Dom 05.09.2004
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POLéMICAS

"Si supiera para qué sirve el arte, sería coleccionista"

Hace tres meses, el artista italiano Maurizio Cattelan colgó tres esculturas de niños de la rama de un árbol de una plaza pública de Milán; 36 horas después, un milanés enfurecido trepaba al árbol y cortaba dos de las cuerdas, dañando las esculturas. Cayó cuando intentaba cortar la tercera. “No lo hice por los niños –dijo en la ambulancia que lo llevaba al hospital– sino por todos.” Poco más tarde, la Fundación Nicola Trussardi, que había encargado la obra a Cattelan, retiró los polémicos niños de la exhibición. Pero el chat que la revista Flash Art organizó entre sus lectores y el italiano prueba que la polvareda no se ha disipado del todo. Y que Cattelan es uno de los artistas más incómodos del arte contemporáneo.

Por Giancarlo Politi
y los lectores de Flash Art

El árbol del escándalo
Maurizio, yo hubiera esperado que el señor Franco De Benedetto –torpe vengador del arte, flamante exponente del nuevo Ku Klux Klan de la intolerancia cultural–, al caer del árbol de Milán donde colgaban sus hermosos ángeles, se golpeara contra el suelo o –mejor aun– contra el olvidado monumento del Renacimiento milanés que está bajo el árbol. ¿Qué mejor ocasión de convertirse en un mártir del arte para un alcohólico con veleidades exhibicionistas? ¡La historia está llena de santos a pesar de sí mismos! Un santo del arte hubiera encajado muy bien en este momento de grandes emociones religiosas y políticas, con todos esos seguidores que gritan y se desgarran las vestiduras. Imagine la multitud de artistas frustrados, críticos subalimentados y ciudadanos bienpensantes que se habrían sumado al funeral milanés para gritar y santificar a un alcohólico. Hubiera sido todo un síntoma de la época. En suma: nos hemos perdido parte del espectáculo que su obra merecía, ¿no cree?
–No me gustan los funerales, y en este momento el mundo está lleno de mártires que hacen cosas mucho peores. Quizá sea hora de hacer menos ruido. Los chicos en el árbol eran tan silenciosos, a pesar del tráfico que había alrededor. Quizás haya que empezar de ahí. Es obvio que uno no puede cortarse una oreja todos los días, ni ser siempre un héroe o un exhibicionista. Yo también soy un apóstol del silencio.
¿Cuál era el propósito de la instalación? ¿Incrementar su fama de enfant terrible?
–No, en absoluto. En realidad era sólo una manera de tomar partido y decir algo claro sobre lo que le estamos haciendo a nuestro futuro. Era una crucifixión, quizás un sacrificio ritual. No tenía que atraer la atención sobre mí sino sobre el mundo que está ahí afuera.
¿No hubiera sido mejor explicarles a los ciudadanos las razones por las que produjo esa obra de arte?
–Dar explicaciones no es mi trabajo. Es el papel del espectador y la responsabilidad del crítico. Por otro lado, yo no quería que la instalación pareciera sólo mía. Tenía que lucir como un gesto coral. No era yo el que colgaba a los chicos del árbol; todos, directa o indirectamente, estamos haciendo cosas mucho peores.
¿Esperaba usted esa reacción?
–Esperaba discusiones, debates. No, probablemente, que se convirtiera en un enfrentamiento político. Pero creo que fue muy interesante. El arte tiene también esa tarea. Debe catalizar opiniones diferentes y ser espejo de nuestras paranoias. Lo que más me sorprendió fue que una obra de arte pudiera provocar enfrentamientos en torno a la libertad de expresión. Vivimos una época en que los derechos se dan por sentados y a menudo se olvidan. Cada tanto es útil detenerse a discutirlos.
En realidad, la gente que se sintió disgustada por la obra fue la que vivía en la zona. ¿Cómo reaccionaría usted si alguien entrara a su casa y le colgara de la pared algo que usted detesta?
–En primer lugar, yo no invadí ningún espacio privado; actué en el espacio público. Es más: no hice nada ilegal, ni nada más inconveniente que muchas de las cosas que pasan a nuestro alrededor a la vista de todo el mundo. Y también me parece muy interesante que por alguna razón una imagen sea rechazada cuando aparece en el mundo real, pero sea perfectamente bienvenida cuando aparece reproducida en los diarios o la televisión. Es como si en algunos contextos nos gustara estar indefensos. A fin de cuentas, se habló mucho de buen gusto, pero el gusto es un problema de los que fabrican helados. El arte, como la vida, está más allá del gusto: porque aspira a la verdad incluso cuando miente.
Después de lo que pasó con los muñecos/niños colgados, ¿lo respeta Milán como artista? ¿Lo merece?
–No creo en las generalizaciones. En Milán hay gente que detestó la obra y gente a la que le hubiera gustado seguir viéndola en la plaza 24 de Mayo. Por otro lado, antes de colgar a los niños, hubo meses y meses de reuniones, discusiones y permisos; la Fundación Trussardi había estado trabajando en el proyecto desde enero. Y me encontré con mucha gente que sigue creyendo que el arte puede decirnos algo sobre el mundo.
Es la segunda vez que atacan sus esculturas. ¿Qué se siente al estar en compañía de otros atacados como Malevich, Miguel Angel, Mondrian y Rembrandt?
–Donde hay arte hay iconoclasia. Las imágenes siempre son víctimas de ataques, a veces simbólicos, a veces físicos. Yo, personalmente, sufro una forma aguda de iconofilia: si no miro al menos cien imágenes por día se me llena la cara de manchas.
¿La sociedad actual es más madura que la que guillotinaba gente en las plazas públicas?
–No creo que las cosas hayan cambiado mucho. Antes contemplábamos las ejecuciones en plazas. Ahora las vemos por televisión.

La vida según Cattelan
¿Cómo era su vida antes de convertirse en un artista de éxito?
–Era un perdedor. Mi máxima preocupación era cómo ganarme la vida. Me llevó 30 años entender que, si era un fracaso, no era mi culpa. Tenía que reinventarme un sistema, encontrar una salida y establecer algunas reglas que pudieran funcionar para mí y para algunas otras personas. Supongo que eso tratamos de hacer todos.
¿Cómo maneja su vida cotidiana?
–Soy bastante maníaco y repetitivo. Me deshago de todo aquello que pueda molestarme. Trato de no poseer nada.
¿Qué debe hacer un artista para tener éxito?
–No tengo recetas, supongo que porque no creo haber hecho nada especial. Sólo tratar de ser otra persona.

Retrato de artista
¿Hasta qué punto influyó en usted la escena artística de Padua de los ‘80?
–No creo en escenas ni en grupos. Por otro lado, en esa época, en Padua, yo estaba muy ocupado haciendo cursos nocturnos para ser electricista. No tenía mucho tiempo para el arte.
¿Qué fue lo que lo llevó hacia el arte?
–Llegué por el camino del ensayo y el error. Quizá sólo fuera el último refugio que me quedaba. Y me aceptaron, con todas mis dudas y mis miedos. Ésa, creo, fue la diferencia.
Durante muchos años, en ocasión de presentaciones públicas, usted enviaba a Massimiliano Gioni para que tomara su lugar e interpretara su papel. ¿Cómo empezó ese juego de personalidad dividida y qué sentido tiene para usted?
–No nos dividimos, simplemente nos multiplicamos. No veo en ese gesto ningún sentido secreto; es sólo una manera de resolver un problema. No sé hablar en público, de modo que cualquiera puede ir y hacerlo mejor. Y cuando Massimiliano contesta, también copia, recicla, inventa. Lo cierto es que me aterra el aburrimiento. Escuchar a otro describir tu trabajo siempre es una sorpresa. Y creo que la gente hoy necesita más dudas y menos certezas.
¿Quién está contestando ahora? ¿Usted? ¿Otra persona? ¿Massimiliano Gioni?
–La respuesta está dentro suyo, y es incorrecta.
¿Cuál es para usted el objetivo del arte?
–La palabra “objetivo” me hace pensar en disparar con un arma. Los blancos o los objetivos no me interesan demasiado. Prefiero los errores.
¿En qué pensaba cuando clavó las manos de aquel chico [Charlie no surfea, de 1997] a su pupitre escolar?
–Me preguntaba qué dolerá más: un lápiz que ensarta una mano o repetir primer grado.

El hombre esponja
¿Para qué sirve el arte?
–Si lo supiera, sería coleccionista.
¿Puede haber hoy arte sin marketing?
–¿Y vida sin muerte? Nada es necesario, pero todo es útil.
Para Maurice Blanchot, un cadáver, al estar presente y ausente al mismo tiempo, muestra lo que se esconde en las palabras y las imágenes. ¿Es ése el juego que juega usted con la realidad y la ficción?
–Trabajé con cadáveres –con cadáveres reales– cuando era empleado en una morgue, y los veía tan sordos, tan distantes... Quizá sea culpa de ese trabajo, pero cuando pienso en una escultura siempre la imagino así, lejana, de algún modo ya muerta. Siempre me sorprende que alguna gente se ría con mis obras; quizá reírse ante la muerte sea una reacción espontánea.
¿Su arte presta algún servicio a la sociedad?
–No tengo idea, y no está entre mis ambiciones contribuir a un diálogo sobre la humanidad. No siento que encaje en el papel de héroe. Sólo soy un altavoz, o quizás una esponja. No creo haber hecho nada más provocativo o cruel que lo que veo a mi alrededor todos los días.
¿Cuál fue el último regalo que se hizo a sí mismo?
–Una prótesis dental.

El dinero y los otros
¿Qué relación tiene con el dinero?
–Una relación extraña. El dinero me da casi miedo, y me he obligado a vivir como si nada hubiera cambiado. Por supuesto, el dinero es un gran medio de comunicación, quizá más efectivo que la religión. Pero en ese caso lo que importa no es cuánto dinero tenés sino cómo y adónde va el dinero.
¿Cuánto dinero ha ganado?
–Sería más interesante saber cuánto gasto, que es muy poco. Pero lo dejaremos para otro momento.
¿Qué comentarios críticos le han producido mayor disgusto?
–Estoy un poco cansado de los que hablan sólo de dinero o dicen que soy un payaso o un fraude. Por alguna razón, parece imposible creer que sólo trato de decir lo que pienso. Pero también en ese caso quizá sea mejor; al menos puedo decir cada tanto algo serio sin que nadie se dé cuenta.
¿A cuál de sus obras se siente más apegado, o cuál cree usted que funcionó mejor?
–Cada vez es una sorpresa, supongo que porque no toco ninguna de mis piezas; siempre es otro el que produce mi obra. De modo que no siento particular apego por lo que hago. Es algo que siempre pertenece a otro, desde el vamos. Algunas obras sirven en un momento preciso; otras crecen de a poco y, si uno tiene suerte, duran más. Por sobre todas las cosas, megusta cómo las obras de arte cambian de sentido de acuerdo con lo que sucede a su alrededor. Es como si tuvieran muchas vidas.

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