VIDEO - DOS CLáSICOS SECRETOS DE JOSEPH LEWIS
Gracias por el fuego
Por fin llegan a video Gun Crazy y The Big Combo, los dos ardientes films noirs que consagraron a Joseph Lewis como el rey de la serie B en el pacato Hollywood de los ‘50.
Por Horacio Bernades
El hampón acorrala a su hombre de confianza, un tipo sordo, con un aparato en la oreja, que quiso traicionarlo. “Para que no sigan diciendo que no conozco la piedad –le dice–, te voy a evitar el dolor de escuchar tu muerte.” Y le arranca el audífono. Entonces, desde la posición de la víctima se ve el relumbre de la lluvia de disparos. Se ven pero no se oyen: el término subjetiva –que describe la posición de la cámara cuando ocupa el lugar de un personaje– se ha extendido aquí a la banda sonora. Los fogonazos duran una fracción de segundo; en ese lapso, la película entera ve y oye lo mismo que el personaje.
No: no se trata de uno de esos alardes metalingüísticos típicos de Godard, Tarantino, Seijun Suzuki o Miike Takashi. La escena pertenece a una película del Hollywood de los ‘50, un lugar y un tiempo mucho más asociados con índices altos de conservadorismo estético y político que con audacias o zarpes estilísticos. Pero basta pensar en películas como El rata (Sam Fuller), Los usurpadores de cuerpos (Don Siegel), El increíble hombre menguante (Jack Arnold), Yo caminé con un zombie (Jacques Tourneur) o Bésame mortalmente (Robert Aldrich) para comprender todo lo que ese juicio tiene de prejuicio histórico y apreciar la libérrima voluntad de estilo que recorría por esos tiempos el cine norteamericano.
Claro que esa corriente inquieta circulaba casi fuera de cuadro, lejos del mainstream, los grandes presupuestos y la pompa del Hollywood oficial. Todas las películas citadas se filmaron rápido, con poca plata, sin estrellas ni grandes expectativas de taquilla, como era norma entre las obras de lo que se conoce como clase B. Y uno de los reyes de la clase B es Joseph H. Lewis, que empezó a filmar a fines de los ‘30, dirigiendo westerns, y terminó en la TV de los ‘60, al frente de episodios de Bonanza, La ley del revólver y El gran chaparral. Lewis nació a comienzos del siglo XX y murió en sus postrimerías. Si hoy forma parte de la historia del cine es sobre todo por dos películas, ambas clasificables dentro de la categoría film noir.
Una es de fines de los ‘40, la otra de mediados de los ‘50. La primera es Gun Crazy, cuyo título es una promesa de explosividad, concisión extrema y máxima elocuencia. Y vaya si cumple. La otra es The Big Combo, menos legendaria pero igualmente subversiva y sorprendente. De la reciente edición en video de The Big Combo procede la escena que se describe al comienzo de esta nota. Porque ésa es la noticia: el paraíso cinéfilo ambulante que es el sello Epoca acaba de editar en video Gun Crazy y The Big Combo, con los títulos que recibieron en el momento de su estreno en Argentina: Vivir para matar y Gangsters en fuga.
La cámara cómplice
Incluida en el libro Alternative Oscars como la ganadora moral de la estatuilla a Mejor Película en 1949, Gun Crazy pertenece a una familia genérica que atraviesa la historia del cine norteamericano: las “películas de pareja criminal en fuga”. Inaugurada en los años ‘30 por Fritz Lang con Sólo se vive una vez, reflotada por Nicholas Ray en los ‘40 con They Live by Night, la serie se extiende hasta el presente (True Romance y Asesinos por naturaleza son dos de sus muestras más recientes) y llegó a hacerse famosa en los ‘60 gracias a Bonnie and Clyde. De hecho es Gun Crazy, con su mujer fuerte y su hombre débil, la película que prefigura la dinámica erótica que liga a Clyde Barrow con Bonnie Parker.
Pero allí donde Arthur Penn afirma, Joseph H. Lewis se limita a sugerir; es decir: reconvierte contenidos explícitos en pura forma. Lejos de la confesión de impotencia literal del personaje de Warren Beatty, el protagonista de Gun Crazy, Bart (el siempre excesivo John Dall, que venía de encarnar al miembro “activo” de la pareja homo de La soga de Hitchcock), le dice en un momento a Laurie/Peggy Cummins: “Somos como lasarmas y las municiones”. Y así, con máxima precisión, señala la clase de alianza de muerte y deseo que los liga indefectiblemente.
Pero sucede también que la munición es el componente activo de la alianza, el factor que la hace funcionar. Bart es un gran tirador, pero hay algo a lo que se niega: matar. Es Laurie la que lo instiga a hacerlo. Estamos en terreno noir, y ya se sabe que allí las mujeres son fatales. Hasta aquí todo responde al más estricto canon de género. Pero lo que hace de Gun Crazy una perla rara es el modo puramente visual en que Mr. Lewis expresa la pulsión erótica-criminal que ata a los amantes: esos primeros planos transpirados, febriles, reforzados por violentos travellings de acercamiento a los personajes.
Sin embargo, si algo le ha dado justa fama a la película es el asombroso plano-secuencia con el que Lewis, sin un solo corte de cámara, narra el asalto a un banco. La pareja llega en auto a un pueblito del Oeste Medio. Laurie maneja, claro; Bart va sentado en el asiento del acompañante. Ella estaciona, él baja y se mete en el banco. En lugar de seguirlo, la cámara se queda con la chica, que se acerca a seducir a un policía. Cruza unas palabras con él, Bart sale corriendo del banco, reducen juntos al policía, vuelven a subirse y se van. La escena dura casi diez minutos, lapso durante el cual la cámara no se ha movido del asiento de atrás. Como si Gun Crazy se hubiera fundido con el Sin aliento de Godard, al fin y al cabo otra película de pareja criminal en fuga.
Me voy para abajo
Puede que The Big Combo funde otra familia de películas: ésa en la que el policía y el criminal no son sino reflejos en un espejo. Aquí el policía (Cornel Wilde) está obsesionado con el hampón (el gran Richard Conte), y por una razón muy sencilla: le envidia la chica y se la quiere “soplar”. No hay otra razón que justifique su obsesión.
Más aún: si hay alguna diferencia entre ambos, no es de orden institucional o moral sino de puro y simple sex appeal. Al espectador le pasa lo mismo que a la chica: mientras el opaco y gris policía le resulta indiferente, no puede dejar de sentirse atraído por el la exuberancia, la refinada perversidad del hampón. Un efecto que Lewis se asegura mediante una brillante elección de casting: pone al troncazo de Cornel Wilde en el papel del “bueno” y al irresistible Nick Conte en el del “malo”.
Con los negros y blancos bien contrastados (algo que sólo un fotógrafo como John Alton era capaz de proveer) y el entramado narrativo y la ferocidad de diálogos que proporcionaba el notable Philip Yordan, hay varios momentos de Gangsters en fuga que quedan grabados para siempre. Por un lado, una escena de tortura genial, en la que la combinación del audífono y una big band rechinante llevan al límite la agresión sonora. Por otro –como en Gun Crazy–, hay aquí un par de verdaderos hitos en el campo de la recatada política sexual hollywoodense. Uno es la relación claramente homosexual que une a dos matones, y que termina cuando uno de ellos llora como una novia la muerte del otro; el otro es la escena en la que Richard Conte seduce a su novia: la besa en la oreja, baja, la besa en el cuello, baja, y sigue bajando hasta que su cara, por fin, desaparece por el borde inferior del cuadro. Mientras tanto, el rostro de ella es puro placer. Es el primer cunnilingus reconocido en el cine de Hollywood.