Domingo, 16 de enero de 2005 | Hoy
NO-FICCIONES
Una nueva biografía de Borges es, de por sí, un acontecimiento: no hay muchas y cada una promete revelar aspectos chismosos, jugosos o escandalosos de su vida. Por estos días es el turno de la flamante Borges: A Life del profesor oxfordiano Edwin Williams, que ya ha dividido las aguas entre escritores e intelectuales angloparlantes. Radar se agenció un ejemplar, reproduce dos de las campanas del debate (Christopher Hitchens a favor y David Foster Wallace en contra) y además ofrece una guía de los demás intentos biográficos. Pero las conclusiones son cada vez más contundentes: la vida de Borges parece imposible de encontrar en alguna de sus biografías.
Por Rodrigo Fresán
Uno
Borges el ciego lo vio claro y lo vio primero: ¿para qué conformarse
con ser persona cuando se puede ser personaje?, se preguntó. Y se respondió
en muchas páginas pero, sobre todo, en dos textos muy citados e inapelablemente
borgeanos; porque ambos están protagonizados por Borges y porque, de
algún modo, pueden leerse como apuntes para una autobiografía
ideal.
El primero de ellos es “Borges y yo”; donde se nos empieza explicando
que “Al otro, a Borges, es a quien le ocurren las cosas” y se concluye
con un “No sé cuál de los dos escribe esta página”.
El segundo es “El otro”; donde un Borges presente intercepta a un
Borges pasado y conversa con él sobre lo que fue y lo que vendrá.
A ambos textos los separan quince años –el primero es de 1960 y
el segundo es de 1975– pero, fundamentalmente, surgen en dos momentos
de muy diferentes intensidades. El primero está imaginado por un autor
muy poco conocido fuera de su país (pero que al año siguiente
recibiría junto a Samuel Beckett el Premio Formentor e iniciaría
su despegue internacional; “El resultado inmediato fue que mis libros
se reprodujeron como hongos en el mundo occidental”, comentó el
propio Borges). El segundo ya es el producto de una super-star planetaria muy
consciente de serlo y de lo que se espera de ella. Más allá de
esto, a mí me parece que –en ambos casos— Borges también
dice otra cosa. Borges dice: mi vida –o mi reino– no es de este
mundo.
Dos Es decir: toda vida terrena y toda biografía de Borges contará –con deficiente aunque evangélica claridad– apenas una mínima parte de la historia. La parte menos importante y ocurrente. Y es que –reconozcámoslo– la biografía de Borges no es especialmente interesante o divertida. No pasa gran cosa en ella. No es su culpa, suele ocurrir con las vidas de escritores: profesión poco cinética si la hay, si se la compara con casi todos los otros oficios. Y la vida de Borges está muy lejos de otras vitalistas y autodestructivas biografías de escritores como Hemingway o Lowry aunque, en más de una ocasión, no menos vergonzosa. La de Borges es una vida quieta, una vida sentada que sólo en su último tramo parece adquirir la patología viajera de un Phineas Fogg ciego que –por voluntad u obligación– da varias vueltas al mundo para no ver nada y hablar demasiado. Antes de esto, claro, Borges ya se había convertido en uno de los más experimentados viajeros mentales en toda la historia del asunto. Y su obra es exactamente eso: un “Leo, luego existo; y como existo, entonces escribo”. En un ensayo sobre Borges, Ricardo Piglia escribió que “la lectura es el arte de construir una memoria personal a partir de experiencias y recuerdos ajenos”. Puede afirmarse –sin contradecir a Piglia– que Borges lleva esta certeza un poco más lejos: cambia lectura por escritura. Y ahí está su vida. Y entonces toda biografía de Borges –incluso la poca memoir que él mismo hizo para The New Yorker– se convierte en accesoria, en algo que sucede afuera de Borges mientras lee y escribe.
Tres Alguien escribió que lo poco que sabemos de Shakespeare –dejando de lado su obra– nos demuestra cabalmente que fue un soberano idiota. El último cuento de Borges se titula “La memoria de Shakespeare” y allí se intuye algo que quizá fuera una advertencia a sus futuros biógrafos. En el relato, un hombre recibe la anhelada memoria de Shakespeare sólo para acabar comprendiendo que “no podía revelarme otra cosa que las circunstancias de Shakespeare. Es evidente que éstas no constituyen la singularidad del poeta; lo que importa es la obra que ejecutó con este material deleznable”.Lo que nos lleva al flamante y muy publicitado Borges: A Life de Edwin Williams. Un libro correcto y funcional y pertinente para el lector en inglés, pero por completo innecesario para nosotros. Poco y nada se nos cuenta aquí que no sepamos; la afirmación de solapa de que se trata de “la primera biografía en cualquier lengua en abarcar la totalidad de la vida y obra de Borges” dista mucho de ser cierta; “el descubrimiento de episodios desconocidos de 1920 y 1930 que llevaron a Borges al borde del suicidio” ya han sido ampliamente documentados; y el que se nos narre “el apasionado affaire amoroso con María Kodama” a partir de “extensas entrevistas” con la involucrada, ha dejado afuera mucho material y numerosos puntos de vista sobre la cuestión. Pero lo más desconsolador es la homogeneizada simpleza, por momentos telegráfica, de la prosa de Williams –que no es la del Proust de Tadié o la del Faulkner de Blotner o la del Joyce de Ellman– y que resulta tanto menos “graciosa” que los espasmos indiscretos del Borges: Esplandor y derrota de María Esther Vázquez. Está claro que no hay derecho a pedirle al biógrafo que alcance las alturas estilísticas del biografiado; pero hubiera sido de agradecer algo más de vuelo narrativo (el fin de la amistad con Bioy es despachado en tres frías líneas) y bastantes menos apreciaciones psico/criptográficas a la hora de decodificar y conectar, cueste lo que cueste, todo texto de Borges con algún acontecimiento personal. Así nos enteramos, por ejemplo, que la velocidad con que Borges escribe los cuentos que conformarán El informe de Brodie es consecuencia directa “de la deconstrucción del conflicto básico entre espada y puñal que siempre había sido fuente de tantas angustias e inhibiciones, especialmente en sus relaciones con las mujeres”. Para Williams, Europa es el sable aristócrata y Argentina el puñal gaucho/malevo. Ah...
Cuatro
Y ya saben: a Hitchens le gustó y a Foster Wallace no le gustó
pero tal vez lo interesante (y lo que Williams ni siquiera menciona) es el modo
en que Borges influyó y afectó a los escritores en inglés,
quienes casi siempre lo entendieron como una suerte de E.T.: alien, pero adorable.
Uno de los primeros en advertirlo, en 1964, fue Updike cuando lo recetó
como “el único hombre capaz de sacarnos de este basurero sin salida
en la que se ha convertido nuestra ficción”. Cheever lo consideró
un “vogue-writer”. Capote, “un muy buen escritor de segunda
categoría”. Vonnegut dijo sentirlo “demasiado evolucionado
para mí”. Barth y Barthelme y Gass y Gaddis y Gardner y Pynchon
y Millhauser y DeLillo y Auster lo aclamaron y lo aclaman como a un mesías.
Theroux y Naipaul viajaron hasta Buenos Aires para tocarlo. Burguess se referió
en numerosas ocasiones a la similitud de sus apellidos. Y Nabokov –quien
dijo sentir “cierta telepatía” con el argentino– optó
por el guiño de gran monstruo autorreferencial a otro: en la Antiterra
de Ada, o el ardor, el firmante de una novela sucedánea de Lolita es
un tal Osberg con quien –se nos informa en las Notas de la también
anagramática Vivian Darkbloom– el autor “ha sido cómicamente
comparado”. Más cerca de nuestros días, Harold Bloom ha
proclamado que ahora los cuentos “sólo pueden ser borgeanos o chejovianos;
y sólo en raras ocasiones ambas cosas”; Martin Amis escribió
que “si imaginamos la ficción como un mapamundi en el que el realismo
es la línea del Ecuador, entonces Borges ocupa una espectral ciudadela
en el Polo Norte”; y los nuevos –Eugenides, Moody, Lethem, Antrim,
Powers– juran por su nombre. Y, en 1995, cincuenta firmas –entre
las que se contaban Sontag, Bowles, Albee, Brodkey, Fowles, Miller, Ozick, Oates,
Skvorecky y Milosz– se juntaron para escribir sus respectivas versiones
de “Borges y yo” en el indispensable libro Who’s Writing This?:
Notations on the Authorial I. Una cosa está clara: Borges vive más
allá de su cuerpo. Borges es un virus.
Roberto Bolaño escribió que al morir Borges es como si se hubiera
muerto Merlín –”Se acaba de golpe todo”– y que
sólo nos quedaba su relecturahasta el fin de los tiempos. No deja de
ser un buen consejo. Y teniendo en cuenta que todo parece indicar que se avecinan
épocas oscuras, entonces lo cierto es que será de sabios anteponer
la obra a la vida. Como le hubiera gustado a Borges.
Cinco Hay algo tan paradójico como injusto en el hecho de que todo gran escritor acabe convertido en grandes –por voluminosos– libros firmados por otros. Lo malo es que el Borges de Williamson está más cerca de la guía de turismo que del mapa del tesoro. Lo bueno es que prueba con la más incontestable contundencia que el género en cuestión no es el que le corresponde a este escritor. Borges se merece y necesita no una biografía sino una enciclopedia. Una –a ver quién se anima– Encyclopaedia Borgeanna. Y después extraviarla al fondo de un corredor con espejos para que alguien la encuentre y la lea y la active y así, página tras página, entradas sin salida, hasta el fin del principio. Hasta que el mundo sea Borges.
El escritor en su laberinto
Por Christopher Hitchens
Cuando golpeé la puerta de
Jorge Luis Borges, en el 6º B de la calle Maipú 994, a metros de
Plaza San Martín, en diciembre de 1977, las calles de la ciudad estaban
siendo rastrilladas por escuadrones de la muerte.
La inscripción que colgaba en la puerta de Edgar Allan Poe en la Universidad
de Virginia –”Domus parva magni poetae” (“Pequeño
hogar de un gran poeta”)– hubiese sido casi perfecta para el minúsculo
departamento en el que Borges y su infatigable madre vivían hacía
tanto tiempo. El lugar estaba lleno de libros, y el hombre, ya mayor y ciego,
parecía conocer la ubicación de cada uno de ellos. Le gustó
mi voz inglesa, y me preguntó si podía tener la cortesía
de leerle en voz alta (después descubrí, sin disgusto, que le
pedía esto a muchos visitantes). Señalando hacia donde se encontraba
una antología de Kipling, me pidió que comenzara con “Harp
Song of the Dane Women”. “Y por favor, léalo lentamente.
Me gusta tomar sorbos muy, muy largos”.
Este poema, tan amoroso como conmocionante, está escrito casi por completo
en inglés nórdico (y, de hecho, no hay modo de leerlo rápido).
Me contó que se había iniciado en el estudio del inglés
antiguo en 1955, cuando quedó ciego, y que esa “ceguera creciente
me ayudó a escribir ‘La Biblioteca de Babel’.” Cualquier
permutación dentro del lenguaje despertaba su entusiasmo de manera inmediata.
“¿Sabía usted que en México dicen Nos estamos viendo
cuando quieren decir Nos veremos? Encuentro la traducción del futuro
en presente muy ingeniosa”. Sin el menor asomo de afectación, dijo
que reverso y anverso fueron siempre lo mismo para él, “motivo
por el cual el infinito se me ocurre como algo casi banal”, y que en sueños,
siempre se encontraba “perdido... de ahí, a lo mejor, mi interés
por los laberintos”.
Su tímida invitación a que regresara al día siguiente para
leerle un poco más fue uno de los pedidos más apacibles y a la
vez imperativos que recibí en mi vida. Más tarde, acompañándolo
escaleras abajo y a través del tráfico de la ciudad rumbo al almuerzo,
sentí como si se me hubiese confiado una moneda única o un palimpsesto
antiguo o un astrolabio precioso.
Lo que yo leía, él lo comentaba. “Kipling no fue realmente
apreciado en su tiempo porque sus pares eran socialistas”... “Chesterton...
una pena que se hiciera católico”. Cuando le pregunté por
su obtuso elogio a Neruda, admitió preferir a García Márquez.
Sostenido en el tiempo, el arrobamiento y la fascinación por la magia
y la fábula siempre me han parecido algo infantil y, de algún
modo, asexuado. Pero “Orbis Tertius” (“Tercer Mundo”)
tenía un significado menos inocente y más concreto durante esos
días: simbolizaba las astilladas y ásperas batallas de la guerrilla
urbana. Mientras nosotros hablábamos, Buenos Aires era el escenario de
esos combates. Resultaba imposible esquivar el tema. Borges respondió
plácidamente con unos versos de Edmund Blunden: “Este fue mi país
y puede que lo sea todavía, / Pero algo se interpuso entre nosotros y
el sol”. Ese algo –no me dejó dudas– había sido
el peronismo. En cuanto a los generales y almirantes que habían tomado
el poder, me sonó como un imitador de Evelyn Waugh al decir que era mejor
tener un gobierno “de caballeros antes que uno de fiolos”. Cuando
me invitó a volver al día siguiente, tuve que declinar la oferta
con verdadero pesar porque debía tomar un avión rumbo a Chile.
Al escuchar esto, me preguntó con perfecta seriedad si planeaba llamar
al General Pinochet. Le dije que no, y lo lamentó, agregando: “Un
verdadero caballero. Fue lo suficientemente gentil de otorgarme un premio literario
durante mi última visita a su país”.
La biografía de Edwin Williamson pasa una prueba pequeña, pero
no por eso menos insignificante: es sólida en cada punto en que pudo
ser chequeado por el conocimiento de quien firma estas líneas. En particular,
recuperó con vividez extraordinaria los vertiginosos cambios de sentimiento
queexperimenté durante esos dos días de lánguida conversación,
atenta lectura y completa alarma. Es más: el libro muestra con gran cuidado
y justicia lo que llevó a Borges a esa posición. El mundo sabe
ahora –y algunos lo sabíamos incluso entonces– que el régimen
del General Videla era depravado por la violencia y la corrupción, era
viciosamente anti-inglés y patológicamente anti-semita. En cuanto
al tema de los fiolos: Videla, viejo cofrade de Henry Kissinger, se encuentra
bajo prisión domiciliaria debido a su responsabilidad en el secuestro
de bebés de víctimas que mantenía en prisiones clandestinas
–algo un poco más crudo que la prostitución.
Durante el almuerzo, Borges bromeó sobre su fracaso a la hora de obtener
el Nobel de Literatura. (“Aunque cuando uno mira quién lo ha obtenido...
¡Shaw! ¡Faulkner! De todos modos, lo aceptaría. Me siento
codicioso.”) En otro contexto, describió el deporte de privarlo
del premio como “una pequeña industria sueca”. Williamson
muestra que a través de su defensa de Videla y especialmente de Pinochet,
y de sus ataques públicos a la memoria de García Lorca durante
una visita post-franquista a España, Borges prácticamente se negaba
con gusto el premio. Tal era el malestar que sentía por el caos en la
Argentina. De todos modos, habla bien de él que, antes de que la dictadura
cayera, firmara una declaración en la que expresaba su preocupación
por los desaparecidos y escribiera un poema sardónico sobre la guerra
demente y futil lanzada por los generales sobre las Islas del Atlántico
Sur.
Un escritor en el diván
por David Foster
Wallace
Con la biografía literaria se da una paradoja desgraciada. La mayoría
de los lectores que se interesan por el relato de la vida de un escritor son
admiradores de la obra de ese escritor. De modo que lo idealizarán y
(conscientemente o no) condescenderán a toda clase de falacias intencionadas.
Para esos fanáticos, parte del atractivo de la obra del escritor será
la marca distintiva de su personalidad, sus predilecciones, su estilo, sus tics
particulares y sus obsesiones: todo lo que les hace pensar que esas historias
fueron escritas por ese autor y no podrían haberlo sido por ningún
otro. Pero a menudo la persona con que nos encontramos en una biografía
literaria no podría haber escrito las obras que admiramos. Y esa sensación
es tanto más fuerte cuando más íntima y minuciosa es la
biografía. En este caso, el Jorge Luis Borges que emerge del libro de
Williamson –un nene de mamá vanidoso, tímido, solemne, que
dilapidó buena parte de su vida en obsesiones de un romanticismo enfebrecido–
es radicalmente distinto del escritor profundamente adulto, límpido,
ingenioso, omnisciente, que conocemos por sus relatos. Con razón o sin
ella, cualquiera que reverencie a Borges como a uno de los mejores y más
importantes escritores de ficción del siglo pasado rechazará esa
disonancia y buscará, para explicarla y mitigarla, los defectos que presenta
el estudio de Williamson. El libro no los defraudará.
El gran problema de Borges: A Life es que Williamson es un lector atroz de la
obra borgeana; sus interpretaciones son una variante simplista y deshonesta
de la crítica psicológica. Su idea es que no podemos interpretar
correctamente una muestra de arte verbal si no conocemos las circunstancias
personales y/o psicológicas en que fue creada.
Un primer problema es el hecho de que muchos biógrafos adopten esa idea
como un axioma; otro es que ese abordaje funciona mucho mejor con ciertos escritores
que con otros. Funciona bien con Kafka porque sus ficciones son expresionistas,
proyectivas y personales; sólo tienen sentido artístico como manifestaciones
de la psiquis de Kafka. Pero los relatos de Borges son muy distintos. Básicamente
están diseñados como argumentaciones metafísicas; son densos,
autoinclusivos y tienen su propia lógica descarriada. Pero sobre todo
son impersonales, trascienden la conciencia individual “para incorporarse”,
según dice Borges, “a la memoria general de la especie, e incluso
para trascender la fama de su creador o la extinción del lenguaje en
el que fueron escritos”. Así llegamos a una extraña situación:
la personalidad y las circunstancias individuales de Borges sólo nos
importan en la medida en que conducen a la creación de obras de arte
en las que esos hechos personales se vuelven irreales.
Borges: A Life pisa fuerte cuando repasa la historia y la política argentinas,
pero patina de manera lamentable cuando Williamson analiza textos específicos
a la luz de la vida personal de Borges. Y es unalástima que analice casi
todo lo que Borges escribió. La tesis crítica de Williamson es
clara: “Sin una clave de acceso a su contexto autobiográfico, nadie
podría apreciar la vívida significación que esos textos
tuvieron realmente para su autor”. En todos los casos, las lecturas que
resultan de esa tesis son superficiales, forzadas y distorsionantes.
Williamson tiende a reducir todos los conflictos psíquicos y problemas
personales de Borges a uno: las mujeres. Su teoría se compone de dos
grandes elementos: la incapacidad de Borges para hacer frente a su madre dominante,
y su propia creencia, acuñada en una fugaz lectura del Dante, en que
“sólo el amor de una mujer podría liberarlo de la irrealidad
infernal que compartió con su padre e inspirarle la escritura de una
obra maestra que justificaría su vida”. Así, Williamson
interpreta relato tras relato como un informe en código sobre la carrera
amorosa de Borges, una carrera triste, timorata, pueril, lunática y (como
la de la mayoría de la gente) extremadamente aburrida. La fórmula
se aplica, entre otros, a textos famosos como “El Aleph”, “cuyo
subtexto autobiográfico alude a su amor frustrado por Norah Lange”,
y a relatos menos conocidos como “El Zahir”: “Los tormentos
que Borges describe en este cuento son, por supuesto, confesiones desviadas
de su estado de zozobra extrema. Estela [Canto, que acababa de romper con él]
estaba llamada a ser la ‘nueva Beatrice’, la que le inspiraría
una obra que fuera ‘la Rosa sin por qué, la Rosa platónica,
intemporal’, pero he aquí que [Borges] vuelve a naufragar en la
irrealidad de su yo laberíntico y pierde toda esperanza de contemplar
la mística Rosa del amor”.
Por indigente que sea, prefiero esta explicación a su versión
inversa, que Williamson usa a veces para presentar los relatos y poemas como
“evidencia” de que Borges se encontraba en un estado de emergencia
emocional. Es una extraña manera de leer y razonar, pero Williamson,
además, parece usarla para formular toda clase de juicios dudosos y humillantes
sobre la vida íntima de Borges: “Un poema llamado ‘La noche
cíclica’, publicado en La Nación el 6 de octubre, lo muestra
en medio de una crisis personal”; “Por los fragmentos de este poema
inconcluso podemos ver que el motivo por el que quería suicidarse era
una sensación de fracaso literario derivada, en última instancia,
de la inseguridad sexual”.
Una vez más, sólo los relatos de Borges justifican que alguien
se tome el trabajo de leer un libro sobre su vida. Y mientras Williamson invierte
mucho tiempo en detallar el éxito explosivo que Borges conoció
en su madurez, su libro dice muy poco sobre por qué Borges sería
un escritor lo suficientemente importante para merecer una biografía
tan microscópica. La verdad es que Borges es quizás el gran puente
entre el modernismo y el posmodernismo en la literatura universal. Es modernista
porque su ficción pone en escena a una mente humana de primer nivel socavando
los fundamentos de toda certeza religiosa o ideológica: una mente completamente
volcada sobre sí misma. Y esa casi siempre vive en y a través
de los libros. Porque Borges el escritor es fundamentalmente un lector. No es
casual que sus mejores relatos sean a menudo falsos ensayos o reseñas
de libros ficticios, o centren sus argumentos en textos, o tengan por protagonistas
a Homero, o a Dante, o a Averroes. Por razones seminalmente artísticas
o neuróticamente personales, Borges hace colapsar al escritor y al lector
en una nueva clase de agente estético que extrae relatos de relatos,
alguien para quien leer es esencialmente -conscientemente– un acto creativo.
Considerado como un programa artístico, este colapso o trascendencia
de la identidad individual también es paradójico: exige un nivel
grotesco de autoobsesión, combinado con el borramiento casi total del
yo y la personalidad. Más allá de tics y obsesiones, lo que hace
que un relato de Borges sea borgeano es la extraña, ineluctable sensación
que tenemos de que no lo escribió nadie y lo escribieron todos. Por eso
resulta tan irritante que Williamson describa “El Inmortal” y “La
escritura de Dios” –dos de los relatos místicos más
grandes jamás escritos– como productos de la “angustia multifacética
de Borges” y “la indiferencia hacia su propio destino” que
el escritor habría experimentado luego de que varias novias idealizadas
lo abandonaran. Es un error total. Aun cuando las afirmaciones de Williamson
fueran verdaderas, los cuentos trascienden tan abrumadoramente las causas que
los motivaron que los hechos biográficos se vuelven irrelevantes.
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