CINE
La musa desnuda
Película de culto filmada por el autor más recóndito de la nouvelle vague, celebrada como “obra maestra” dentro del problemático rubro “película sobre pintor” y –sobre todo– con la irresistible Emanuelle Béart a los 26 años y sin ropa, La belle noiseuse de Jacques Rivette podrá verse en dos partes en el Rojas. Aleluya.
› Por Horacio Bernades
Oficio paciente, minucioso y poco espectacular, con la pintura pasa lo mismo que con la literatura: se supone que no “da” bien en cine. De allí que la tendencia del cine convencional, cuando se aborda el trabajo del pintor, sea la misma que a la hora de filmar escritores: se muestra todo aquello que lo rodea, pero nunca el trabajo en sí. Un epítome de esta tendencia puede hallarse en Sobreviviendo a Picasso, de James Ivory, de la que el espectador sale conociendo al dedillo maldades, misoginia, sexismo y poder destructivo del autor del Guernica. Pero nada sobre su oficio cotidiano, la elección de formas y colores, el trabajo con pinceles y paletas.
El estricto mandamiento que rige la ortodoxia cinematográfica a la hora de filmar pintores sólo parecería admitir el levantamiento de la prohibición cuando el artista en cuestión lo hace con tal apasionamiento que el solo hecho de verlo trabajar se convierte en un espectáculo en sí. Ése es, notoriamente, el caso de Van Gogh. No sólo en la canónica Sed de vivir, de Vincent Minnelli, sino también en aquel episodio de Los sueños de Akira Kurosawa en el que un Martin Scorsese súbitamente pelirrojo se aventuraba entre cuervos y trigales, provisto de su sombrero aludo y pinceles en mano. O, para seguir con Scorsese y los films en episodios, el suyo en Historias de Nueva York, donde Nick Nolte –sospechosamente parecido a Jackson Pollock– exorcizaba sus celos locos por la enloquecedora Rosanna Arquette, eyaculando chorros de pintura sobre la pared de su loft.
Ya que estamos con Pollock, la película homónima, dirigida por Ed Harris y conocida aquí sólo en video, es una de las pocas que se atreve a violar la prohibición, mostrando exhaustivamente los ajetreos del inventor del action painting, mientras se acuclilla sobre la tela tendida en el piso y derrama tarros de pintura sobre ella. Pero el nombre mismo de la técnica impuesta por Pollock tal vez esté confesando la razón por la cual el cine norteamericano, nacido para la acción, se permitió mostrarlo trabajando. Menos comprometido con el despliegue físico es el cine europeo, que cada tanto se atreve a poner frente a la tela a pintores más dados a la implosión que a la explosión. Sucedió a mediados de los ‘50 en Le mystère Picasso, donde el francés Henri Georges Clouzot documentó el día a día de don Pablo en su taller. Y volvió a suceder en los ‘90, con dos obras mayores. En El sol del membrillo, Víctor Erice se alió con el pintor madrileño Antonio López en la búsqueda de la luz perfecta, mientras que en La belle noiseuse, Jacques Rivette se inventó a un inexistente Edouard Frenhoffer para narrar su obstinada, infructuosa persecución de una obra maestra absoluta.
La obra maestra desconocida es el título de la nouvelle de Balzac en la que Rivette se inspiró para su película, y el resultado ha sido calificado por más de un crítico como “obra maestra reconocida”. Ganadora de la Palma Especial del Jurado en Cannes 1991, exhibida antes sólo una vez en una sala off Corrientes, La belle noiseuse podrá ser vista, en dos proyecciones sucesivas, en el Centro Rojas. El acontecimiento (algo disminuido quizá por el sistema de proyección en video) tendrá lugar durante dos jueves sucesivos, el 5 y 12 de agosto, a las 20 horas en la sala Batato Barea de ese centro cultural. Durante los dos jueves siguientes, el artista plástico (y secreto cinéfilo) Eduardo Stupia dictará, en la misma sala y a la misma hora, un seminario titulado Cine y pintura, artistas y modelos, donde revisará los distintos modelos de pintor que el cine viene ofreciendo a lo largo de los últimos ciento y pico de años.
La conspiración imaginariac
Le mystère Frenhoffer podría haberse titulado La belle noiseuse, argot cuya traducción literal es algo así como La bella hinchapelotas. El misterio, aquello que se mantiene en el secreto, las corrientessubterráneas que el relato principal oculta más de lo que deja asomar, es lo que define desde siempre el cine de Jacques Rivette, uno de los redactores históricos de Cahiers du Cinéma y tradicionalmente considerado el autor más recóndito de la nouvelle vague. Nacido en 1928, su liminar Paris nous apartient (1958) entrenaba a su audiencia, a lo largo de 140 minutos, en los indicios de una siniestra conspiración internacional. Pero el final borraba las huellas prolijamente sembradas, demostrando que tal conspiración había existido sólo en la mente de los protagonistas... y del espectador.
De modo parecido, pero levantando la apuesta (dura cuatro horas, de allí que se dé en dos partes), La belle noiseuse es el largo, pausado e hipnótico relato de algo que se construye para finalmente destruirse. No sólo el cuadro que pinta Frenhoffer con variedad de técnicas (primero carbonilla, más tarde plumín, pincel y témpera al agua) sino las intrincadas relaciones entre todos los protagonistas, que, como en una novela de Henry James (cuya literatura Rivette tuvo bien presente a la hora de pensar su película), parecerían tener lugar más en los intersticios de la narración que en sus frases principales. Todo empieza con otro de los motivos recurrentes del cine de Rivette: una representación, una comedie. En este caso, lo que se representa es un presunto levante ocasional. En una arrobadora tarde de verano, los jóvenes y hermosos Nicolas y Marianne lo ponen en escena frente a dos escandalizadas turistas inglesas.
Marianne no es otra que Emanuelle Béart. Morocha y de 26 años, sus furibundas turgencias –prenunciadas ya debajo de blusita y pantalón– harán plena eclosión más tarde, cuando Marianne acepte convertirse en la nueva modelo para La belle noiseuse. Ése es el título de la obra maestra imposible que Frenhoffer (un Michel Piccoli enorme, como siempre) había iniciado diez años atrás. Para abandonarla poco después, renunciando junto con ella al oficio mismo. Pintor realista a la antigua usanza (las manos y los cuadros que se ven en la película son los del artista figurativo Bernard Dufour), el arte de Frenhoffer es de los que exigen la presencia de modelo. El hecho de tratarse de una mujer desnuda, sumado a la exuberancia de la actriz elegida, hacen pensar que de lo que se está hablando es algo más que una relación pintor/modelo.
Continente y contenido
Un dato no hace más que acrecentar las sospechas: la modelo anterior para el cuadro quimérico de Frenhoffer no fue otra que su esposa, Liz (la bellísima y ligeramente modiglianesca Jane Birkin), reemplazada ahora por la recién llegada. El comienzo de esa obra inconclusa y su posterior abandono coinciden exactamente con los picos de enamoramiento y posterior desinterés de Frenhoffer por su esposa. Si se sigue este razonamiento, no sorprende que la visión de Marianne no haga más que reavivar esa llama. Sería un grave error, sin embargo, ver la experiencia pictórica de La belle noiseuse como una mera metáfora, una estratagema para hablar de otra cosa. No hay continente y contenido: como suele suceder en el cine de Rivette, lo que hay es un doble relato, siguiendo caminos paralelos a lo largo de toda la película.
Doble o triple, si se atiende el tema de la búsqueda de absoluto que mueve a Frenhoffer.
No habría más que sumar a estas capas de relato las correspondencias entre el acto de pintar y el de filmar –que Rivette se ocupa de desparramar en el curso del film– para comprender por qué fueron tantos los que sugirieron, para La belle noiseuse, la condición de obra maestra. Una obra maestra construida con paciencia, en tiempo real y máxima materialidad. En La belle noiseuse un cuerpo violentamente desnudo, el rasguido de un plumín, el modo en que un brochazo se tiende sobre el papel no son otracosa que instrumentos que permiten detener el tiempo y condensarlo, en una búsqueda de absoluto que no puede llevar a otro lugar que no sea el fracaso.