FENóMENOS - LA SEGUNDA GUERRA MUNDIAL EN OFERTA
Comprando al soldado Ryan
A 60 años del desembarco en Normandía, los escenarios clásicos de la Segunda Guerra Mundial son casi mercados persas donde los Aliados vuelven a derrotar al Eje en enfáticos souvenirs de pacotilla: pequeños Patton de plomo, Hitler a 25 euros, arena ensangrentada, restos de bunkers originales y hasta juegos electrónicos tan realistas como el último arrebato bélico de Steven Spielberg. Bienvenidos al shopping de la Historia.
› Por María Moreno
Como viajando es más fácil verse que volver a verse, me permitiré revelar algunas intimidades del periodista Laureano L., encontrado en la plataforma para autobuses de la estación Lille Europe y perdido de vista en el parador Serrano de la provincia de Burgos. Editor y columnista de La Voz de Galicia, este joven parecido al más bonito del Dúo Dinámico venía de visitar los lugares tópicos del desembarco en Normandía, donde los cañones lanzacohetes, los tanques equipados con equipos de flotación ingleses, la Atlantikwall –el muro de defensa hitleriano– y las minas terrestres habían dejado una arqueología bélica capaz de ofrecer al fetichista furtivo la alternativa del shopping histórico. Desde el 6 de junio, día en que el aniversario del Día D acercó a Bush y a Chirac al cementerio de Colleville-sur-Mer para asestar discursos conciliatorios contra un fondo de banderas y salvas, Europa –como Victoria Ocampo en sus tiempos– se ha declarado “furiosamente aliada”. Y amenaza con seguir la anamnesis hasta el aniversario del suicidio de Hitler en su bunker, en abril del ‘45.
Hermanados por un sentimiento común de expulsión –del inglés prêt-à-porter que se imparte en los cursos acelerados y del francés intimidante a partir de Hiroshima mon amour–, Laureano L. y yo cultivamos un apego instantáneo que nos llevó a un matrimonio blanco de 17 horas en el que, puede decirse, no hubo ni un sí ni un no. Me preguntó por las Madres de Plaza de Mayo como si fueran parientes suyos en América, aprobó que Kirchner “se cargara” a los empresarios españoles y tomó partido por los cronopios de Cortázar al afirmar que eran “la leche”. Luego pronunció con acento marcado los nombres de Dwight Eisenhower, Bernard Montgomery y Arthur W. Tedder, y describió con voluptuosidad la madrugada del Día D, cuando, a media marea y bajo un viento que parecía nazi, los aliados desembarcaron bombardeando casamatas y radares, y estropeando los planes originales, como suele suceder, pero arreglándoselas para generar lo que Josep Ramoneda llama “momento fundador”. Su arenga desmentía el tono prosaico de una bolsa de plástico que no soltaba, y en la que el papel de aluminio sugería la presencia de varios bocadillos.
–Y no porque haya visto Rescatando al soldado Ryan –atajó para explicar ese viaje en el que había pensado comprar un casco por 200 euros, confiando en que la sangre derramada, contando las bajas alemanas, aumentaba las posibilidades de una pieza de colección con la marca en el orillo–. ¿Sabes lo que he hecho?
–Robarlo.
–¡Mira!
Y Laureano L. alzó hasta el asiento su bolsa de plástico y abrió con la uña una punta del paquete, dejando al descubierto un montón de arena que bien podía ser de una playa de Villa Gesell o del arenero de Plaza Francia. Pero allí yacía la Historia...
–Es de Omaha, la sangrienta.
Allí, la 352ª división alemana había matado a cientos de recién desembarcados, algunos de cuyos cuerpos estaban en el pequeño cementerio donde el canciller alemán Gerhard Schroeder se había cuidado de acelerar el paso ante la tumba de soldados de su propio país. Laureano L. me mostró rápidamente un trozo de piedra agrietada.
–Es de un bunker alemán. Necesitaba algo menos escurridizo –se justificó. Después de todo, la arena de Omaha era un trofeo al que el tiempo y la limpieza podrían reducir considerablemente.
VIAJANDO SE CONOCE GENTE
Como los vínculos suelen organizarse en torno a afinidades electivas, Laureano L. y yo tuvimos que encontrar las nuestras. Con regocijo candoroso descubrimos que usábamos la misma marca de gotas nasales en forma de jeringa y que, una en Lille, el otro en Normandía, habíamos estado en un hotel de la misma cadena, Mister Bed, lugar que –nada une tanto como el primer chiste malo compartido– rebautizamos “Mister Bad”. Y para afianzar la efímera pero sólida convivencia nos animamos a intercambiar vergonzantes taras privadas: yo le confesé que acababa de tener un pequeño accidente cerebrovascular –desechado bajo el diagnóstico de histeroepilepsia– y también mi fobia a hablar en público.
–¿Público? –gritó Laureano L.–. Pues yo no puedo dormir en público: uso fundas en los dientes porque tengo bruxismo.
Pero aún faltaba la confesión de grueso formato: Laureano L. había comprado ese pasaje en ómnibus de Lille a La Coruña porque tenía miedo de volar.
–Pero desde antes de los atentados del 11 de septiembre –volvió a atajarse. Ni el whisky ni el Rivotril habían parado sus temblores y rezos en voz baja. Durante un viaje oficial había llegado a subirse en la falda del alcalde de La Coruña, el señor Francisco Vázquez, y le había sacado brillo a la manga de su traje a fuerza de sobársela.
Cuando sacó de su mochila un ejemplar de Dinero de Martin Amis y otro de Herzog de Saul Bellow, ofreciéndomelo con el gesto paternal de quien trata de calmar a una hermana menor excitada, me di cuenta de que la escena era inverosímil.
A la larga, tanta entrega mutua terminó por armar entre los dos una suerte de cuerpo en común donde cada movimiento individual encontraba su complemento en el otro. Así, al menor ademán fotofóbico de Laureano L. dormido, yo llevaba mi mano a la perilla de la luz para desviar el haz minúsculo que llegaba a mi libro, y cuando, salida de una pesadilla, salté de mi asiento, con el rabillo del ojo vi emerger la cabeza de Laureano L. a la altura de mi cuello como si fuera el ectoplasma de una médium, desnudando las fundas de sus dientes de vampiro joven.
OFERTAS DE SEGUNDA (GUERRA MUNDIAL)
Separados al bajar, y enfilado Laureano L. en dirección a La Coruña (adonde se llevaba el secreto del final de Herzog), me instalé en Madrid, sin intención junto a la casa de Lope de Vega y, no por azar, en la línea de tabernas de la calle Huertas. Luego de que Laureano L. me informara sobre la aliadofilia, pude atribuir un sentido a las composiciones expresionistas de soldados a la terracota salvándose entre sí en los puestos de la estación Lille Europe, junto a granadas verdaderas, quesos camembert y arcos de triunfo de cerámica. Y al hecho de que, en las casas de souvenirs de Madrid, entre postales con batas de cola en relieve, abanicos de puntillas industriales, Picasso en vajillas y cajas arábigas de madera de colores, hubiera estatuillas de plomo de Patton, Montgomery, Churchill y Eisenhower. También de Hitler y Stalin, por si alguien asimila los momentos fundadores a la memoria de los vencedores y quiere coleccionar según la teoría de los dos demonios. Están a 100 euros las grandes y a 25 las del tamaño adecuado para jugar en la alfombra. A Montgomery se lo representa contemplando un plano, alusión nada sutil a la vacilación que se le reprocha y que habría causado la pérdida meteórica de Caën. Churchill está idéntico a Sarmiento y Hitler a su versión Charles Chaplin.
En el sitio Puta locura de la red, un tal Torbe lanza un grito semejante al que se exhala durante una polución nocturna: “Qué juego más acojonante. Cómo he disfrutado dándole a la metralleta matando nazis. Al principio dices, bueh, otro Half Life, pero cuando llega el momento cumbre, el desembarco de Normandía, es cuando flipas en colores. Es igual que la peli de salvar al soldado Ryan, con las barcas explotando a tu alrededor llenas de soldados, el ruido de las balas pasando cerquísima, la gente enloquecida, el agua del mar, el bunker desde donde disparaban metralletas los nazis, el nido de ametralladoras que hay que matarles con el rifle de mira telescópica... En fin, es la paja, este juego es la paja”. Tanto Air Normandy como Mission Combat o D-Day de Axiss & Allies tienen códigos que permiten disfrutar de un poder pretérito, imaginario e indoloro: “Angrymandinners” significa “da más raciones a tus soldados”; “beef”, “mata todas las vacas”; y “robocop3”, “tu soldado se vuelve loco”. Pero Torbe extraña el sexo, lo que lo lleva a la filosofía: “Todos son hombres los que salen en el juego. La guerra es cosa de hombres, debe creerse esta gente, porque no hay un chocho cerca ni de broma. ¿Y esos premios al mejor soldado? Déjame de medallitas y regálame una noche con la puta más furcia del regimiento en el protifurcio del batallón de Kortézubi. ¿Porque los soldados en los juegos no violan? ¿No salió por la tele que lo que más hacían los bosnios o croatas era violar en su guerra de los Balcanes? Coño, y en cualquier película siempre hay putingas haciendo su agosto, o concubinas, o espías que se follan cualquier cosa a cambio de información”.
Sin embargo, aun para este Góngora con nostalgia de Mata Hari y, a pesar de que George Bush se cuidó muy bien de empañar el ritual conciliatorio y europeísta del 6 de junio con cualquier alusión a Irak, la aliadofilia como recuerdo encubridor termina por generar las asociaciones que permiten el retorno de lo reprimido: “Joder, si nos vamos a sobrar, a volver locos con la guerra, enseñémosles lo que se hace realmente en la guerra, que es matar, trinchar, destruir, robar, saquear, violar y hacer todo tipo de barbaridades sin ningún tipo de tope o control. No a la guerra de Irak y a ninguna guerra, a ver si espabila ya de una puta vez la raza humana y pasamos a otra fase, donde nos matemos en el ordenador y follemos con la vecina. ¿A que sí?”.
LA GUERRA COMO
ANTIGÜEDAD
A esta hora, Laureano L. debe haber entregado su columna del domingo, dado vuelta la última página de Dinero y comprado una pecera de cristal para guardar la arena de Omaha, la sangrienta. Tal vez haya introducido el trozo de bunker en el medio, a la manera de un menhir, para garantizar una memoria imparcial o una instalación que no le deba nada al arte de protesta.
–En los puestos de souvenirs de Colleville-sur-Mer, las granadas funcionaban y las minas podían activarse –me había contado–. No estoy seguro de que eso fuera un homenaje. ¡Hombre! Si en el cementerio las tumbas de los nazis tenían flores frescas. Y mensajes de amor: “A mon amie, avec l’admiration pour son courage, qui est un exemple pour moi et mes copains. Ni oubli ni pardon”.
–¿Ni olvido ni perdón?
Laureano L. no entendía, al igual que al escuchar el Nunca mais, qué era lo que me llamaba la atención.
Aquel 6 de junio del 60º aniversario del desembarco, como la verdad debe estar garantizada por la ficción, en Coleville-Sur-Mer estuvieron también Tom Hanks y Steven Spielberg. Para proponer una memoria no literal se le insuflaron ecos de otras guerras: la viral, evocada por el rostro que el soldado Ryan comparte con el Andrew Beckett de Filadelfia, y la del espacio exterior, donde las víctimas de la sangre derramada pueden reponerse por la clonación o la robótica.
Dos días después, Josep Ramoneda se quejaba de que ni en Cataluña ni en España la radio había difundido ese homenaje que aseguraba la pertenencia originaria al quién es quién europeo. Y hasta censuraba a los “soberanistas dogmáticos” que aún guardan rencores a los norteamericanos por haber apoyado la dictadura. Luego se permitió la provocación de decir que si los norteamericanos no se hubieran quedado en los Pirineos, España sería la mismísima ninfa Europa. En la red, los que han leído sobre la Segunda Guerra más allá de los fascículos, dicen que el desembarco fue simbólico y que fue el ejército ruso el que hizo que Hitler tuviera que meterse la Atlantikwall por donde eliminaba los vegetales. Ramoneda aboga por una “europeización de la memoria”, algo que en España ha empezado por escuchar los relatos de la aldea (ver Radar del 3/10/04), pasado el tiempo negacionista en que España, prendida al celular y estilizada en trajes de Adolfo Domínguez, consideraba retro el discurso republicano y la tragedia como la moda de la temporada anterior.
Pero la aliadofilia parece no ser de la misma familia. Por un lado, las imágenes de destrucción de ciudades y de tortura sin cese en el tiempo y en el espacio, la noticia de las desapariciones y de los exilios provocados por la guerra moderna, lejos de ilustrar sobre la repetición, permiten que aflore la dimensión de las guerras del pasado, y, por el otro, la memoración despolitizada y fuera de contexto, proliferante en ficciones coleccionables, sublima Irak y Afganistán.
Por eso Laureano L. había querido buscar un ritual que se saliera de las ofertas del mercado, y en Coleville-sur-Mer, antes de recoger ese trofeo que se escurre de las manos, entró en las aguas que ahora no estaban rojas de sangre, como cuando Capa las cruzó cámara en alto, y se volvió para mirar a la orilla y ponerse en el lugar de los jóvenes que no volvieron a abrir los ojos en esas playas. Allí prometió investigar qué fue de su abuelo: no el que posa junto al Generalísimo en una fotografía que hace mucho que no ve en casa sino el otro, el rojo, del que nunca vio un retrato. Y que no me piense yo que él quiere estar en el ajo. ¡La verdad no es un look, hombre!