De qué hablamos cuando hablamos de fútbol
› Por Juan Sasturain
Hay quienes, sin que le importe demasiado a nadie, discuten (discutimos) sobre el sentido y la filiación del fútbol. Reduciéndolo a alienación pura y manipulación grosera, algunos lo ven tan opio y tan religión que sólo haría falta un Marx de envergadura –Sebreli no da la talla– para descalificarlo del todo. Estos analistas antifutboleros, que fueron mayoría bien pensante en el campo intelectual durante bastante tiempo, hoy ya no lo son tanto. Nos hemos peleado con ellos un par de veces sin darnos cuenta de que no vale la pena. Ni la suya ni la nuestra.
En la vereda de enfrente, para muchos y proliferantes otros, el fútbol es reserva y fuente inagotable de una empírica sabiduría presente en los diestros o siniestros de potrero tipo Maradona y en la desbocada tribuna aguantadora, vox populi, vox Dei. Éstos son (hemos sido, acaso) los alevosos sentimentales que no quieren que les toquen, les roben o les pisen uno de los últimos bastiones de esa cultura nacional y popular tan devaluada que ya ni se sabe si existe. Es el folklore del aguante y de la nuestra indefinible. Hoy solemos disentir duramente con estos últimos, hartos ya de populismo y de nosotros mismos.
Un diagnóstico de irrecuperable alienación, contra la supuesta salud salvaje de los sentimientos. Así las cosas. Y por cierto que no da para elegir entre ambas posiciones rengas de sentido. Parados en cada uno de esos extremos –con el colador de las soberbias ciencias socio y psicológica, o desde la pasión que se pretende soberana y no da cuentas sino a su esquivo corazón–, los empeñosos polémicos se ocupan de definir el mar, de juntarlo en un vasito para llevarlo a casa y ponerlo sobre la repisa de los trofeos personales. Y en realidad, esas lecturas -simplificadas, alevosamente mutiladas acá– no sirven para nada.
Sucesiva y simultáneamente juego y deporte, espectáculo, negocio, pasión y enfermedad endémica, el fútbol se resiste –como el amor, el dios de Abraham, el peronismo, el hipo y otras escurridizas entidades– a cualquier definición unívoca que no dé cuenta de su elemental complejidad. De su arrebatadora seducción.
El comentario burlón y borgeano de describir el fútbol como el absurdo espectáculo de veintidós pelotudos corriendo detrás de una pelotita mientras otros miles o millones (de pelotudos) los miran es compartible en casi todos sus términos. Una vez más, el maestro del tanteo tiene razón. Cabe aclarar –eso sí– que cualquier otra actividad humana produce, si se la observa y describe con objetividad, la misma sensación de extrañeza y sinsentido: trabajar en una oficina de 9 a 18 vestido de traje y corbata ante una máquina y atendiendo regularmente un aparatito receptor de voces a distancia; forzar el cuello durante horas frente a pantallas en que se cotizan valores que no existen sino en el aire viciado de los especuladores, y llegar a la úlcera por el oscilar de los numeritos... Cortázar y Perec, entre otros, han cultivado el estupor, revelando el absurdo con la sola descripción minuciosa de lo que pasa. Si acordamos con Macedonio que vivir es distraerse (de la muerte, de qué sé yo), no hay mucho que comentar.
Y con respecto al placer vicario del espectador/consumidor, creo que es lo mismo, groseramente hablando, ver un partido que asistir a una función de teatro o leer una novela. Me refiero al gesto de entrega, de regalo de la atención, no a la calidad de los resultados, que dependen proporcionalmente tanto de la excelencia del objeto observado como de la sensibilidad del espectador. Demasiado obvio acaso, pero tan verdadero: es más útil y enriquecedor para el espíritu y para la vida ver jugar a Riquelme que leer a Aguinis; del mismo modo que está mucho mejor empleado el tiempo con un cuento de Salinger que con la contemplación de Sampdoria-Perugia.
Lo que está en cuestión no es, realmente, si el fútbol es importante o no. Sin duda que no lo es. Su trivialidad es del mismo orden que la de la jardinería o el alpinismo; la administración de empresas y los diezmandamientos incluso. Se puede vivir sin ellos. Y en eso el fútbol es como la pesca, el cine, la literatura, el póquer, la bolita con rodilleras o el budismo zen: qué pone o saca uno –que no es otro sino uno– de esa experiencia que puede ir, en todos los casos, del entretenimiento más imbécil y alienado al saludable vislumbre de la belleza, al soberbio temblor metafísico.
La experiencia futbolera tiene –para el que puede o quiere– con qué alimentar la aventura personal de inventarse un sentido.
Este texto forma parte de Wing de metegol, compilación de las columnas de fútbol publicadas por Juan Sasturain en Página/12 (1997-2001) que la editorial Libros del Rescoldo distribuye en Buenos Aires en estos días.