Dom 05.05.2002
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MUSICA

Dandy

Revitalizado por la reciente gira con la resurrecta Roxy Music,, Bryan Ferry volvió con gloria. Primero fue el hombre que con su apología de la decadencia marcó a fuego los raros peinados nuevos de los ‘80. Después se convirtió en un crooner de fiestas, jet set y Costa Azul. Ahora, cuando su carrera parecía naufragar en las aguas de la música para martini, volvió a juntarse con su antiguo compañero Brian Eno y grabó “Frantic”, el disco con el que recupera la corona que nunca perdió: la de ser nuestro grasa irresistible.

› Por Rodrigo Fresán

Tiene algo de gracioso el hecho de que el nuevo álbum de Bryan Ferry se titule Frantic (Frenético) cuando el tipo ya lleva varias décadas sin moverse de esa pose y de esa barra donde se apoya como un lagarto lánguido con smoking blanco que parece disponer de todo el tiempo del mundo. Igual que su música que no envejece porque nunca fue joven. Música tan apta para anochecer en château como para amanecer en telo de carretera. Música mersa y exquisita que nos permite disfrutar de lo grasa sin por eso sentir que rendimos un átomo de nuestra hipotética sofisticación. Lo mejor de ambos mundos inmundos. Canciones producidas hasta el exceso, espirales de sonido, melodías sinuosas, coros de chicas y guitarras de agua que suben y bajan y por encima de todo esa voz caminando sobre la delgada línea que separa al virtuoso que canta nada más que para los amigos del crooner con náuseas a bordo del Love Boat en eterno crucero por el Caribe.
Sí, Bryan Ferry –a esta altura de la noche– es una aberración interesante. Hace poco alguien lo describió como “un Noël Coward educado a partir de una dieta de blues y soul que no puede ocultar las manchas de sangre en su tuxedo”. Algo de eso hay. Pero es nada más que una parte de la ecuación, y uno no sabe si reírse de él o llorar cada vez que lo oye y lo mira. (Sí, hay ciertos contados artistas a los que no se los puede dejar de ver mientras el compact gira y gira; y Bryan Ferry es uno de ellos.) No se puede dejar de ver y oír al clásico y moderno Bryan Ferry –conocido como “El Padrino del Estilo” o “El Inglés Más Cool del Universo”– porque su letra y música se muestran y se esconden, fundamentalmente, sobre uno de los perfiles más atractivos que puede llegar a tener un hombre y un artista: el del farsante patológicamente auténtico. Alguien que acaba creyendo tanto en su máscara que se olvida del rostro que hay ahí abajo o del retrato delator y corrupto que esconde en el altillo. Siempre a plena luna y en busca de una luz verde, Bryan Ferry –como el Jay Gatsby de Fitzgerald, como el Tom Ripley de Patricia Highsmith– es, al final, una falsificación mucho más valiosa que cualquier original.

GLAMORAMA
Así, por eso y de ahí esa gran mayoría que jamás duda al pensar que Bryan Ferry no puede sino ser el enfant más o menos terrible de alguna pareja de aristócratas ingleses a quienes les causa una cierta gracia que su hijo se dedique a cantar por aquí y por allá (porque, después de todo, Paul McCartney fue nombrado Sir). Bueno, esa gran mayoría está equivocada: Bryan Ferry nació en 1945 en el seno de una humilde familia de mineros de Washington, Durham, Inglaterra. Ya está, ya lo dijimos –perdón Bryan– y ahora fundido a negro y saltar a esas tapas tan sexys de esos discos tan sexys de esa banda tan sexy conocida como Roxy Music. ¿Qué fue Roxy Music? ¿Qué sitio ocupa en el siempre convulsionado gotha de las filas pop? ¿Para qué sirve y cuáles son sus efectos residuales?
Una primera aproximación puede entender a Roxy Music –allá por los ‘70- como interesante forma de hacer rock progresivo sin por eso tener que caer en las fábulas mitológicas-astrales de Genesis y de Yes o en los brotes psicóticos de Pink Floyd. Lo de Roxy Music era –desde el vamos– progresiva apología de la decadencia que acabaría marcando e influenciando a fuego todo el movimiento new-romantic de esos raros peinados nuevos durante los ‘80. Roxy Music es, sí, el perfecto soundtrack yuppie y seguro –no lo recuerdo– que el American Psycho era fan de Ferry. Instantáneas sónicas de un planeta un poco parecido a Mónaco y a Cannes donde todas las fincas y los yates se llaman Déjà Vu y en lugar de oxígeno se respira opio, el brandy corre por las venas, y todas las chicas están muy pero muy buenas y muy pero muy dispuestas. Una especie de película de David Lynch pero con la estética euro-trash de Roger Vadim.
Bryan Ferry –como buena parte del semillero del pop británico– fue alumno de una de esas art-schools en las que los humildes daban rienda suelta a sus aspiraciones trepadoras y por ahí, en 1970, decidió formar a Roxy Music con Graham Simpson. Enseguida llegaron Andy Mackay y Brian Eno. Y después Phil Manzanera y Paul Thompson. El concepto era combinar una divina decadencia del Viejo Mundo con flashes de experimentación futurista con una especie de muñeco mutante de Big Band al frente y un científico loco combinando sonidos sintetizados como si sacudiera cocktails al fondo. El cantante era Bryan Ferry y el barman era Brian Eno y empezaron a odiarse casi desde el primer día. Dos discos más tarde –Roxy Music (1970) y el para muchos insuperable For Your Pleasure (1973)–, Eno salía expulsado por la puerta de atrás en busca de experimentos más audaces cuando comprendió que Ferry no iba a retroceder un centímetro en sus aspiraciones de convertirse en el baladista perverso de las chicas raras pero limpitas y de buen apellido.
Dijo Eno mientras juntaba sus teclados: “Yo me fui convirtiendo en una especie de miembro suelto que molestaba un poco a los neotradicionalistas con todo sus ruiditos. Al final, Roxy Music carecía para mí del ingrediente más indispensable en la composición de una banda: locura”.
Bryan Ferry, más práctico, se limitó a comentar: “Cuando hay dos que no son músicos adentro de una misma banda, está claro que uno de ellos sobra”. Y habiéndose quedado con esa banda, Bryan Ferry se puso a elegir canciones para su primer disco de covers. Música, maestro.

EL VERSIONISTA
Está claro que a Bryan Ferry le gusta grabar canciones de otros por el solo placer de hacerlas suyas. Tal vez algunos casos representativos de esta pulsión vampírica es lo que hizo con “Jealous Guy” o “Let’s Stick Together” o “Like a Hurricane”. Ferry se aproxima a ellas con la voracidad de un agujero-karaoke-negro que lo devora todo para escupirlo cubierto de lentejuelas y apestando a Chanel. Y, sí, el producto es más que interesante. Cuando Ferry no está creando música a su imagen y semejanza se divierte recreando música a su imagen y semejanza. De esta suerte de hobby existencial surgieron –entre paréntesis y descansos de Roxy Music o discos solistas– obras como These Foolish Things (1973), Another Time, Another Place (1974), Taxi (1993) y As Time Goes By (1999). Recopilaciones donde la optimista “What a Wonderful World” se sienta a beberse un martini con “A Hard Rain’s A-Gonna Fall” sin ningún problema, para qué nos vamos a complicar la vida. En cualquier caso, esta suerte de “antologías personales” terminan de clarificar la mancha Rorscharch de la psicopatía Ferry. Tom Ripley y Jay Gatsby otra vez: una especie de necesidad noveau-riche de poseerlo todo mientras le explica a todo el mundo, para que no hayan dudas, por qué fue que le puso Rosebud a su trineo.
Frantic también aparece marcado a fuego por esta necesidad indomable y no está mal que así sea. Dos formidables covers de Bob Dylan –“It’s All Over Now, Baby Blue” y un perfecto “Don’t Think Twice It’s All Right” al piano solo con sendos y sorprendentes soplos de armónicas de Ferry y una inteligente manera de cantar dylanísticamente sin por eso caer en la imitación caricaturesca–, uno de Leadbelly con sabor cajun –“Goodnight Irene”– y hasta una revisión del “Ja Nun Hons Pris” de Ricardo Corazón de León son algunas de las canciones que Ferry cubre sin asfixiar y con plácido frenesí. Así, en un disco de Ferry, en Frantic, se alcanza el desconcertante punto en que no se puede distinguir del todo cuáles son de él y cuáles son de los otros y –entre tanta referencia aquí y allá al Orson Welles de Citizen Kane, el Ridley Scott de Blade Runner, la Marguerite Duras de Hiroshima, Mon Amour y la Marilyn Monroe de todas partes– uno acaba sintiéndose felizmente batido y gancia y el próximo, por favor, tráiganmelo junto a la piscina y qué hora es, qué día es, dónde estábamos.

R.S.V.P.
¿Por qué conformarse con la fiesta de París cuando hay tantas otras ciudades? Ferry es un ciudadano de Mondo Ferry que –a diferencia de lo que ocurre con su equivalente ibérico, con Julio Iglesias– goza del respeto de sus pares. Tal vez tenga conexiones con la mafia de la Costa Azul, quién sabe. Pero lo cierto es que cuando Ferry chasquea sus dedos, todos acuden corriendo como poodles dispuestos a que su amo se sienta orgulloso. En Frantic hay varios animales de competición que van de los sesionistas y touristas habitués de Roxy Music –Paul Thompson, Chris Spedding, Colin Good y Lucy Wilkins–, pasan por el omnipresente Dave “Eurythmic” Stewart –que como Jeff Lynne está en todas las fiestas que puede robando cámara–, hasta Jonny Greenwood de Radiohead. Todos juntos grabando –poco cuesta imaginárselos– en estudios cinco estrellas después de siestas larguísimas en sesiones en las que Ferry se despeina ese mechón lo justo, ni un pelo de más.
Frantic –como Boys and Girls (1985), Bete Noire (1987) y Mamouna (1994)– insiste sin necesidad que se lo pidan en ese Ferry Sound donde conviven partes exactas de noveau-disco, trance y –esto lo invento aquí y ahora– fashion-prog para poner de rodillas tanto a Moby como a la última chica de tapa de Vogue (edición francesa, por supuesto) que camina por una pasarela tan larga como su ambición. Lo mismo de siempre –como apuntó un crítico de la revista Mojo, Ferry tal vez sea el único al que le interese escribir canciones que incluyan las palabras “boulevard” y “Versailles”– pero acaso revitalizado por el reciente triunfal y selecto tour-reunión de Roxy Music: “La gira me hizo volver sobre los tracks de Frantic –el álbum ya estaba listo– y, para desesperación de mi discográfica, volver a los estudios para fortalecerlo un poco, meterle más guitarras eléctricas”, dice Ferry.
Pero si hay una característica señalable y agradecible en Frantic es que, al fin, su voz empieza a sonar, por momentos, elegantemente curtida y con la corbata un poco más floja. Y tal vez sea cierto eso de que ciertas cosas –además de los vinos– mejoran con la edad. Así, cuando Ferry gorgojea eso de “Nobody Loves Me” en el centro de Frantic, lo hace para que todos le aseguren que es al revés, todo lo contrario, pero cómo podés pensar eso.

FERRY, BRYAN FERRY
Entre paréntesis: ¿cómo es que a nadie se le ocurrió todavía llamarlo a Ferry para grabar la canción en alguna película de James Bond? Es más: ¿cómo es que nadie pensó en Bryan Ferry como paradigma del Villano Bond? Vayamos todavía más lejos: ¿cómo es que nadie se arriesga con una versión musical de James Bond con Bryan Ferry de protagonista? Posibles Bond Girls: Britney Spears como hijastra incestuosa, Gwen “No Doubt” Stefani como asesina a sueldo, Marianne Faithfull como M.)

MY FAIR LORD
En cualquier caso, lo más interesante y atendible de Frantic es la reunión de Bryan y Brian. Uno tiene que leer dos veces los créditos del cuadernillo para créerselo. Ahí está: Brian Eno tocando teclados, produciendo algún tema y hasta cantando junto a su antiguo socio y rival el último y mejor tema de Frantic compuesto a deux.
Está claro que lo de ellos sólo podía ser amor-odio. Pensar en que los fans de Roxy Music se dividen entre los que juran por el aventurero For Your Pleasure (al que Frantic homenaje en “San Simeon”, transparente segunda parte de aquella “In Every Dream Home a Heartache”) y los que matan por la sofisticación haute-couture de Avalon. Pensar en Eno como el perfecto profesor Higgins y en Ferry como una Eliza Dolittle sin ganas de agradecerle a su maestro. Aun así, lo interesante de esta relación peligrosa es que los dos se conocen muy bien: Eno sabe a la perfección de dónde viene Ferry y Ferry tiene perfectamente claro que cuando Eno producea U2 en Achtung Baby le ordena a Bono que, seguro, en “One” y “So Cruel” suene lo más parecido a ese tipo con la sonrisa en la mano y el trago en la boca.
Hace unos meses vi en Barcelona a Brian Eno en una de sus escasas presentaciones en vivo. Uno va a ver a Eno como se va a ver a la Gioconda. Uno la vio tantas veces en libros posters y postales pero, aún así, hace falta verla de cerca para sacársela de encima de una buena vez. Lo mismo ocurre con Brian Eno: uno lo escuchó tantas veces en sus primeros discos de canciones, en sus posteriores experimentos o como integrante fantasma de los Talking Heads y U2 o Pigmalión de Bowie, que el encuentro en carne y hueso tiene algo de deslumbrante decepción. Lo que le pasó a Dorothy con el Mago de Oz, pienso. Ahí, en una butaca, uno comprende que el verdadero genio de Eno se hace patente en segundos y terceros en los que se queda a vivir. Si Ferry es Drácula, entonces Eno es Alien.
Eno –cuyo verdadero nombre que Ferry le debe envidiar tanto y que, no miento, es Brian Peter George St. John Le Baptiste De La Salle Eno y quien alguna vez sufrió daños cerebrales en un accidente de auto– aparece en Frantic en varios momentos pero se reserva el mejor de todos. O tal vez Ferry se lo haya concedido gentilmente. En cualquier caso ahí está, en los títulos del final. Una flamante canción destinada a convertirse en standart cualquier atardecer de estos. “I Tought” se llama. Y empieza con un pianito de juguete que desemboca en cadencia entre palaciega y balnearia con Ferry cantando “Yo pensé que tú serías mi tranvía llamado deseo / Mi camino, mi sorbo de vino / Yo pensé que tú serías esa flama adentro del fuego / Un sueño que jamás moriría” y al final un solo de armónica donde no cuesta nada imaginarse a esta pareja dispareja alejándose por la pista de un aeropuerto cubierto de niebla y listo para volver al “principio de una hermosa amistad”. Sólo queda cruzar los dedos porque graben todo un disco juntos y, hasta entonces, seguir escuchando Frantic sin apuro cada vez más convencidos de que este hijo de minero al final ha resultado ser nuestro indispensable Humphrey Sinatra. Alguien que no deja de cantar mientras el Titanic sigue hundiéndose y afuera el mundo vuelve a acabarse por penúltima vez y alguien vuelve a pedir otra vuelta para todos mientras salimos a la veranda para ver mejor los fuegos artificiales.

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