Dom 05.12.2004
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PERSONAJES: UNA BIOGRAFíA ECHA LUZ SOBRE EL GRAN ROMANCE GAY DE CARY GRANT

Tuyo es mi corazón

Fue la máxima estrella masculina del Hollywood de fines de los ‘30 y principios de los ‘40. Carismático y brillante, todas las mujeres soñaban con él, y todos los hombres con imitarlo. Gracias a una flamante biografía de Marc Eliot, sin embargo, otro Cary Grant, más complejo, empieza a asomar a la superficie: el joven actor inglés que deja su patria en busca de una nueva identidad, la celebridad aterrada por el fantasma del olvido y el hombre que, con cinco matrimonios a cuestas, nunca olvidó a su gran amor: un actor de westerns llamado Randolph Scott. Lo que sigue es un fragmento de Cary Grant: A Biography, el libro de Eliot todavía inédito en castellano.

Por Marc Eliot
Para el 18 de enero de 1940, momento del estreno de Ayuno de amor, que cosechó muy buenas críticas y excelentes resultados de taquilla, Cary Grant había desaparecido por completo de la glamorosa vida nocturna de Hollywood. Después de su áspera separación del actor Randolph Scott, Grant había vuelto a sus hábitos de ermitaño, pasaba la mayor parte del tiempo solo en la playa y de tanto en tanto visitaba la casa nueva que había alquilado en Beverly Hills. Salía únicamente para comer, la mayoría de las veces solo; iba a Chasen’s, donde ocupaba un sillón rojo en la parte de atrás, o al Hotel Beverly Hills, o muy ocasionalmente al Brown Derby, al que tuvo que renunciar para evitar a los implacables paparazzi. Creía que todo el mundo codiciaba un autógrafo suyo, aunque fuera garabateado en una servilleta mojada, y eso había empezado a afectarlo. Llegó incluso a quejarse de lo que llamaba “una práctica absurda” ante la chimentera Louella Parsons, con la que se había reconciliado. Parsons, aunque de manera menos sensacionalista, seguía escribiendo sobre él, sólo que ahora usaba sus columnas para que el mundo supiera que, en caso de tener la suerte de toparse con Cary Grant en persona, se cuidara de pedirle autógrafos.
Unos meses más tarde, Grant accedió a hacer la largamente esperada secuela de La pícara puritana, coprotagonizada por Irene Dunne y dirigida por Leo McCarey. El proyecto se convirtió en una de las producciones más anticipadas del año, hasta que McCarey se emborrachó, chocó y casi se mata con su auto en Sunset Boulevard. La RKO consideró la posibilidad de cancelar el film, pero McCarey logró recuperarse lo suficiente para supervisar la producción, ahora con Garson Kanin en la función de director.
En La pícara puritana, Cary Grant es Nick, un hombre cuya esposa, Ellen (Dunne), desapareció en un naufragio. Nick aguarda los siete años de rigor y termina yendo a la corte a declarar legalmente muerta a su esposa, de modo de poder casarse con su nuevo amor, Bianca (Gail Patrick). Aunque no con la misma pasión que sentía por Ellen, Nick ama a Bianca; cree que será una excelente madre sustituta para sus dos pequeños niños. Pero mientras Nick consuma su segundo matrimonio, Ellen es rescatada milagrosamente de la isla desierta en la que ha estado viviendo y reaparece sólo para descubrir que ha sido declarada oficialmente muerta y que Nick tiene una nueva esposa. Para complicar un poco más las cosas, Nick descubre que Ellen sobrevivió en la isla con un hombre que era todo un galán, interpretado nada menos que por Randolph Scott. Todo se resuelve en el último acto para satisfacción de todo el mundo, lo que genera de paso algunas risas genuinas. Pero la tensión y la química reales entre Grant y Scott le confirieron a la película cierta vibración. Mientras compiten por el afecto de Irene Dunne, ambos se enrostran competitivamente sus respectivos cuerpos y más tarde se van cabalgando juntos al sol.
Para entonces, Grant era quizá la máxima estrella masculina de Hollywood, mientras que Scott seguía siendo básicamente un actor de películas clase B, y se creía que su participación en la película había sido un favor arreglado por Grant. En rigor de verdad, Grant lo había hecho simplemente porque lo extrañaba y quería verlo. Durante el rodaje, ambos pasaron varias noches juntos en la casa de la playa.
Los amigos decían que era posible que volvieran a estar juntos, pero eso no era lo que Grant tenía en mente. No hubo alivio para su soledad con el breve reencuentro con Scott, que una vez más volvió a irse de la casa, esta vez para siempre, cuando terminó la producción del film. Grant buscaba algo más, algo mejor. Estaba listo para hacer algunos cambios en su vida privada, aun cuando no tuviera la menor idea de lo que quería ni de cómo salir a buscarlo.
Pero no tendría necesidad de hacerlo. Encontró el cambio a comienzos de la primavera de 1940, cuando, como salida de la nada (o al menos eso parecióen su momento), Barbara Hutton apareció en Beverly Hills e inmediatamente buscó su compañía. Hutton se había ganado una reputación bizarra como miembro de la “gente linda” que a todo el mundo le gustaba odiar. Nacida en 1912, había crecido con su nombre y su foto en los diarios desde el día en que cumplió cinco años y su madre se suicidó, convirtiendo a la pequeña Hutton en heredera de un tercio de la fortuna de su abuelo Frank Woolworth: unos 100 millones de dólares. Su padre se hizo cargo personalmente de la herencia y la incrementó en unos 50 millones; luego predijo el colapso de Wall Street y se retiró del mercado semanas antes de que Estados Unidos se hundiera en la Gran Depresión.
El apellido Hutton se convirtió en sinónimo de codicia y egoísmo, y eso fue antes de que esta rubia de ojos celestes conociera al príncipe Alexis Mdivani, un cazador de fortunas universalmente despreciado al que la Hutton, según se creía, le había pagado dos millones de dólares por casarse con ella. Tres años más tarde se cansó de él y le pagó un millón y medio por un divorcio limpio y sin querellas, de modo de poder casarse con el conde danés Haughwitz-Reventlow, por cuya mano pagaría otro millón y medio. Para atenerse a la etiqueta danesa en materia de herencia real, Hutton debió renunciar a su ciudadanía norteamericana, lo que hizo sin un segundo de duda.
El segundo matrimonio de Hutton duró poco más de un año, justo lo suficiente para tener un bebé. Tras la separación legal, Barbara se mudó a Londres, donde planeaba criar a su hijo, Lance Reventlow, pero el ingreso de Inglaterra en la Segunda Guerra Mundial la devolvió a la seguridad de Estados Unidos. Compró una casa en San Francisco y, aceptando la sugerencia de su amiga la condesa Dorothy di Frasso, contrató una agencia de relaciones públicas para mejorar su imagen. También hizo una serie de enormes donaciones a varias causas caritativas, entre ellas un muy publicitado regalo de 100 mil dólares a la Cruz Roja.
En 1940, mientras Hutton la visitaba en Beverly Hills, la condesa Di Frasso organizó una gran cena llena de celebridades en su honor. Una de las estrellas que Hutton insistió en invitar fue Cary Grant, a quien había conocido un año antes, mientras viajaba hacia USA a bordo del “Normandie”.
No es difícil entender la atracción que Hutton sentía por Grant. Menos obvio pero no menos interesante es por qué él se mostró tan receptivo ante una situación tan pública y tan bien promocionada. El público de cine lo adoraba, pero él se sentía atrapado. A los 36 años ya se había “divorciado” dos veces contando a Scott, una relación que, en más de un sentido, había sido mucho más conyugal que la que compartió con su primera esposa, Virginia Cherrill. Bajo la superficie de su retracción emocional se agitaba el deseo de tener una pareja duradera y significativa. Lo aterraba el riesgo de salir lastimado por amor, de modo que mantuvo una distancia prudencial con cualquier persona por la que sintiera algo: la inaccesibilidad de que hacía gala en la pantalla funcionaba como un espejo de la distancia personal que interponía ante cualquier posible situación de intimidad. Tras su desastroso matrimonio con Cherrill, las únicas con las que pudo establecer relaciones largas y significativas fueron mujeres lo suficientemente ricas como para garantizarle que no perseguían su dinero ni su celebridad, o mujeres que no lo atraían sexualmente como Phyllis Brooks, Jean Rogers, Katharine Hepburn y Rosalind Russell. En ese sentido, Barbara Hutton era la pareja perfecta.
Pero había algo más. La relación de Grant con Scott siempre había sido alta, intensamente competitiva, como lo es la rivalidad entre dos hermanos. En muchos sentidos, Scott encarnaba para Grant al hermano mayor que le había sido negado por la temprana muerte de John William Elias Leach. Grant era una estrella mucho más importante que Scott. También era más apuesto y estaba en mejor forma. Se las había arreglado para quedarse con la casa que ambos habían querido. Scott, por otro lado, tenía másdinero y una esposa heredera. Casándose con Barbara “Woolworth” Hutton, Grant sabía que podría superar a su ex amante y hermano sustituto en los dos rubros.
Cuando Hutton se puso a disposición de Grant, él comenzó a verla pero insistió en que su agencia de relaciones públicas se mantuviera al margen de la relación. No quería ver sus nombres juntos en las páginas de los diarios. Si lo que ella quería era publicidad, dijo Grant, tendría que buscarse a otro. Tampoco estaba interesado en una vida social de alto perfil. Cuando insistía en mantener la relación en secreto, Grant temía algo más que la posibilidad de ser explotado por Hutton. Lo último que quería era enfrentarse con la siempre volátil Brooks a raíz de la nueva mujer que había aparecido en su vida. No veía la necesidad de lastimarla ni de entrar en conflictos estériles. No tenía tiempo para eso ni para prácticamente nada más, dado que no paraba de añadir nuevas películas a su agenda.
Aunque ya estaba un poco aburrido, filmar no sólo le servía de válvula de escape emocional. Grant temía que si se quedaba sin trabajo por mucho tiempo, el gobierno ya no le permitiría residir en un país en el que, después de todo, tenía un permiso de trabajo privilegiado pero estrictamente limitado. Respondiendo a un pedido de Inglaterra, Grant había accedido a protagonizar “películas patrióticas” –más allá de lo que esto quisiera decir–, cosa que no podría hacer si se mudaba a una playa mexicana. Por eso, debido a las restricciones de su visa, no podía ir muy lejos. Por lo demás, la guerra se extendía a todas partes, excepto, al parecer, a Norteamérica. Los hombres de su edad de todo el mundo vivían preocupados por la posibilidad de recibir una bala entre los ojos, mientras que la mayor preocupación de Grant pasaba por si conseguiría el papel en el último proyecto de Katharine Hepburn, la versión cinematográfica de Historia de Filadelfia, con la que tanto éxito había tenido Hepburn en Broadway.
En la primavera de 1940, por sugerencia del jefe de la Columbia, Harry Cohn, que lo juzgó suficientemente “patriótico”, Grant aceptó un papel en The Howards of Virginia, un drama sobre la Guerra de Independencia dirigido por Frank Lloyd. Cohn creía que el proyecto le abriría a Grant todo un nuevo espectro de papeles, pero la película resultó ser una de las menos exitosas de su carrera. The Howards of Virginia fue la primera película en la que Grant se avejentó para componer un personaje. Sus sienes plateadas y sus hijos crecidos eran elementos extraños para un actor todavía joven, como también resultaban extraños en él el uniforme de soldado de la revolución y los fusiles. Cohn fue el único en sorprenderse por el estrepitoso fracaso de taquilla de The Howards of Virginia. Pero el film puso fin a la seguidilla de éxitos de Grant, que hasta entonces había sido imparable. A diferencia de su otra película “de guerra”, Gunga Din, en la que Grant, Fairbanks y McLaglen eran los niños, a esta película le faltaban humor, ironía y cualquier rastro de esa sofisticación urbana que era la marca registrada de Grant. En rigor, el actor pretendía usar la película para matar el tiempo mientras esperaba el comienzo de la producción de Historia de Filadelfia.

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