Dom 01.08.2004
radar

Un mes sin Brando

Una recorrida por algunas de sus actuaciones más memorables

Diva
POR DANIEL LINK

Entre el espectáculo teatral y el texto que lo funda hay un abismo. Las voces desencarnadas del texto encuentran su destino en tales y determinados cuerpos, una gestualidad, una manera de decir. No hay sentido que pueda pasar indemne de la letra a la dicción. Consciente de las posibles catástrofes en que un casting desencaminado podía transformar sus piezas magistrales, Tennessee Williams, uno de los grandes trágicos del siglo XX, siempre estuvo atento a la elección de los actores que habrían de desempeñar sus parlamentos.
Famosa por muchas razones, Un tranvía llamado deseo combina un módico folklore sureño (en Nueva Orleans, comer en el mismo lugar al que Kowalski lleva a Stella es un must) con un drama truculento que no ha perdido actualidad, organizado alrededor de dos sistemas de lealtades (el amor fraternal vs. el amor conyugal), dos sensibilidades (el lirismo melancólico de una pseudo aristocracia decadente vs. la brutalidad incivil de un hijo de inmigrantes) y, por supuesto, dos formas de deseo (la histeria vs. la compulsión).
Cualquier actor podría naufragar en aguas semejantes y las grandes actrices norteamericanas han aprendido a valorar el personaje de Blanche Dubois como uno de los grandes desafíos para cualquier carrera. Pero Blanche es una mujer desquiciada, lo que vuelve el desafío menos digno: se trata sólo de no sobreactuar esa locura que mezcla alucinaciones y verdad en idénticas partes.
Distinto es el caso de Kowalski, el personaje que Marlon Brando inmortalizó en la versión cinematográfica de la pieza de Williams. O mejor dicho: el personaje que vuelve definitivamente inmortal a Brando. Porque entre el actor y el personaje, como por uno de esos raros milagros que nos hacen confiar todavía en las artes performativas, no parece haber distancia. Brando fue, es y será el único Kowalski y si el actor hubiera desempeñado el papel en teatro y no en el cine, la performance habría sido uno de esos mitos (como Sarah Bernhard) de cuya potencia de verdad sólo nos queda descreer. Inspirado en semejante mito, Marcel Proust somete al narrador de En busca del tiempo perdido al influjo de la Berma. La decepción del narrador y todo lo que dice de la actuación de la diva (la invisibilidad de su actuación, la intangibilidad de su arte) se aplica a Brando: jamás ha habido otro actor que se ligara tan sin esfuerzo (al menos aparente) con los caracteres que le encomendaban, incluidas las caricaturas irremediables que le propuso Coppola: Kurtz, Vito Corleone, cualquier cosa.
Si Kowalski es el punto más alto del arte de Brando es porque se trata del mejor texto que nunca tuvo que decir. Parte de su eficacia se basa en su sobrenatural belleza física, pero también es cierto que la densidad del personaje exigía una sutileza que nadie más que él hubiera podido darle: una bestia con alma, alguien atrapado entre la barbarie de la vida cotidiana y el deseo de una vida mejor, un hombre cuyo comportamiento oscila entre la demanda de amor y el deseo de estar solo. Y Brando lo hace con la misma naturalidad que interpreta a un filipino o a un emperador romano (esas macchiettas hollywoodenses). Gracias a Brando, la conciencia de Kowalski no sólo permanece viva para siempre sino que, además, nos alcanza. Y gracias a Kowalski, el cuerpo, la gestualidad y la manera de decir de Brando adquieren su sentido definitivo.
Se dice que Brando murió hace poco. Son embelecos urdidos por los gringos. Lo que se llama Brando habita en las páginas memorables de Un tranvía llamado deseo. Ni siquiera nos hace falta ver la película. Nos basta imaginarlo, soñar sus tonos, cada vez que leemos el texto, cada vez que el mundo nos impone sus mordazas, cada vez que decimos adiós.

La vida en los ojos
Por Luciano Monteagudo

En su autobiografía, una de las más sinceras y descarnadas que se hayan escrito sobre el mundo del espectáculo, Elia Kazan lo afirma sin vueltas: “Si hay una actuación mejor en la historia del cine norteamericano, no sé cuál es”. Y no se atribuye ningún mérito. Se lo da todo a Brando. Dice: “Sé lo que le debo, sé lo que mi película hubiera sido sin él”.
Da escalofríos el sólo pensar que Sam Spiegel, el productor de Nido de ratas, estuvo a punto de cerrar contrato con Frank Sinatra... Pero Terry Malloy –ese ex boxeador que merodea por los muelles de Nueva York, aturdido por viejos golpes y por la vida fácil que le proporciona su amistad con los goodfellas del puerto, consumido por la culpa de haber traicionado a un hombre y por la posibilidad de redimirse denunciando a quienes se dicen sus amigos, devorado por la necesidad de amar y ser amado– finalmente fue Brando. Y no pudo haber sido otro. En todo caso, nadie capaz de expresar mejor la complejidad y las contradicciones de un personaje marcado por lo que por entonces atormentaba al propio Kazan y a su guionista Budd Schulberg: el fantasma de la delación.
Nido de ratas se filmó a fines de 1953, apenas un año y medio después de que Kazan y Schulberg hubieran testificado frente al Comité de Actividades Antiamericanas y hubieran contribuido a la siniestra caza de brujas liderada por el senador Joseph McCarthy, denunciando a quienes habían sido, en los años ‘30, sus camaradas en una fugaz militancia en el comunismo. Ambos pensaban que habían hecho lo correcto, que ése era su deber cívico en una encrucijada histórica y nunca cedieron al arrepentimiento, a pesar de que esa delación llevó a la cárcel a varios de quienes en algún momento habían sido sus compañeros en el legendario Theater Group de Nueva York. En este contexto, Nido de ratas nunca dejó de ser leída –por el propio Brando, incluso, que dudó mucho antes de aceptar el papel– como un intento de expiación por parte de Kazan & Schulberg, una metáfora capaz de justificar su actitud, quizá no tanto hacia el mundo exterior (el ambiente teatral neoyorquino no los perdonó jamás) como ante sus propias conciencias.
Si ésa es la materia histórica que alimenta el calvario de Terry Malloy -toda la película a su vez está cruzada por una suerte de parábola católico-mafiosa que luego será una influencia determinante en el cine de Martin Scorsese–, la modernidad esencial de Nido de ratas, la cualidad que le permite estar tan viva hoy como hace cincuenta años, es la impresionante actuación de todo el elenco (que incluía auténticos estibadores) y muy particularmente de Brando, recompensado con su primer Oscar de la Academia de Hollywood.
La escena del taxi es justamente famosa y conmovedora y aún hoy se la utiliza como ejemplo en los talleres de actuación que siguen los preceptos del Actor’s Studio. Terry es citado por su hermano Charley, el contador de la mafia (Rod Steiger, en el papel de su vida), que viene a advertirle que no debe testimoniar contra su “familia” del puerto. Pero Terry no lo tranquiliza y Charly saca un arma y lo amenaza, con más desesperación que convicción. Sabe que las vidas de ambos no valen nada. En un gesto que es al mismo tiempo de dolor y de piedad, Terry le baja suavemente el arma, Charley se desploma sobre el asiento posterior del taxi y comienzan a hablar como quizá nunca lo hicieron antes, como hermanos. Charley trata de excusarse, pero lo único que hace es confirmar su traición: alguna vez él también vendió a Terry. Y Terry lo sabe. Y a su manera lo perdona. Pero no puede dejar de pensar qué hubiera sido de él si su hermano hubiera cuidado de él, si no hubiera tenido que perder deliberadamente el campeonato, si hubiera podido “ser alguien”... Toda una vida que no fue pasa de pronto por los ojos de Brando y uno no puede sino verla también, nítida, fugaz, exactamente como la ve él, como si fuera una película que se va esfumando en la noche.

Los dados cargados de Sky Masterson
Por Juan Sasturain

Tan serio, tan Actor’s studio, tan torturado con el ceño en escorzo desde muy joven, no se lo suele recordar así, relajado y risueño. Pero Brando fue alguna vez Sky Masterson, un apostador tramposo y compulsivo, que con camisa negra y corbata blanca gangsteriles, sonrisa y sombrero torcidos, cantaba y bailaba con todas las de perder codo a codo con Frank Sinatra (Nathan Detroit), pero se ganaba sin embargo el corazón de Jean Simmons, una chica del Ejército de Salvación, que sin duda no se merecía. Es que Guys & Dolls –hecha para la Metro en 1955– no suele verse por televisión por una razón muy simple: es un musical en cinemascope. Siempre es incómodo perder bailarines a diestra y siniestra, ver con extrañeza cómo diálogos en vivo derivan en monólogo con interlocutor en off. Los españoles suelen en estos casos achicar la imagen y mostrarla entera, una tira tipo curita que atraviesa la pantalla y deja vacíos arriba y abajo. Es feo también. Por eso –creo yo– es tan complicado volver a ver Guys & Dolls. Una lástima quedarse con las fotos fijas, esos elegantes atorrantes contra la escenografía de alevoso cartón pintado.
Aunque tal vez no sea de lamentar porque, a la distancia, leyendo los comentarios críticos tanto de la filmografía de Joseph Mankiewicz como de las películas de Marlon, la mayoría ilustrada coincide en que el filme basado en una comedia musical de Broadway que recogía, a su vez, la base argumental de algunos cuentos del ingenioso Damon Runyon, era un auténtico engendro. Puede ser. Pero el veredicto no coincide con mis recuerdos y mi deseo: me encanta Guys & Dolls, que se llamó en castellano Ellos y ellas, y que en el libro original de Runyon publicado en la colección Mirasol era más coloquialmente Tipos y tipas.
Lo que sí es cierto es que en la película todos parecen fuera de lugar, no incómodos, pero sí sin oficio en el género: la comedia musical no les queda ni chica ni grande sino rara. Lo cuenta Mankiewicz: “Probablemente, Marlon no hubiera debido interpretar a Sky Masterson, pero nos divertimos mucho. Goldwyn, el productor, me había pedido ayuda para convencerlo porque Marlon, al no haber actuado nunca antes en una comedia musical, no quería interpretar el papel. Entonces le mandé un telegrama: ‘No tenemos nada que temer porque yo tampoco he dirigido nunca una comedia musical. Afectuosamente, Joe’ y aceptó porque habíamos tenido la misma experiencia con Shakespeare (en Julio César), al que ninguno de los dos había abordado antes”. Y la diversión se nota, un clima de relajada joda talentosa.
Brando venía de hacer de Napoleón en Desirée y tendría después su momento oriental a dos colores y dos bandos: en amarillo como el japonés de La casa de té de la luna de agosto, y en blanco, de militar yankee enamorado de chica con kimono en Sayonara. Todos plomos. Por lo menos, en Guys & Dolls se divirtió, entre otras cosas, haciendo rabiar a un Sinatra que hubiera deseado cambiarle el papel.
Su soberbio cazador cazado Sky Masterson, extraído del cuento “El idilio de Mrs. Sarah Brown”, bien podría haber sido uno de los grotescos y queribles ladrones de Los desconocidos de siempre. No es causal que Monicelli haya usado otro de los cuentos de Guys & Dolls de base para su película. Pero el extraño Marlon se hubiera sentido incómodo allí. Acá, en cambio, canta y baila como si supiera. Y siempre es Brando.

Brando baila el tango como ninguno
Por José Pablo Feinmann

Cuando ella dice su nombre, cuando dice “Jeanne”, dispara su revólver y él muere. Él, quebrando un pacto que buscaba hacer del uno para el otro un anónimo, un desconocido absoluto, una ausencia corporalmente presente pero sin designación alguna, le había preguntado su nombre. El pacto era lo contrario: no decirse los nombres, no ser nada el uno para el otro, no fijarse. Lo había propuesto él. Que se llama Paul (que es Marlon Brando en Ultimo tango en París) y ha perdido a su mujer, a la que nunca comprendió, ni conoció con cierta hondura, ni supo cosas de su vida acaso esenciales: que tenía, por ejemplo, un amante. Ella se suicida. Y ese suicidio no hace surgir en él el miedo sino la angustia. La angustia no es el miedo. El miedo tiene siempre una áspera referencialidad. Tengo miedo de “algo”. Se equivocan quienes hablan -dentro de un campo práctico-económico de supervivencia– de la “angustia de no llegar a fin de mes”. Que no te alcance el sueldo. Esa angustia no es angustia, es miedo. Se localiza en la escasez: que algo no sea suficiente, que algo sea escaso, el sueldo. Al localizarse, el miedo se puede vencer o arroja a la acción de vencerlo. Puedo intentar ganar más dinero. Con más dinero llegaré a fin de mes y se me irá el miedo. “Fin de mes” es una temporalidad-objeto. Una fecha de almanaque. A “eso” se le tiene miedo. La angustia no tiene referente en la realidad. No se refiere a algo. A “algo” puedo tenerle miedo. Cuando me angustio nunca es por “algo”. Suele decirse (o ha sido dicho) que el hombre es el único ser que se angustia y más humano es cuanto más profundamente se angustia. Un animal sabe del miedo. La angustia humana se alimenta de nada, no de algo. Sé que hay un horizonte de posibilidades y que en todas ellas está mi finitud. Sé que voy a morir. Sé que mi muerte es sólo dejar de ser. Sé que soy finito en un universo infinito. Pero mi finitud no es “algo”. Si la muerte es dejar de ser es porque no es nada. Así, contrariamente al miedo que siempre me remite a “algo”, la angustia me revela la nada. Puedo asumirla como un formidable dispositivo existencial. El hombre es ese ser cuya angustia le revela la nada. De aquí esa frase (que pertenece a Kierkegaard): lo que hace humano al hombre es que se angustia y más humano es cuanto más profundamente se angustia. La angustia es la experiencia de la finitud, del límite, del nihilismo. De la muerte. Si la posibilidad presente en todas mis posibilidades es la posibilidad de morir, el hombre es, entonces, eso que decía el viejo maestro Heidegger, siguiendo al viejo maestro Kierkegaard y al iracundo maestro Nietzsche, el “ser para la muerte”. La angustia me revela esta situación extrema e insoslayable. ¿Puedo vivir con ella? No todos. Brando, en el film de Bertolucci, no. El suicidio de su mujer no le soluciona nada. El que se suicida precipita la posibilidad de todas sus posibilidades, eligiéndola. Si mi angustia me revela la nada y si, a la vez, no puedo vivir “en” la angustia que la nada me despierta, elijo la nada, me arrojo a ella. Es el único posible que me quitará la angustia realizando lo que la provoca: la muerte, la finitud, la nada. Mi suicidio me nihiliza. Elijo nihilizarme porque elijo suprimir la angustia. Brando hace otra cosa. Le propone a Jeanne no decirse sus nombres y entregarse al sexo como paliativo de la angustia. (Puede ser, también, el alcohol, las drogas, las anfetaminas o el asesinato. Puede ser cualquier ejercicio de hiperactividad. En rigor, los hombres se pasan la vida haciendo “cosas” para no angustiarse, para distraerse de lo insuperable: la nada, la finitud, el nihil que caracteriza al existente.) De esta forma, el sexo, en este film existencial-ontológico de Bertolucci –en tanto sus personajes buscan “ser” algo para evitar lo que la angustia descubre: que el horizonte fatal de la existencia es “dejar de ser”–, es un sexo anónimo, una instrumentación del cuerpo como droga, como opio de la angustia. Mal camino, sin embargo. La característica del acto sexual es realizarse, llegar a un punto de culminación, a un fin. Ese fin me revela “el fin”, la finitud. El sexo es el camino a la nada. O, por decirlo así,a una de las experiencias más poderosas de la nada. “¿Acabaste?”, se preguntan los amantes. “¿Terminaste?” Incluso el orgasmo compartido tiene algo de ritual funerario, de holocausto que elimina la alteridad de los amantes y los arroja unidos hacia el fin: “Terminemos juntos”. Luego de su primer coito Brando y Schneider se separan, aislándose. No permanecen abrazados. La primera gran falsedad se les ha revelado. El sexo, lejos de entregarlos al olvido de la nada, los entrega a una de las experiencias más fuertes de la finitud, del nihilismo. De la nada. El sexo es tan finito como la existencia. Y, comparado con otras posibilidades, peor todavía: es la posibilidad que necesariamente conduce a la experiencia de la finitud. La muerte, como posibilidad de todas mis posibilidades, no se realiza en todas. Si voy al cine y no muero acaso podría experimentar algo de lo finito al finalizar la película. (Tal vez por esta causa la frase “The End” se ha eliminado de la mercancía-cine.) Pero esa finitud no tiene lugar en mi cuerpo, en mi carne. Con el sexo experimento la finitud en mi cuerpo. Soy yo el que acaba, el que termina. Es en-mí que el deseo muere. Se trata, entonces, de empezar de nuevo. El sexo-compulsión, el sexorepetición, busca ahogar la angustia que revela el sexo-nada, el sexofinitud, el sexo-muerte. ¿Cómo no habrían de buscarse, sin saciarse jamás, Brando y Schneider? Todo se precipita con el último tango. Con el baile de la desesperación. Schneider dice: “Se acabó. Está terminado”. “C’est fini”, dice ella. “C’est fini.” Él insiste. La sigue. La corre. Por último –trágico error metafísico de Brando– le pregunta su nombre. Ella dice “Jeanne”. No bien dice “Jeanne” es “Jeanne”. Tiene un “ser”. Nombrar algo es darle un ser. Nombrarse es darse un ser. No bien “Jeanne” es “Jeanne” su angustia se disipa. La finitud no la acosa. El “sentido” la cubre, la protege. Entonces ya no necesita a Paul. Entonces lo mata.
Ésta es “mi” película de Brando. Admiro su valentía para aceptar el papel. Su interpretación desesperada. Su tango nihilista. Su sexualidad que se despierta y que muere y que despierta otra vez para volver a morir. No sé si es su mejor película. Pero es un gran film, con un gran guión, con una gran dirección de fotografía, con un ritmo impecable, ferozmente entretenido y con una portentosa estrella de Hollywood como protagonista. Nada de esto le impidió su hondura casi inapresable.

Noches de ronda
Por Moira Soto

Quebrado, doliente, humillado, impotente, desolado, hecho teta: Brando como nunca se lo vio, podría haber sido el trillado pero esta vez justo eslógan publicitario de Reflejos en tus ojos dorados (1967), ese melodrama gótico sureño presentado el mismo año de la muerte de la autora de la novela original (de 1941), Carson McCullers. Drama con mucha música (la omnipresente partitura de Toshiro Mayuzumi) al que Almodóvar le habría puesto boleros para apuntalar la historia del mayor Penderton que se prenda del soldado Williams que está loco por Leonora (esposa de P.) que adora a su caballo Pájaro de Fuego pero se recrea sexualmente con el oficial Morris, cuya deprimida esposa Allison (perdió una hijita) se entretiene con las fantasías de Anacleto, su mucamo filipino mariquitísimo que pinta pavos reales con un enorme ojo dorado en el que se refleja algo minúsculo y grotesco...
Brando (P.) de noche, antes de tomar su pastita para dormir bien podría pedirle a la luna que se quiebra sobre las tinieblas de su soledad que le diga al soldado que cabalga desnudo y a pelo sobre la yegua alazana, que él lo quiere, que se muere de tanto esperar. Porque Williams, el fetichista que anda oliendo las enaguas de Leonora y se contenta con mirarla dormir (en cuarto separado, claro), es sin saberlo (¿o sí?) el culpable de todas las angustias, de todos los quebrantos de Penderton. Williams lo desespera, lo mata, lo enloquece. Y Brando –aquí correspondería decir en una de sus más geniales actuaciones– deja que se lea en su rostro bellísimo, tensado por el rictus del militar de carrera que enseña la teoría del ataque nocturno de von Clausewitz, el anhelo temeroso, insatisfecho.
Con la dignidad herida por las provocaciones y las burlas de la lozana Leonora, y a la vez fascinado por la misteriosa relación amorosa del chúcaro Williams con los caballos, una noche que hay fiesta en su casa, Penderton va y monta el Pájaro de fuego. El semental se le retoba, el milico lo tortura, el caballo se dispara desbocado (en una secuencia de tremendo impacto físico). Cuando por fin el pura sangre se detiene, Penderton lo castiga furiosamente y después se echa a llorar (lágrimas de Brando, lágrimas negras como su vida). En eso, un par de esbeltos muslos masculinos desnudos cruzan la pantalla: el soldado más deseado de la guarnición viene a rescatar al animal sin siquiera mirar al golpeador. El mayor regresa a su casa en plena party.
Con ese instinto para los caballos que le viene de lejos, de su primera película (National Velvet, 1944), Elizabeth Taylor, peinado batido en torre, moñito blanco sobre la frente, doble pechuga descotada, se da cuenta de que algo muy malo le pasó a su amadísimo Pájaro. Lo comprueba en la caballeriza y regresa fulgurante de odio, hambrienta de venganza, fusta en mano que descarga una y otra vez sobre el rostro de su marido, ya arañado por la carrera entre las ramas, que recibe la tunda “como una estatua”, dirá Anacleto más tarde.
Pobre Brando, es decir, pobre Penderton. Williams sigue rondando por las noches, pero va por Leonora que duerme profundamente con su doble capa de maquillaje, mientras que Penderton querría tenerlo muy cerca, mirarse en sus ojos (dorados), tenerlo junto a él. La tensión erótica sofocada se expande más allá de la pantalla merced a la oblicuidad de la mirada, de los gestitos sutiles de un Brando que ahora despierta compasión, pero que fue odiado por algunos críticos en época de su estreno (“elección fatal y lamentable para ese papel”, escribió Andrew Sarris en The Village Voice). Y una noche terrible, después de elogiar la vida de hombres entre hombres del cuartel; y la nobleza de las armas, Penderton se apresta a dormir. Pero desde su ventana ve acercarse al objeto de su obsesión, bajo la lluvia, y se cree, iluso, que viene por él. Trémulo de ansiedad se arregla el pelo, apaga la luz. Pero, obvio, W. pasa de largo. Un relámpago ilumina la decepción, el despecho de Penderton. Sigue al soldado, vuelve a buscarun arma. Los tiros despiertan a Leonora que chilla horrorizada, estupefacta. Así llegamos a la última noche del soldado imprudente que no supo tener en cuenta que las rondas no son buenas, que hacen daño, que dan pena y se acaba por llorar. O por morir.

Brando, el chicle, Bertolucci, el kitsch y la escena del balcón
POR ALAN PAULS

No sé de quién fue la idea, si de Bertolucci o de Brando. La escena es ésta: después de una jadeante persecución callejera (que incluye una escala con baile en un salón de tango), Paul (Brando) consigue entrar en casa de Jeanne (María Schneider), la francesita de veinte a la que se pasó cuatro días adoctrinando en las artes del deseo, el anonimato (“¡No quiero nombres!”) y el nihilismo amoroso, avanza hacia ella con paso incierto (el champagne del salón de baile) y, casi sin aliento, emite el primer, único, último parlamento romántico que habrá dicho en toda la película: “Corriste por Africa, India, Indonesia. Ahora te he encontrado. Te amo. Quiero saber tu nombre”.
Hélàs, es demasiado tarde. Quizá porque le teme, quizá porque al cabo de 120 minutos de padecerla le cuesta poco detectar la psicopatía que acecha detrás de su sex appeal decadente, Jeanne, que ha sacado de su cartera un pequeño revólver –el espectador no lo ve, pero no recordará en el cine un arma tan femenina como ésa–, le da el gusto y contesta: “Jeanne”. Y le dispara a quemarropa en la panza. Y ahí, señores, hay que morir: Paul pone cara de sorpresa (esa idea a la que ningún gran actor parece haber podido resistirse: la muerte como contrariedad) y después, mientras balbucea una promesa remota (“Nuestros hijos... recordarán...”), va hasta la puerta-ventana que da al balcón, la abre, suspende un pie de garza sobre el zócalo y sale. Y cuando Bertolucci encuadra su cara en primer plano lo vemos descubrir el chicle que tiene en la boca, lo vemos sacárselo, mirarlo con alguna sorpresa y pegarlo en uno de los travesaños del balcón. Después, empalagado y distante, mira por última vez los techos de París y muere.
De quién fue, decía, la idea de que en el instante antes de morir, en el acmé de Ultimo tango en París, apareciera algo tan opaco, tan vulgar, tan anticlimático como ese chicle. Yo, salomónico, diría: el chicle es de Brando; el primer plano es de Bertolucci. Es más: juraría que el chicle recién se le ocurrió a Brando cuando salió al balcón a ensayar la víspera de su muerte: uno de esos trofeos preciosos con que los actores vuelven de la patria de la improvisación. Porque el chicle brilla por su ausencia en toda la secuencia; no está cuando Paul y Jeanne se encuentran bajo el puente de Bir-Hackeim, no está en el salón de baile, no está cuando Paul se mete en lo de Jeanne, no está cuando, después de dos horas de prohibir toda mención de nombres propios, le declara su amor preguntándole cómo se llama. El chicle irrumpe, con la violencia casi de un error de continuidad, en el balcón, en ese primer plano de moribundo. No antes. En Ultimo tango en París, Brando decidió morir mascando chicle.
Así, a su manera brillante y a la vez prosaica, Brando no hacía más que pagarle a Bertolucci con la misma moneda con que Bertolucci lo había contratado. Decidido a filmar la película de los años setenta sobre las relaciones entre la cultura europea y la norteamericana (la de los ochenta, El amigo americano, la filmaría Wim Wenders), Bertolucci tiene una idea astuta: usar a Brando no sólo como el cuadro de honor de Stella Adler que siempre fue, y que siempre enorgulleció a los norteamericanos sino como ready made, como un concepto vivo, un logotipo. Una figura capaz de representar al mismo tiempo dos valores antagónicos pero inconfundiblemente americanos: el turista caprichoso, demasiado saciado, siempre despectivo, y el energúmeno vital, progresista, sexualmente impredecible. En otras palabras: el hartazgo y la energía. Bertolucci importó a Brando de la Costa Oeste norteamericana como Hitchcock importó a Doris Day de la domesticidad de la clase media, Wenders a Nicholas Ray del ostracismo o Stanley Kubrick al supertándem Kidman-Cruise de La Meca Industrial: para homenajear y desafiar a la vez. (Quizás en esa convergencia de dos gestos tan enemigos esté la clave del modo extrañísimo que tiene la película de Bertolucci de envejecer, desplegando al mismo tiempo sus semillas de ridiculez y sus intuiciones profundas, su kitschtilingo y su formidable potencia musical.) Al importar a Brando, Bertolucci era artero: reconocía su condición de monumento, sí, pero desfallecía por sacarlo de contexto, por injertarlo en un tejido nuevo, por observar y medir sus reacciones en ese ecosistema ajeno. Brando era un objeto doblemente rentable: como sujeto social (el Gran Brando va a filmar a Europa con el director de El conformista) y como profesional de la actuación.
¿Y qué hace Brando? Muere comiendo chicle. Mejor: muere sacándose el chicle que tiene en la boca. Como si dijera: “La escena es demasiado importante para actuarla mascando chicle”. ¡El mismo chicle que él, Brando, acaba de descubrir –es el gran secreto de su escena– y de meterse en la boca! En otras palabras: Brando da con la idea de la escena –el chicle– y usa la escena para liquidar la idea con la que ha dado. A riesgo de quedar como un épateur profesional, yo diría que si hay algo memorable en Ultimo tango en París, no hay que buscarlo en el escándalo, ni en la franqueza sexual, ni siquiera en el acento ferozmente ideológico de la franqueza sexual (responsable del pasmoso efecto pedagógico de la película, hoy más flagrante que nunca), sino en la decisión genial, absolutamente aristocrática, de desembarazarse –en el casi último plano de la película: el plano del morir– del icono norteamericano que el mismo Brando, como un mago su conejo trémulo, acaba de sacar de la galera. “No quiero morir a la americana”, parece decir Brando, y se saca el chicle de la boca y –reflejo postrero de colegial avezado– lo pega en el travesaño del balcón.
Y entonces, recién entonces, a más de dos horas de haber redescubierto los cuadros de Bacon que abren la película (para Brando, una bienvenida europea nada desdeñable, reconozcámoslo), y que Bertolucci “recrea” a su denodada manera, con ese departamento curvo y ese colchón en el medio a modo de pedestal baconiano, o condenando a los actores a actuar detrás de vidrios esmerilados, uno hace memoria y se pregunta: pero, ¿Brando no se pasó toda la película mascando chicle? Y uno rebobina y sí, en efecto, tiene esa impresión. ¿No es eso lo que hacía Brando cuando Jeanne le reclamaba que la escuchara? ¿No masticaba Brando su Boobaloo cuando Bertolucci lo adoctrinaba... ¿en qué? ¿En Laing, en Wilhelm Reich, en el freudomarxismo? ¿En Armando Verdiglione?
No. No hay un puto chicle en toda la película. (Supongo que eso debe ser un gran actor para mí: alguien que te hace recordar algo que no pasó.) La explicación es simple y pone al desnudo, creo, el axioma elemental de Hollywood: los actores son marcas. Brando hace aparecer un chicle en su boca y le hace creer al espectador que ese chicle fue y es Brando. Y Brando, que es un gran actor, se atreve, con Bertolucci, a actuar de eso: del norteamericano que masca chicle en un ecosistema de segunda mano –es Bertolucci el que filma, no Godard– donde se funden la nouvelle vague y el feminismo hippie, París y Jean Vigo, el cinéma vérité, el Gato Barbieri y la fobia al pop (y por lo tanto, el naufragio en el ridículo). Brando jamás se mete un chicle en la boca, pero siempre está... en otro lado. (¿No es eso, acaso, comer chicle: fingir estar acá y estar en otro lado? ¿No viene de ahí toda su insolencia?) Paul no escucha, no reacciona, no responde. Es una mezcla imbécil de catatónico y de compulsivo. Ejecuta el principio de las “acciones físicas” al pie de la letra: juega con la pantallita de un velador, estira hasta el ridículo un hilo sisal de cortina, ensaya junto al ascensor de jaula un numerito de tap dance (fingiendo que se seca una lluvia), se mordisquea las uñas, hurga con la lengua una pared díscola de la boca... La cuestión es que siempre está en otra. Ése es su personaje, en realidad: el que está en otra. Y aquí, homenaje merecido a Bertolucci. Lo que le gustó a Bertolucci de Brando -48 años, personalidad conflictiva, abdomen prominente, sospechosa volatilidad capilar y un horizonte personal-profesional muy pocoalentador– fue exactamente lo que Hollywood sólo hubiera tolerado para hacer leña del árbol caído: una decadencia.
Bertolucci, buen cinéfilo, lo vio decaer y pensó: “El único lugar donde este monstruo puede sobrevivir es el cine europeo”. Y lo contrató. Lo contrató para una película llamada Ultimo tango en París, a rodarse en 1971 en París, básicamente en un departamento de 120 metros cuadrados, a metros del puente de Bir-Hackeim, donde tendría que hacer de un norteamericano rico en pasados: ex boxeador, ex actor, ex genio del bongó, ex revolucionario en América latina (¡Viva Zapata!), ex periodista en Japón, ex turista en Tahití, ex estudiante de francés, ex marido de una mujer rica, ex marido de una mujer rica que se corta las venas en la bañadera... Y Brando, buen genio norteamericano, dice: “Hacer de ex... ¿Por qué no?”. Y en el momento de morir, lo único que se le pasa por la cabeza es sacarse un chicle de la boca con toda delicadeza. “Voy a morir –piensa–; no puedo morir y estar en otro lado.”
El Rey ha muerto.
Viva el Rey.

Especies que desaparecen
POR JUAN IGNACIO BOIDO

Como esos ramalazos de lucidez que se parecen a la locura, Superman se parece a un chiste: es 1978, venimos de El Padrino, de Ultimo tango en París, de una generación nueva que parece resucitar al cine, y de repente Marlon Brando, el mejor actor del mundo, se suma a la producción inglesa de una adaptación del icono máximo del comic norteamericano, acepta un papel no precisamente protagónico, viaja a Inglaterra, trabaja exactamente el tiempo estipulado más un día sin cargo a pedido suyo, sabe las líneas, no improvisa, le alcanza con imprimir en el personaje un remoto acento británico para darle autoridad y cobra un millón de dólares, una cifra desorbitante para el Hollywood de ese momento. Las vigas del guión son por lo menos un disparate: Brando, vestido de túnica negra, imparte justicia en un planeta lejano, y la imparte hasta último minuto, incluso cuando ya sabe y ha advertido, en vano, que el planeta se encuentra a punto de estallar, pero, noble, estoico, resignado, apenas se distrae de tan devota tarea para salvar a su hijo, a quien coloca dentro de una cuna de cursilería inenarrable lanzada rumbo a la Tierra, y dentro de la cual, durante el viaje, el bebé escucha las grabaciones de su padre que lo educan y lo preparan para un futuro peor. La cuna se salva, aterriza en Estados Unidos y de ahí sale Superman, mientras el planeta Krypton queda atrás y se destruye. Brando, por supuesto, muere con él. Todo esto no dura más de veinte minutos. Con eso, la película recién empieza.
Pero con Superman, también empieza otra cosa: con Superman termina de tomar forma el Brando conceptual, el Brando sarcástico: ya no importa la interpretación (como, por lo menos, importaba en Ultimo tango en París, y cómo importaba, al punto de convertir la película casi en un testimonio de su actuación). Después de desgarrar desde adentro la interpretación, de hacer con la interpretación lo mismo que hace Clark Kent con su camisa, en Superman Brando lleva la actuación a su punto ciego: a ese punto en que todavía importa lo que pasa adentro de la pantalla, pero ya no lo que pasa adentro de la película. Con Superman, lo único que importa es Brando: importa que ese actor sea Marlon Brando, y nada más. Eso que Brando hace en los primeros veinte minutos de Superman parece reflejo de eso otro que haría un año después en los últimos veinte minutos de Apocalypse Now!: aparecer quebrado, vencido, noble hasta lo incomprensible, el hijo dilecto de un mundo que desaparece, el padre de una estirpe peor.
En los setenta, Brando se dedica a morir de todas las maneras posibles: muere en El Padrino, lo matan en Ultimo tango en París, pedirá que lo ejecuten en Apocalypse Now!; en Superman, simplemente se extingue junto al mundo al que pertenece.
Superman es, de alguna manera, una despedida. Es su primera película rara y su última película flaco. En 1956, en medio de una filmación que naufragaba, le decía a Truman Capote: “De todos modos, ¿en qué obra de teatro podría actuar? No hay papeles para mí en el teatro. Nadie los escribe”. Veinte años después, mientras Elvis se hinchaba y se extinguía en un casino de Las Vegas y Capote hacía lo mismo en los restaurantes de Nueva York, Brando parecía preguntarse: “De todos modos, ¿en qué película podría actuar? No hay papeles para mí en el cine. Nadie los escribe”. ¿Por qué iba a parecerle Busco mi destino el principio de algo a quien había hecho El salvaje? ¿No es triste intuir el momento en que Brando se cansa de ese cine que ya desde el comienzo hacía “por no tener el valor moral para rechazar el dinero”? ¿Por qué nunca nadie nos hizo el favor a tiempo y le pidió que hiciera de Edipo en vez de hacer de Brando? ¿Quién podía dirigirlo? ¿Con quién podía filmar? Ni siquiera los mejores, como Lynch, necesitan actores como Brando: no necesitan actores que proyecten la historia sino actores que la reflejen. Y entonces, ¿Brando no se empieza a parecer a un dios vencido que renuncia a ofrecer los trucos sencillos que le exigen? La ironía, en Brando, se transforma en tragedia. A diferenciade Los Beatles, de Lawrence Olivier o de Nabokov, Brando –como Elvis, como Capote, como algunos héroes imposibles hasta en los mitos– arrancó la nobleza del acento, la clase y la tradición, y la devolvió al corazón. De ahí nace su arte. En cada gran actuación, Brando ofrece el Amor y la Verdad en una sola pieza, recubierta por esa cualidad única de los seres humanos, que es a la vez el milagro y la maldición: la premonición de la muerte. No hay una sola actuación de Brando que no esté envuelta en ella. Eso es lo que lleva en los ojos, ésa es la llama oscura de la tristeza con que convierte la atmósfera de cada escena en una sustancia más densa, como la de una criatura submarina acostumbrada a nadar en soledad por las profundidades, ensimismado en la conciencia de la vida.
Por eso, igual que en Ultimo tango en París y en El Padrino antes, y en Apocalypse Now! después, en Superman Brando aparece para morir. Y con él, muere un mundo. Lo que ese mundo deja en éste es algo más pobre, más triste, algo peor: Superman, un hijo incapaz de cargar al cuello un pedazo del mundo del que viene, un pedazo de ese mundo mejor –ese cine mejor– en el que vivía Marlon Brando. Brando –que durmió horas sobre bloques de hielo para conseguir el entumecimiento de los golpes en Nido de ratas– asiste al nacimiento de un mundo en el que alcanza con acostarse con un puño adelante y una capa atrás para volar. Podemos no creer en los dioses, pero más triste es que los dioses no crean en nosotros.
Quizá sólo Bette Davis llegó al mismo lugar que Brando y pudo, además, enroscarse la sorna como una boa al cuello. Quizá por eso Bette Davis publicó un aviso ofreciendo los servicios de “una actriz experimentada, sin trabajo, pero con algunos Oscar” y Brando, en cambio, trágico, visceral, tuvo que filmar Superman.
Después, durante los ochenta y los noventa, volvió como un fantasma para recordarnos que los muertos existen. La parodia de Vito Corleone en Un novato en la mafia. El regreso infernal, alzado en hombros por sus propios monstruos en La isla del Dr. Moreau. La gracia inasible para bailar con Faye Dunaway y 120 kilos en Don Juan de Marco. La modesta lección a De Niro y a Edward Norton en The Score. La lucidez demencial de su último proyecto inconcluso: interpretar a un actor mítico, remoto, venerado y a la vez olvidado, llamado Marlon Brando.
Ahora no tenemos más Brando. Ni siquiera para que haga de Brando.
Sólo nos queda volver a casa, como vuelve Superman a su cueva del Polo Norte, y sentarnos frente a nuestras videocaseteras para buscar en Brando lo mismo que en los griegos: aprender algo de un mundo que no pudo salvarse.

Kurtz aparece
POR RODRIGO FRESAN

Las escenas no están filmadas, pero aparecen descriptas hasta el más mínimo detalle en Notes on the Making of Apocalypse Now de Eleanor Coppola, en Apocalypse Now: The Ultimate A-Z de Karl French y en The Apocalypse Now Book de Peter Cowie.
Leamos, imaginemos, veamos.
El 14 de agosto de 1976, Marlon Brando recibe una copia del guión de Apocalypse Now. Brando está de incógnito en una clínica de Los Angeles intentando bajar de peso para asumir el rol de Kurtz, pensado originalmente para Jack Nicholson. La idea es perder dos libras por día. Cuando ingresó, Brando pesaba unas 240. Lejos de allí, el rodaje rueda lento y difícil: Harvey Keitel pasó y partió; Martin Sheen se está volviendo loco y prepara –sin saberlo– la inolvidable secuencia de su ataque cardíaco; Francis Ford Coppola ya está loco del todo y quién sabe si podrá volverse cuerdo.
Brando lee y sonríe como Buda. A Brando le divierte la idea de viajar a Manila y pide detallados planos sobre dónde estarán sus aposentos (exige una casa-barco), cuál será la distancia hasta el rodaje, hace preguntas casi científicas sobre la variedad de los mosquitos del lugar y conversa durante horas por teléfono con oficiales retirados de los Boinas Verdes.
Y aquí estamos, EXT.-DIA / FILIPINAS: Brando desciende y aterriza y baja del avión y –para sorpresa del director y elenco– es un Brando enorme y frágil y tembloroso por el jet-lag. Un Brando en el que caben cómodamente dos o tres Brando modelo Un tranvía llamado deseo. Ninguno de los uniformes militares que tienen preparados va a servir, comprende Dean Tavoularis, encargado del diseño de producción.
“Francis se puso un poco nervioso al verme”, recordó después Brando. “Brando es un genio, no sólo como actor sino, también, como pensador. Su problema es que suele utilizar sus amistades como si fueran jabón de baño”, contraatacó Coppola. Eleanor, esposa del director, describió al actor como “un gordo de pelo corto y gris”. Vittorio Storaro –quien ya había trabajado con él– no lo reconoce.
Brando organiza una fiesta para darse la bienvenida en el Pagsanjan Rapids Resort Hotel donde se alojan los miembros norteamericanos e italianos del equipo. Brando festeja poco, tiene fiebre, se apoya todo el tiempo en un bastón, apenas puede moverse, el sillón donde se ha derrumbado cruje. Brando se hace amigo de Janet, la esposa de Sheen, porque ésta le alcanza botellitas de Perrier. Brando ordena que le envíen flores todos los días. En privado, Brando tortura a Coppola. Le dice que es el peor guión que jamás ha leído (Brando acabará improvisando sus partes en monólogos de hasta 45 minutos), le exige que Kurtz cambie de nombre y se llame Leighley (“un apellido más suave, que suene como el viento entre los trigales”, sonríe casi emocionado; Coppola se rinde y dice que OK, de acuerdo, y filma varias escenas donde todos se refieren a “Langhley”, nombre cuyo sonido será sobregrabado a la hora del montaje), le explica que no tiene la menor idea de quién es Conrad y mucho menos de algo llamado Heart of Darkness. Coppola manda a alguien a que consiga una edición paperback de la novela. Brando se retira a sus aposentos con el libro en su garra, Coppola llora: sabe que tiene a Brando sólo por cuatro semanas de cinco días, y no tiene la menor idea de lo que hará con este Brando.
A la mañana siguiente, Coppola y el cameraman esperan a Brando para realizar unas pruebas del personaje, a ver qué sale, a ver cómo lo solucionan. Lo que emerge de la casa flotante no es Brando. Es Kurtz: uno hombre que ya no es gordo sino monumental. Brando se ha rapado la cabeza por completo y va vestido con camisa y pantalones de algodón negro y zapatos con plataformas que lo hacen todavía más alto. “Estábamos discutiendo sobre dónde debía pararse Brando y de pronto apareció este Moloch increíblemente calvo, la cabeza tenía el lustre de una bola de billar.”Brando pasa a su lado sonriendo y sólo se detiene para decir: “Lo pensé mejor. No está mal eso de Kurtz”.
Storaro y Coppola lo siguen en el más reverente de los silencios y entran tras él en el templo.
FUNDE A NEGRO.

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