LOS DOCE GRANDES EQUíVOCOS DE LA MúSICA. CAPíTULO VII
Paul Hindemith, niño terrible
Para muchos es el autor academicista y solemne del Ludus Tonalis para piano, el abanderado de la música utilitaria y la nueva objetividad, el creador de obras didácticas para instrumentos exóticos como la tuba o las flautas dulces. Pero Paul Hindemith tuvo un pasado, y en ese pasado fue otro: introdujo el ragtime y otras músicas degeneradas en la Alemania de los años ‘20, fue el más expresionista de los expresionistas, compuso obras con títulos tan bonitos como Asesino, esperanza de mujeres, Sinfonietta en broma o La muerte muerta y terminó una ópera con una monja desnuda frente a un crucifijo.
› Por Diego Fischerman
En 1921, Paul Hindemith dirige los ensayos de su última ópera. La escritura orquestal abunda en disonancias y los músicos, con cierto enojo, tratan de exagerar las asperezas armónicas. El joven compositor detiene el ensayo y les habla: “Aun cuando suena bastante mal, todavía no está bien. Quiero que suene peor”. Algo bastante adecuado para una obra llamada Sancta Susanna, que concluía con una monja desnudándose, presa de incontenibles deseos sexuales, frente a un crucifijo. La ópera cerraba una trilogía de obras en un solo acto.
En la primera, Asesino, esperanza de mujeres, con libreto y escenografía de Oskar Kokoschka, se desarrollaba una especie de delirante enfrentamiento sadomasoquista entre un hombre y una mujer, vigilados por gigantescos guerreros y sumisas esclavas. La segunda, mucho más liviana, era una ópera con marionetas titulada Das Nusch-nuschi y allí se contaba la castración de un hombre que engañaba a su mujer.
En la misma época, el autor componía una de sus obras maestras: la Música de cámara nº 1, escrita para dos violines, cello, contrabajo, flauta, clarinete, fagot, trompeta, dos percusionistas, piano y acordeón. Y una suite para piano donde incluía al ragtime entre sus movimientos. Y una Sinfonietta en broma donde se burlaba del mismísimo Brahms. Casi nada de ese período se toca actualmente. Casi nada se recuerda. La culpa, por supuesto, es del propio Hindemith, que se arrepintió de todo, que nunca reconoció su pasado y que, ya prohibido por el nazismo, radicado en Estados Unidos, convertido en abanderado de la gebrauchtmusik (música utilitaria) primero y de la nueva objetividad después, se dedicó a tratar de convertirse en una dudosa reencarnación conservadora de Bach, en plena segunda mitad del siglo XX. Sus abundantes cánones y fugas, sus infinitas obras de cámara para impredecibles conformaciones instrumentales, incluyendo tuba sola y trío de flautas dulces, sus piezas para coro, hicieron que cuando murió, en 1963, fuera un hombre con mucha más edad que los 68 años que tenía. Y el punto más alto de ese culto al pasado y de esa pasión por volver a componer lo ya compuesto, fue el legislativo Ludus Tonalis para piano, una especie de nueva versión de El clave bien temperado que, de todas maneras, tiene momentos extraordinarios –y que suenan extrañamente parecidos a las improvisaciones solistas de Keith Jarrett–.
El mejor Hindemith, sin duda, está en esa juventud expresionista en que escribió, además del tríptico operístico bizarro, una extraordinaria serie de canciones titulada La muerte muerta, la pantomima El demonio y su notable ópera Cardillac. Además de la iconoclasia, de un salvajismo rítmico que lo acerca a Stravinsky y de su evidente placer por los rincones más violentos de la tensión armónica, en esas obras se verifica una de las características más personales e interesantes de toda la música del siglo pasado. Hindemith solía concebir los distintos movimientos de una obra como complementarios entre sí. Cada uno de ellos exploraba parámetros y posibilidades totalmente diferentes. Pero la originalidad no terminaba allí. En muchos casos eran obras completas las que se articulaban como partes de un mismo relato. Cada una de las tres óperas breves trabaja un clima particular que es excluido de las otras dos. Después del casi ampuloso, romántico y virtuoso Concierto para cello Op. 3 aparece la Lustige Sinfonietta. Y, desde ya, las siete Kammermusik, escritas entre 1921 y 1928, pueden entenderse como un recorrido por las variadas posibilidades de ese rótulo –música de cámara–, desde los doce instrumentos de la primera hasta el concierto para órgano y orquesta de cámara de la última, pasando por un quinteto de vientos, un concierto para piano, uno para cello, uno para violín, uno para viola y otro para viola d’amore.
Atacado públicamente por Goebbels como “atonal creador de ruidos” y casado con una judía –Gertrud Rottenberg–, Hindemith eligió un mal año, además, para completar una ópera en la que revalorizaba la figura de Matías Grünewald, un pintor que no sólo había anticipado, en el Renacimiento,rasgos del expresionismo, sino que había participado de una revuelta campesina contra el emperador. En 1934, el año siguiente al del ascenso de Hitler al cargo de canciller –en elecciones ganadas por abrumadora mayoría–, Hindemith sólo pudo estrenar una Suite sinfónica de Matías el pintor, que terminaría siendo su obra más conocida. La ópera completa se estrenó en 1938, en Suiza, donde vivió hasta 1940, en que se radicó en Estados Unidos. Pero el niño terrible se reservaría una última paradoja. Condenado por la vanguardia como el más conservador de los conservadores, se dio el lujo de ser el primero en escribir música para trautonium, un instrumento pionero de la electrónica.