VIDEO: LLEGA EL PUEBLO DE LOS MALDITOS, SUPERCLáSICO FANTáSTICO DE LOS ’60
Los rubios
Fue uno de los últimos avatares del cine de invasión extraterrestre de la Guerra Fría. Cuestionada por la Iglesia Católica americana (que obligó a filmarla en Inglaterra), El pueblo de los malditos imagina a una turba de niños de ojos aterradores y origen desconocido que tienen madre pero no padre. Como Jesús. Pero con planes mucho menos cristianos.
› Por Horacio Bernades
¿Qué es el cine fantástico?
Bastan los minutos que dura la secuencia introductoria de El pueblo de los malditos para responder la pregunta. Un tractor cruza el cuadro mientras las ovejas pastan: una imagen perfecta de la normalidad en el pueblito inglés de Midwich, una mañana como cualquier otra. O mejor que cualquier otra, porque ese sol
radiante debe ser una excepción.
En el estudio de su mansión, George Sanders (imagen perfecta de la normalidad británica) acaricia a su perro
de aguas, levanta el teléfono y hace un llamado. En medio de una frase se queda mudo y cae con el cuerpo
paralizado.
De ahí en más, las imágenes confirmarán que ésa no es una mañana como cualquier otra en Midwich. El tractor, con su conductor a bordo, da vueltas en círculo hasta incrustarse contra un árbol; en la centralita del pueblo –bajo un cartel que dice “Haga aquí sus llamados”–, una telefonista yace desmayada sobre el panel de control; una plancha encendida chamusca una prenda, una pileta de lavar se desborda, un disco gira sin parar en su bandeja. Y, muy cerca de esos objetos descarriados, uno, dos, diez, cien midwichenses fuera de combate.
Un plano más abierto y alto deja ver ahora el paisaje del pueblo, con la calle pavimentada de cuerpos inertes. La cámara se desplaza hasta mostrar el reloj de la torre, que da las 11. Títulos: George Sanders in ... Village of the Damned. En cuatro minutos, casi sin palabras (apenas el “Hola, comuníqueme con tal y tal” de Sanders antes de derrumbarse), El pueblo de los malditos ha instalado un misterio sin respuesta que quiebra radicalmente el orden. Esa crisis –la alteración de la normalidad por la irrupción de lo extraño– es el objeto narrativo por excelencia del cine fantástico.
Y si alguien quisiera saber qué distingue al cine fantástico del cine de terror, le bastaría confrontar la secuencia inicial de El pueblo de los malditos con la de la remake de Dawn of the Dead, estrenada a comienzos de año en Buenos Aires. Allí, con una economía de medios (y de miedos) parecida, la normalidad se alteraba –también de mañana y también en una pequeña ciudad– de un modo más sangriento, con los lugareños intentando devorarse entre sí. Lo que va de la extrañeza al miedo es lo que marca la diferencia entre el fantástico puro y el terror, que es su hijo monstruoso.
El pueblo de los malditos es de 1960 y está basada en una novela del británico John Wyndham. La dirigió un norteamericano, Wolf Rilla, pero es inglesa por culpa de la Metro, que se negó a producirla en casa: al conocer el guión, la Iglesia Católica estadounidense había puesto el grito en el cielo. Y es que en el centro de la fábula de Village of the Damned hay unos niños misteriosos. Nadie sabe de dónde son: todo lo que se digna revelar el guión de Stirling Silliphant (autor, más tarde, de La aventura del Poseidón) es que tienen madres pero no padres, exactamente como... ¡Jesús! De ahí la inquietud de los católicos norteamericanos.
Porque estos niños no se comportan precisamente como el Salvador. Más bien al contrario.
Aunque mantiene en la incertidumbre la verdad sobre el origen de los niños, El pueblo de los malditos representa cabalmente uno de los últimos avatares (un espécimen de ultramar) del género de invasores extraterrestres, que con tanto ahínco cultivara la ciencia ficción estadounidense a lo largo de los años ’50. Como una de las cimas del género –Invasion of the Body Snatchers, de Don Siegel–, que algunos leyeron como una fábula macartista y otros exactamente al revés, la metáfora de la película de Rilla supo atraer interpretaciones encontradas. En un momento se menciona que en un pueblito de la Unión Soviética se registró un multinacimiento de niños extraños semejante al de Midwich, y que “las autoridades estarían entrenándolos en campos especiales”.
Para reforzar la paranoia anticolectivista, el personaje de Sanders descubre que la mente de los niños está interconectada: basta con que uno de ellos aprenda algo para que lo hagan los demás. Pero, a la vez, estos chicos dotados de poderes mentales y ojos que asustan tienen un inconfundible aspecto ario: no sólo son rubios platinados; también carecen de emociones, y no desentonarían en un seleccionado infantil de las SS. ¿Fábula antisoviética o antinazi? Una fábula sobre los miedos humanos. Eso –antes que cualquier alegoría– es lo que define al género fantástico.