido suceso hizo que, después de giras y una temporada en Mar del Plata, El resucitado volviera a representarse en nuestra ciudad, en distintos teatros, siempre con Lorenzo Quinteros como impagable protagonista, hasta que finalmente bajó de cartel en 1991: Olivier, el hombre que había vuelto de la muerte o al menos de la tumba, había cesado de existir para el público, que seguía reclamándolo.
Y he aquí que cuando ya se había hecho el duelo por El resucitado –algo que sucede cuando cualquier pieza baja, mucho más si se trata de una obra maestra–, cuando ya se daba por sentado que el tragicómico relato escénico no era más que un precioso, preciado recuerdo, la creación de Zola-Villanueva-Quinteros vuelve victoriosa a la cartelera porteña, recuperada, repuesta, reanimada –bah, resucitada– por aquéllos que la dieron a luz –de las candilejas– hace veintitrés años. Quinteros, pues, vuelve a desenterrarse y a contar-actuar sus desventuras haciendo un número de feria, acompañado de Daniel Zavalla como el dueño del show, bajo la dirección de Villanueva, con reconstrucción escenográfica de Marta Albertinazzi, dibujos proyectados de Eduardo Stupía, banda de sonido de José Páez con fragmentos musicales de Lluis Llach y Eric Satie, elementos escénicos de Carlos Del Giudice y títeres de Graciela Casabal. Ocurre en el Andamio 90, los sábados a las 22.30 y los domingos a las 19.30.
Un poquitín harto del teatro gestual, de tanto cuerpo, a Lorenzo Quinteros –exiliado en Madrid a comienzos de los ochenta– le dieron ganas de hacer un texto largo, algo con mucha palabra: “Narrar un cuento textual, como cuando se lee o lo cuenta la abuelita. Encontré en mi biblioteca La mort d’Olivier Bécaud, traducido como El resucitado. Era justo el material que buscaba, no sólo porque estaba escrito en primera persona sino por el grosor de su acción dramática. Empecé a llevarlo conmigo buscando quien lo dirigiese”, refiere el actor (también director y docente). Durante el Proceso, Quinteros se marcha a España, se encuentra con Villanueva, le cuenta su idea, le pasa el cuento y el gran puestista agarra viaje y encuentra la manera de ponerlo en escena: “Es una maravilla que el resucitado se vuelva un fenómeno que en una feria cuenta su propia muerte. A partir de ese hallazgo, se enriqueció muchísimo la propuesta, incluso para mí: no sólo actúo a aquél que da testimonio sino que a la vez interpreto al pobre tipo explotado por el dueño de la feria, y también me desdoblo en otros personajes”, detalla Quinteros, quien realiza una labor asombrosa, balanceándose entre el humor negro y el patetismo de este presunto muerto que al salir de la tumba se convierte en un muerto civil, sin derechos, sin identidad. “Esta obra es una zambullida en la actuación total. Acá no hay medias tintas, no se puede menos que ponerlo todo. Tantos años después, quizá me emociono más, me identifico en mayor grado con este personaje obligado a revivir todas las noches el sufrimiento de ser tomado por muerto, enterrado, que su mujer se vaya con otro...” A Lorenzo Quinteros, de chico le fascinaba el tema de la muerte, y como vivía en un pueblito, a los finados se los velaba en las casas: “Me encantaba espiar al muerto a ver si se le abría un ojo, mirar a los deudos que lloraban, reían, bebían coñac”.
Roberto Villanueva, por su lado, confiesa que desde niño tuvo miedo de que lo enterraran vivo: “Ahora también, pero lo disimulo mejor y he tomado mis precauciones para que eso no pase”, ríe entre toses de una típica bronquitis invernal. “Cuando estábamos en Madrid y Lorenzo me dijo que quería volver con un espec-
táculo, le respondí que sí: yo también tenía la ilusión de mandar algo a Buenos Aires, como un mensaje en una botella. Me atrajo la situación desesperada del tipo al que lo entierran vivo, una obra cuyo protagonista está en un cajón, encerrado... Hice la traducción del francés al mismo tiempo que la adaptación, y a la vez iba pensando la puesta. Al mediodía llegaba Lorenzo y ensayábamos. El problema era quién daba testimonio y se me ocurrió que este personaje al que le da vergüenza decir que está vivo después de todo el trabajo que dio, se convirtiese en fenómeno de feria, con lo que ya tenía una situación teatral para dramatizar. Además, este enterrado, antes de salir, hambriento, se empieza a chupar la piel, luego su propia sangre después de morderse... Me gustó la propuesta de repetir aquella puesta, a cuyo estreno no pude asistir, sin mejorarla ni modificarla, como rescatar un documento, como un objeto valioso al que se lo limpia un poco, se lo devuelve a su estado original.”

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