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Domingo, 21 de noviembre de 2004

Todos juntos ahora

Camino a convertirse en el santo patrono de los hombres de treinta y pico, el escritor inglés Nick Hornby –autor de Alta fidelidad, entre otras novelas sobre la sensibilidad masculina– acaba de publicar 31 canciones, un libro en el que selecciona sus canciones predilectas para responder ese gran misterio de la era pop: qué tienen las canciones para retratar con altísima fidelidad lo que pensamos, vivimos y sentimos. Contento pero no satisfecho, Radar convocó a un grupo de escritores argentinos para preguntarles cuál es su canción favorita y por qué.

 Por Hernán Ferreirós

El reemplazo del casete grabable por el CD-R y el de la casetera por el drive de CD de la computadora llevaron a que los compilados hogareños actuales ya no reflejen la delicada y minuciosa práctica de grabar tema por tema, cada uno seleccionado por una razón y dispuestos en un orden que significaba algo. Hoy consisten en una docena de álbumes elegidos más o menos al azar o, en casos más obsesivos, en una discografía completa, todo en un único CD-R inflamado de MP3 xxxx. El compilado casero tal como existió en la era del casete está casi olvidado.
Nick Hornby, el escritor aspirante a santo patrón de los hombres de treinta y pico, es el más notorio defensor de esta práctica, al punto de convertirla en protagonista de su novela Alta fidelidad. En ella, Rob, el dueño de una disquería obstinadamente secreta, encuentra en el compilado una forma de comunicación no verbal muy efectiva para relacionarse con el sexo opuesto. Su nuevo libro, 31 canciones, va aún más lejos: es todo lo que la literatura puede acercarse a un compilado hogareño en casete. Se trata de veintiséis textos, cada uno escrito a causa de una canción –y, en cinco casos, de dos– que, como los casetes grabados a conciencia, dicen mucho más acerca del compilador que del estado de la música en un momento dado.
El libro se refiere exclusivamente a canciones pop. Hornby aclara que no escucha jazz ni música clásica. “Cuando alguien me pregunta qué música me gusta, me resulta muy difícil contestar, porque normalmente quieren nombres de artistas y yo sólo sé darles títulos de canciones. Y casi todo lo que tengo que decir de esas canciones es que me gustan...” En efecto, eso –su propio gusto– es lo único que tienen en común las canciones seleccionadas y el lugar desde el que se abordan.
Los textos no son ensayos teóricos, ni crítica musical. Es más: tienen especial cuidado en diferenciarse de una crítica “especializada”. No diseccionan las canciones elegidas, no las ponen en contexto, no practican esa rara forma de hibridación tan querida por los críticos (“... es como Oasis pero con Dylan en lugar de Liam, Ice-T en lugar de Noel y con ABBA en coros...”) y rara vez intentan encontrar significados oscuros. Es más: muchas veces las canciones que les dan títulos apenas si aparecen mencionadas.
¿De qué hablan, entonces? En general, de por qué una canción pop puede interpelarnos de modo más elocuente que otros tipos de música y de qué tiene que tener y qué tiene que decir una canción pop para que no podamos ignorarla. Luego, en particular, hablan de muchas cosas, por ejemplo, el texto dedicado a “First I Look at the Purse” de The J. Geils Band habla de los sentimientos de los británicos ante Estados Unidos; el dedicado a “Samba pa ti” de Santana habla de qué música sirve para mantener relaciones sexuales; el dedicado a “Born for me” de Paul Westerberg habla de los solos; el dedicado a “Frankie Teardrop” de Suicide habla de hacerse viejo... Estas cuestiones, claro está, nada tienen que ver con lo que dicen las letras. Y es que los textos de Hornby son una mezcla de opinión y autobiografía, y apuntan a desentrañar aquello que la canción despierta en él. Todo pasa por el tamiz de su experiencia. Son, en definitiva, 31 formas distintas de hablar de sí y, también, de los lectores.
Las canciones pop, argumenta Hornby, están definidas por su capacidad de hablar por su oyente. En el texto dedicado a “Puff The Magic Dragon” de Gregory Isaacs, en el que Hornby se explaya acerca del autismo de su hijo, se puede leer: “Si la música sirve como una forma de expresarnos, incluso para aquellos que podemos expresarnos tolerablemente bien hablando o escribiendo, ¿no va a ser mucho más vital para él (Danny, su hijo), que tiene tan pocas válvulas de escape? Por eso me encanta la relación que tiene con la música, porque yo sé que hay algo dentro de él que quiere que otros articulen”. Este libro, y todas las novelas de Hornby, van tras el mismo fin. En sus términos, son literatura pop. Articulan aquello que el “hombre medio” siente y no encuentra la forma de expresar elocuentemente. Apuestan a un grado máximo de identificación, de asimilación de una experiencia ajena como propia. “‘Thunder Road’ de Bruce Springsteen –dice– sabe cómo me siento y quién soy, y eso, en definitiva, es uno de los consuelos del arte.” Como en una película de Cameron Crowe, su equivalente cinematográfico, es inevitable reconocer cada tanto que tal o cual cosa uno también la vivió o la pensó, aunque no necesariamente de modo tan claro o ingenioso.
El problema viene cuando no sólo expresan aquello que el lector querría decir sino que, además, pretenden mantenerlo atado a su discurso, cuando lo encierran. Aquí, Hornby afirma que “la música pop ya encontró su forma ideal”. ¿Esto quiere decir que todo lo que viene necesariamente será peor que lo que ya pasó? Cuando explica por qué no le gusta Yes, argumenta que esa banda progresiva sólo le permite remontarse hasta Pink Floyd, mientras que, por ejemplo, Rod Stewart, que sí le gusta, le permitió descubrir a Bobby Bland y éste a BB King y éste al sello Chess. En el mundo del escritor es imposible abrir el juego para un lugar que no sea el pasado, escuchar música que esté en diálogo con otra música del presente o que proyecte hacia adelante.
Hornby confía plenamente en el gusto como la expresión última de su subjetividad y aspira a que, tal como la música pop refleja su experiencia, sus propias experiencias con la música pop puedan reflejar las de otros. Pero no se pregunta cuánto de su gusto proviene de aquello que está reservado para alguien de su clase y edad. De hecho, con apenas tres o cuatro excepciones sobre treinta y una, sus elecciones musicales coinciden plenamente con el llamado Adult Oriented Rock. “Tuve la sensación de que todos vivíamos en el mismo mundo”, reflexiona, cuando oye cantar a unas chicas negras la canción de Nelly Furtado que le gusta. Sin embargo, es obvio que esa coincidencia tiene mucho más que ver con que el tema “I’m Like a Bird” de la Furtado sonó hasta el hartazgo en las radios que con la capacidad del pop de interpelarnos a todos. En el texto dedicado a “Royksopp Night’s Out” de Royksopp, el escritor se pregunta: “¿Cómo es posible amar y conectar con una música que está tan omnipresente como el monóxido de carbono? Si te gusta una canción –continúa–, entonces es prácticamente seguro que le gustara a alguien como tú que trabaja en anuncios de televisión, o que graba recopilaciones para hoteles, cadenas de tiendas o aeropuertos... La actual tiranía de la música pop es tal que debe ser prácticamente imposible para los chicos pensar que los artistas les hablan exclusivamente a ellos”. La paradoja que se le presenta es la siguiente: el pop fascina porque parece hablar a cada uno de su propia experiencia, en un diálogo personal, pero, en verdad, nos habla a todos de una experiencia compartida, por eso está en todas partes, cosa que termina haciendo imposible pensar que una canción pop nos habla a nosotros privadamente y fascinarse con ella. Claro que la paradoja se desarma si se piensa al revés de cómo lo hace Hornby y se incluye la noción nada novedosa de que existen estrategias de mercado y que el gusto por una canción pop tiene no poco que ver con ellas. El pop gusta a todos porque está en todas partes. Pero el gusto, inocente o no, es sólo el punto de partida. Mucho más interesante que su gusto, que lo que escucha, es dónde nos llevan los buenos textos de Hornby después de abandonar la canción.

“Gloomy Sunday” por Billie Holiday

Por Carlos Gamerro
“Gloomy Sunday” es una canción acerca del suicidio, o más bien del amor a la muerte, y se divide en dos partes: una sombría, infinitamente triste, en la cual la cantante anhela morir para reencontrarse con su amado, y una segunda, optimista y leve, en la cual despierta para encontrarlo dormido a su lado y descubrir con alborozo que todo ha sido un sueño. De las dos, la que cuenta es la primera, pero quizá no alcanzaría en el recuerdo su máxima intensidad sin el contraste con la que la sucede. Ocurre que Billie Holiday ruega por la muerte con tanto sentimiento que es casi imposible creer en el final feliz, y el desolado oyente termina preguntándose si no será exactamente al revés: si la voz no será la de una sombra que en un sueño de la muerte cree haber vuelto a la vida y a los brazos de su hombre. Preguntándome por qué podía elegir como mi favorita una canción que en el fondo es un bajón, recordé haber sentido más de una vez una analogía, vaga pero persistente, entre “Gloomy Sunday” y ciertos poemas de Poe, notablemente “Annabel Lee”. Pensé que el anhelo de muerte y las presencias angélicas que hay en ambas bastaban para explicarlo, pero días pasados, releyendo “La filosofía de la composición” encontré el momento en que Poe afirma que la tristeza es el tono que mejor corresponde a lo bello, pues “la belleza, en su supremo desarrollo, inevitable lleva el alma sensitiva al llanto”. Y entendí que la Belleza, tan absoluta como podemos imaginarla, y no la tristeza, es la sensación que flota en el silencio que sucede a la incomparable voz de la Holiday tras el último “Gloomy Sunday” del tema.


“Polvo de estrellas” por Louis Armstrong

Por Sergio A. Pujol
Una de mis canciones favoritas es una canción perfecta: “Polvo de estrellas” (“Stardust”). Aclaro que es perfecta porque es más sencillo fundamentar un juicio estético que desentrañar la cadena secreta del gusto. La compuso Hoagy Carmichael, actor, pianista y eventual crooner que nuestros padres recuerdan de la época de oro de Hollywood. “Stardust” nació como tema instrumental en 1927, y pronto encontró su letra evocativa en la pluma de Mitchell Parish. La melodía avanza sinuosamente, entre acordes mayores y menores, en una forma no muy convencional (ABAC), manteniendo en todo momento el predominio de la música sobre las palabras.
“Stardust” es un standard. Esto quiere decir que a partir de su partitura se hicieron cientos de versiones –recientemente se sumó, fuera del ámbito del jazz, la de Caetano Veloso–, pero una tempranamente definitiva: la de Louis Armstrong. Con ella dialogan todas las demás, que no parecen tener mucho para agregar a lo que ya dijo el genio de Nueva Orleans. En un tempo vivaz, Armstrong expresa de modo magistral ese compuesto de energía y melancolía llamado jazz. Primero canta la melodía con su trompeta, luego con su voz. Y cierra con la trompeta, nuevamente. Hay un fondo orquestal fantasmagórico sobre el que el músico despliega su increíble inventiva. En la parte cantada (“Sometimes I wonder...”), allí donde el compositor imaginó un paisaje desnivelado, Armstrong desgrana la frase sobre una sola nota repetida. El juego rítmico sobre la línea es tan cautivante que se tiene la impresión de vértigo, nunca de monotonía. Tenemos derecho a creer que “Polvo de estrellas” es una canción perfecta gracias a este disco de 1931.

Potpourrí

Por Marcelo Birmajer
La verdad es que son muchas mis canciones preferidas. Podría comenzar por “Pais Petit”, del cantautor catalán Lluis Llach, e “Itaca”, del mismo autor, basada en el poema de Kavafis. Al mismo nivel ubicaría a uno de los más grandes compositores y cantantes de habla hispana, el genial Andrés Calamaro, con “No tengo tiempo”, “Paloma” y “Nos volveremos a ver”, entre un centenar de canciones más de su autoría. Seguiría con Paco Ibáñez, “Romance del Conde Niño”, “Es amarga la verdad” y “Coplas a la muerte de su padre”, y cerraría con tres clásicos: “Mediterráneo”, de Serrat, “Candilejas”, cantada por Julio Iglesias, y el tema central de Érase una vez en América, de Ennio Morricone. Esas son, sin dudas, mis canciones preferidas.

“My Funny Valentine” por Michelle Pfeiffer

Por José Pablo Feinmann
Richard Rodgers es un gran compositor de canciones. Relegado, a veces, por Cole Porter o, con justicia, por George Gershwin, esto no disminuye las cumbres que alcanzó. Pero no siempre. Tuvo, en su carrera, dos letristas, dos tipos distintos le hicieron las “lyrics”. Su carrera, así, se divide en dos. Primera parte, Lorenz Hart. Segunda, Oscar Hammerstein II. Así como Rodgers y Hart firman algunas de las canciones más hondas o más perfectas, Rodgers y Hammerstein II acumularon fortunas con comedias musicales, cercanas a la opereta, tramadas con gran habilidad, gracia, seducción pero nunca grandeza. Por decirlo claro: si Rodgers y Hart escribieron “My Funny Valentine”, “Where or When”, “Bewichted”, “Lover”, “The Lady is a Tramp”, “Manhattan” o, en algunos arrebatos kitsch, “With a Song in My Heart” o “Blue Moon”. Rodgers y Hammerstein II arrasaron con “Oklahoma”, “Carrousel” y... “The Sound of Music”.
Lastima que Hart se murió pronto. Rodgers, sin él, pasó de ser un exquisito compositor de lieds a la altura de Schubert o Schumann a ser un operetista que apenas si fue, raramente, más allá de “La viuda alegre”. De todas sus canciones elijo “My Funny Valentine”. Es perfecta. Brahms la pudo haber incluido en un adagio de alguna sonata para cello y piano. Porque es así: es para cello. Triste, melancólica, tierna y triste otra vez. Una cumbre. Hay una buena versión de Chet Baker. Hay de Tony Bennet. Hay una (gloriosa, como siempre) de Anita O’Day. Pero yo recomiendo otra. No sé si salió el DVD de Los fabulosos Baker Boys. Si no, consíganse el video. En el melancólico final del film, el pianista Jack Baker y la cantante Susie Diamond se separan. “¿Nos volveremos a ver?”, pregunta él.”¿Vos qué opinás?”, pregunta ella. “Sí”, dice él y se señala la cabeza con un dedo: “Intuición”, dice. Palabra que ella solía utilizar. Susie gira y se va. Jack se va para el otro lado. Alta, la cámara los toma a los dos, separándose. Y ahí, sobre los títulos que aparecen, surge, triste y muy melancólica “My Funny Valentine” cantada y un poco dicha (o sea, actuada) por Michelle Pfeiffer. ¿Volveremos a ver finales así?

“Bésame mucho” por Ray Conniff

Por Luis Gusman
Mi canción favorita tiene un nombre: “Bésame mucho”. Hay dos versiones que son mis preferidas, una es la orquestada que tocaba Ray Conniff. La descubrí en un longplay aparecido antes de los ‘60 que se llamaba Refrescos musicales donde alternaban desde Discépolo, cantado por Rivero, hasta algún bolero interpretado por el trío Los Panchos. Era mi elegida porque su melodía me parecía, en los tiempos de mi juventud, que era algo que se acercaba a lo refinado y me permitía hablar con las chicas a mi manera. “Bésame mucho” me evocaba un poco el cine de Hollywood y bastaba cerrar los ojos para encontrarme bailando con alguna de las actrices de mis sueños. En cierto momento fue Jane Russel –la del Carapálida–. Pero... ¡era tan alta! Otras veces fue Mauren O’Hara, la pelirroja.
La otra versión del bolero era en castellano. Venía de esas traducciones que cuando uno las escuchaba en su idioma poco tenían que ver con el original. Esta última versión, abolerada, perdía su carácter de “música de cámara” en la voz centroamericana de Nat King Cole. Nat King Cole en castellano, lo cual generalmente era una versión despreciada del asunto.
“Bésame mucho” era un tema lento y para hacerle honor sólo había que abrazar a la chica. Con su música y su letra hasta podía ensayar unos pasos, como en mi caso, hasta el que no sabía bailar.

“A Day in the Life” de Los Beatles

Por Rodrigo Fresán
A lo largo de los años, ciertas canciones aparecen y desaparecen y vuelven a aparecer como si fueran los slogans en la larga campaña de nuestra vida. Pienso en “Days” o en “Waterloo Sunset” de The Kinks, en “Searching for a Heart” o “Desperados Under the Eaves” de Warren Zevon y, sobre todo, una y otra vez, en “Visions of Johanna” o “Tangled Up in Blue” de Bob Dylan. Pero si se trata de elegir aquella canción que me acompañó desde casi el vamos y, seguro, me acompañará hasta el nos vamos, no puedo sino elegir “A Day in the Life” de The Beatles. Cada vez que vuelvo a oírla es como si fuera esa primera vez de mi infancia: la voz triste de Lennon, el crescendo orquestal, la interferencia juguetona de McCartney, otra vez Lennon y el retorno de ese rugido de cuerdas que -según los responsables– debería emular “el sonido del fin del mundo”. Pocas cosas –junto con 2001: Odisea del Espacio– me han influido más: la idea de que todo puede fracturarse por el simple placer de volver a unirse y ser algo muy diferente a lo que era. Una canción no sobre la desilusión con la vida sino sobre los límites de la percepción desde la rutina, y no es casual que buena parte de sus versos salgan y salten desde la primera plana del periódico The Daily Mail del 17 de enero de 1967. Un manual de instrucciones o de primeros auxilios para emprender una revuelta íntima y solitaria. En su libro sobre los Beatles –Revolution in the Head, uno de los mejores escritos sobre la banda y su música– el especialista Ian Macdonald (RIP) la define como “una pieza que hoy sigue siendo una de las más penetrantes e innovadoras reflexiones artísticas de su época”. Ditto. Y agrego: de cualquier época. Porque un día en la vida puede ser cualquier día. Y –todos juntos ahora– mañana nunca se sabe. Y having read the book, I’d love to turn you on...

“Aguas de marzo” por Elis Regina

Por Eduardo Berti
Si opto por “Aguas de marzo” no es tanto a causa de mi irreductible pasión por Tom Jobim sino, más bien, al hechizo que siempre suscitó en mí su versión por excelencia (la de Tom con Elis Regina); hechizo que radica, sobre todo, en ese instante en que ella se tienta y canta riéndose. Un mal productor, en nombre de no sé qué criterios, habría propuesto grabar de nuevo esa parte. No fue el caso, por suerte. Claro que la canción es perfecta para un arrebato así. Se ha dicho que Jobim no fue un gran letrista y puede que sea relativamente cierto si se lo compara con sus colaboradores más geniales, desde Vinicius hasta Newton Mendonça. La letra de “Aguas...”, no obstante, se cuenta entre mis favoritas. La enumeración de objetos (pan, piedra), imágenes y hasta sensaciones, falsamente simple, falsamente caótica, ponen a la vida y la muerte en una danza exuberante que tropieza todo el tiempo contra esas aguas que son, a la vez, fin de algo y promesa de otras cosas. De las cantantes brasileñas (llámense Carmen, Gal o Bebel) me cautiva en especial su timbre sonriente. Pero Elis lleva esto al paroxismo. La letra habla de un “misterio profundo”. El misterio, para mí, siempre fue de qué se ríe Elis (Gioconda de la MPB) cuando primero se pone a deconstruir la letra (momento sublime) y luego arremete con un scat final al filo de la carcajada. Alguien que habló con alguien que estuvo en la grabación del disco me contó que, en rigor, Elis se ríe allí de nervios, de timidez. No lo sé. A mí me gusta imaginar que de pronto, en pleno canto, ella comprendió lo que ocurría: grababa a dúo con el otro Gershwin del siglo una de sus canciones cumbres. Una noche, un ex guitarrista de Piazzolla me contó que, fatalmente, al llegar el turno de “Adiós Nonino”, se le ponía la piel de gallina. En mi caso, debo haber escuchado “Aguas de marzo” por lo menos quinientas veces (la primera a mis doce años, lo recuerdo a la perfección, a fines de febrero y cerca del mar), y no hay vez que la risa de Elis no me mueva a la emoción o incluso, por qué no, a una risa que por supuesto carece de su elegancia y de su alegre afinación.

“It Never Entered My Mind” por Sarah Vaughan

Por Luis Chitarroni
“It Never Entered My Mind”, de Rodgers y Hart, en la versión de Sarah Vaughan. “Nunca me entró en la cabeza” (“Nunca lo pude entender”, traduce Oliverio Lester) cuenta la historia de un amor obliterado por el alcohol, y algunas cosas de la letra son dignas de parafrasearse, con la pérdida de dignidad que tal empresa acarrea. Por ejemplo, el hecho de que el partenaire abstemio desayune con un jugo de naranja para uno, o que haga solitarios incómodo en una mecedora, o que extrañe al otro cuando tiene que rascarse la espalda. Esos solícitos prosaísmos están dichos con una gracia incomparable, y–ventaja grande de un letrista en relación al sobreabundante poeta– han tenido la suerte de encontrar voces como las de la gorda Sarah, quese despereza a sus anchas en la bella melodía de Rodgers. Lorenz Hart pasaba, aun cuando estaba sobrio, días enteros en las rimas, y conocía bien el oficio sesgado y lírico de recaudar sin alardes las humillaciones del amor. Se decía que era descendiente de Heinrich Heine, leyenda que probablemente había inventado él mismo.
Esta es mi canción favorita oficial, pero -.si se permite un segundo voto marsupial–, este año mi hijo Pedro y yo hinchamos por “Estadio Azteca”, de Andrés Calamaro. El talento de Calamaro consiste en hacer pasar por casuales o tontas las letras más significativas y mejor armadas de la canción popular argentina.

“El preso número 9” por Joan Baez

Por María Moreno
Mi canción favorita es “El preso número 9”. Esa donde un criminal condenado a muerte por haber asesinado a su mujer y a su amante dice ante el pelotón de fusilamiento: “Los maté, sí señor, y si vuelvo a nacer, yo los vuelvo a matar”. Y después promete: “Voy a seguir sus pasos, voy a buscarlos al más allá”. Matar a los autores de una traición simultánea es un lugar común de la literatura de folletín y del bolero. Pero lo simpático del preso número 9 es que quiere matarlos todo el tiempo. Su pasión es tan ciega que ni siquiera sospecha que la eternidad oel renacimiento, de existir, cambian no sólo la vida sino la idea misma de vida y muerte. Pero no, él piensa que su propia muerte es un simple cambio de escenario donde volverá a encontrarse con la amante infiel y el amigo traidor para volver a matarlos. Él no desea que ellos pierdan la vida sino que experimenten para siempre el último instante, que sepan siempre que van a morir. Me parece la versión empírica del crimen perpetuo de Sade. Muchas veces me he identificado con el preso número 9. Y no creo que fantasear garantice que, como dicen los psicoanalistas, no se pase al acto. Si en unos años estoy en Ezeiza, esto podría comprobarse. Yo, como el preso número 9, no tengo miedo. Si eso pasa, querrá decir que todavía siento pasiones.

“Hazey Jane I” de Nick Drake

Por Matilde Sanchez
Si la melancolía es el virus que contagia buena parte de las canciones, las de Nick Drake son un antídoto. No se puede hacer otra cosa mientras suenan, ni las más placenteras ni las más ausentes. Inútil aprender las letras si lo que se quiere es cantar. Hay que sentarse a escucharlas, la máxima distracción que toleran es un tarareo. El mejor control de calidad de una canción sigue siendo que podamos escucharla cientos de veces consecutivas sin interrupción, hasta que reemplacen el fluir de la conciencia. “Hazey Jane I”, del volumen Brayter Laiter, junto con muchas otras de Drake, como “The River Man”, tienen el mérito de dejarse escuchar siempre por primera vez.
“Hazey Jane I”, consejos cantados a una amiga, cuenta de una joven atolondrada que no consigue dar un sentido a sus acciones. Y es aquí que entra la orquesta para empujarla hacia delante, convirtiendo sus vicisitudes en lances de una comedia. Siempre hay un aire de música de cine en Drake, el encuentro feliz entre un ritmo y el lenguaje. “Haze Jane I” es esa canción encantadora y un poco cursi –las mejores canciones delmundo siempre son cursis, quizá por ser tan condensadas– que al correr resuelve en muy poco tiempo y de un modo mil veces más elocuente una trama de 90 minutos. Gracias a esa orquesta que suena detrás de la voz de Drake –y hay pocos que como él puedan ser llamados solistas–, nos lleva a un estado de euforia suave, la alegría pluscuamperfecta de sor Juana el día en que deja los hábitos.

“My Sweet Lord” de George Harrison

Por Sergio Bizzio
“My Sweet Lord”, de George Harrison. Era un adolescente la primera vez que la escuché (en la radio del auto de mi padre, que enseguida me compró el disco) y desde ese momento es un mantra para mí, una canción infinita. La última vez que me mudé de casa volví a comprar el disco, porque quería que “My Sweet Lord” fuera lo primero que sonara ahí adentro. (Así es como un tema devocional me disparó una superstición paranoica.) El tiempo no le hace nada. El juicio por plagio subrayó su atracción, su poder de imán: es una melodía tan bella y tan simple y feliz que ni un Beatle se le pudo resistir. A mí hace ya 30 años que me pega. La quiero con la misma intensidad con la que se quiere a un ser vivo. Incluso me fanatiza: es la mejor canción de la Historia del Pop Mundial y Todo Lo Demás.

“Wild Horses” de los Rolling Stones

Por Mariana Enriquez
La primera vez que escuché “Wild Horses” de los Rolling Stones –en un vinilo de Sticky Fingers– pensé que era la canción más dolorosa que se había grabado jamás. Country cansado que suena como el adiós, aunque jura que la separación no es posible y la voz de Keith Richards, todavía aflautada, acompañando a un Mick Jagger que suena sincero por primera y única vez. No existe otra canción que abrace con tanta valentía la pérdida, como si su único material fuera la despedida: “Wild Horses” suena como el fin del amor, de la juventud, de la inocencia; dice la leyenda que Marianne Faithful le regaló las líneas del estribillo a Jagger cuando salía de la inconciencia después de un intento de suicidio. Una canción escrita por una chica que quería morir, una estrella de rock que pronto sería una caricatura, y un guitarrista demacrado que sabía cómo hacer llorar. Detiene el tiempo y provoca esa nostalgia de extrañar lo que nunca sucedió. Tiene algo de duelo: los Rolling Stones nunca volvieron a sonar así, ni siquiera en el que debería haber sido su último disco, Exile on Main Street. Es el fin perfecto para el sueño dorado de los ‘60, que los Stones habían intuido una pesadilla.
Elegir la canción favorita es una forma de desnudez. Podría probar el disfraz indie sensible y decir que adoro “Almost Gold” de The Jesus & Mary Chain, calzarme los borceguíes y nombrar “Tommy Gun” de The Clash, recurrir a las húmedas noches de verano y preferir “The Ship Song” de Nick Cave & The Bad Seeds o confesar mi amor incondicional por “Yes” de Manic Street Preachers. Pero la verdad es que sólo “Wild Horses” me provoca una rara mezcla de miedo y felicidad, como si tuviera entre las manos la última reliquia de un triste y hermoso mundo perdido.

“Decorado artificial” de Qué Out!

Por Roberto Jacoby
Cada canción que me gusta reinicia mi vida, de modo que tengo tantas vidas como canciones se me instalaron en la cabeza. En agosto, el tema número 7 del Ciudadano Toto de Adrián Nievas, el cantante de Adicta; en setiembre fue “No voy a salir” del Dani Umpi, pop star de Tacuarembó, y en octubre, “Decorado artificial” de Qué Out!
El tema lleva el hip hop a la mínima expresión y la máxima obsesión. Repito, una y otra vez, a la bella Lara Correa (aka Lara Oke y DJTop) quizá porque lleva incrustada la teoría platónica: “Todos son espectros, / ¿no ves que son todos muertos? / ¿Dónde está tu fantasía?/ la nada avanza día a día./ En la calle late el caos,/ ¿pero quién se va a hacer cargo?/ Al final era verdad,/ la caverna lo decía,/ todo eran sombras sin vida”.
Salgo a la calle, miro a los transeúntes y la letra se me hace patente. ¿alguien me puede explicar por qué le dicen “tonti hop”?

“Der Lindenbaum” por mí mismo

Por Leonardo Moledo
Am Brunnen vor dem Tore/Da steht ein Lindenbaum. Creo que mis canciones preferidas o amadas son aquellas que me encuentro tarareando, muchas veces sin darme cuenta, cuando estoy solo, o cuando me ataca el virus, siempre acechante de la angustia. Ich träumt in seinem Schatten / So manchen sü.en Traum. Son muchas: viejos romances españoles, algunas compuestas por mi admirada Hildegarda von Bingen, “Le déserteur”, de Boris Vian, quelque chose de Brassens, algo de Atahualpa, las “Nanas de la cebolla” o la “Muerte de Don Guido” de Serrat, “El submarino amarillo” de los Beatles. Pero puesto que tengo que señalar una y sólo una, elijo “Der Lindenbaum” (“El Tilo”, 1827), ese desesperanzado lied de Schubert que marca, creo yo, el punto culminante del ciclo Winterreise (“El viaje invierno”). Ich mu.t auch heute wandern / Vorbei in tiefer Nacht. Debo decir que me da casi lo mismo cualquier versión, desde la maravillosa de Fisher Diskau, hasta la abominable de Nana Mouskuri, porque, en verdad, la que me gusta, la que verdaderamente me gusta, es la que yo mismo canto, o tarareo desafinadamente, cuando manejo, o a la noche, cuando nadie me escucha. Y cada vez que redescubro que las cosas no tienen sentido, el tilo, y la serena tristeza de Schubert se constituyen en un pequeño remanso, en un raro respiro que permite seguir. Unid Seine Zweige rauschten / Als riefen sie mir zu: / “Komm her zu mir, Geselle / Hier findst du deine Ruh”: ven hacia mí, viajero; aquí encontrarás la paz.

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