NOTA DE TAPA
Ya la idea era de una provocación casi insuperable: mostrar, sin comentarios ni juicios morales, los últimos doce días de Adolf Hitler en su bunker de Berlín antes de su suicidio y el derrumbe definitivo del Tercer Reich. Pero la actuación magistral de Bruno Ganz (nominado a un Oscar que debería haber ganado) despertó una atención aun mayor alrededor de la película. Anticipando el estreno de El hundimiento, Radar aborda el caso por todos los frentes, reproduciendo las fuertes reacciones que generó en Alemania, la ira de Wim Wenders, las explicaciones del director y las dudas morales de Ganz antes de interpretar un papel que mete a Hitler para siempre en la historia del cine.
› Por Ariel Magnus
“Señores –proclamó Goebbels el 17 de abril de 1945, dos semanas antes del fin– en 100 años se mostrará una bella película en colores sobre los días horribles que ahora nos toca vivir. ¿No quieren tener un papel en ella? Resistan ahora, así los espectadores en cien años no abuchean y silban cuando aparezcan en la pantalla.” Aunque otras películas se adelantaron a los augurios del ministro de propaganda nazi (entre ellas la alemana El último acto de G. W. Pabst, 1955), ninguna consiguió despertar tantas expectativas ni tanta histeria mediática como El hundimiento. Al igual que Goodbye Lenin, impulsora del tsunami Back to the RDA que aún subsiste en los estampados de remeras, carteras y gorritos, El hundimiento, con su presupuesto millonario y un elenco de estrellas, desató una hitlermanía que ni siquiera cedió después del Oscar perdido. Seis meses y mares de tinta han corrido desde su estreno. Un resumen para no hundirse.
“La película El hundimiento es una obra maestra –se exaltó Frank Schirrmacher, editor del conservador Frankfurter Allgemeiner Zeitung, el diario más influyente del país–. Bernd Eichinger (productor y guionista de la película) logró lo que nadie antes que él: inventar a Hitler por segunda vez. Con eso, por muy raro que suene, lo tornó controlable. Es el primer artista que no deja que Hitler le dicte nada.”
Eckhard Fuhr, editor del suplemento cultural de otro periódico importante, fue un poco más allá y dedujo de este “triunfo cinematográfico” una nueva etapa en la relación de los alemanes con su historia: “El hundimiento es un signo de exitosa emancipación”. Según Fuhr, para quien Bruno Ganz corporiza “el Hitler más auténtico que existió”, este cambio de perspectiva corresponde a lo que se viene observando desde el principio de siglo en la conciencia histórica alemana: “En la creciente oleada de literatura familiar se trabaja la necesidad, si no de reconciliación con la ‘generación criminal’, sí de comprensión. Huidas, expulsiones y bombardeos se recuerdan como historias de sufrimiento y se las rescata de su instrumentalización política. La mirada sobre la historia del siglo XX se hace más amplia y libre. Los alemanes ya no tienen su historia colgada del cuello. Eso les permite mirar a Hitler a los ojos”.
Exactamente en esta línea trabajaron los realizadores. Para Eichinger, que dice poseer 250 libros sobre el tema, haber estado preparándose para hacer esta película durante los últimos 20 años y ser “el mejor autor” para un guión como éste, el objetivo era “liberar emocionalmente a los alemanes”; el director Oliver Hirschbiegel, por su parte, toma la película como “un mandato histórico”: “La mirada sobre el Tercer Reich en Alemania está condicionada pedagógicamente hace 60 años, y eso lleva a un estancamiento. Nunca nos lavaremos de la culpa, pero igual necesitamos una nueva postura frente a nuestra identidad. Con esta película se me hace más fácil decir que soy alemán sin avergonzarme por ello”. Las claves de esta nueva mirada sobre el propio pasado son no sólo la objetividad de la que se vanaglorian los realizadores (“Nos dejamos guiar exclusivamente por los acontecimientos reales”, asegura Hirschbiegel en referencia a los dos pilares del guión, las declaraciones de la última secretaria de Hitler –publicadas en su momento por Radar– y la biografía de Hitler escrita por el renombrado especialista Joachim C. Fest.), sino ante todo la falta deliberada de juicios morales (“Si la película tiene algún valor –declaró Eichinger– es que no tiene ninguna valoración; contamos, no comentamos; hay que dejar afuera la moral, la moral nunca le hizo bien a nadie”). Y lo cierto es que más allá de la actuación de Bruno Ganz, que sólo el autor del libro en el que se basó la película no señaló como la mejor de la historia (“El mejor actor que hizo de Hitler fue el mismo Hitler”), el rasgo del film más aclamado por la crítica y hasta por los historiadores fue esta búsqueda casi documentalista de los hechos puros: “El mayor mérito de la película es que intenta explicar lo inexplicable –se lee en la revista Stern–. No hace ‘entendible’ la psique de Hitler, no ofrece nuevas explicaciones, se reserva los comentarios morales, sólo quiere mostrar cómo fue”.
Sobra decir que es aquí, en este digamos cándido anhelo de imparcialidad, donde empiezan los problemas: lo que la película no dice.
“Este Hitler, tan amable con el personal femenino del bunker, despierta pena –opina un crítico del matutino berlinés Tagesspiegel–. Un gritón solitario, traicionado por sus fieles, pero que por otro lado mantiene su postura hasta el final: ¿no es un héroe? ¿No se lo recordará en 200 años con tanto reconocimiento como a Federico el Grande, cuyo retrato cuelga sobre el escritorio de Hitler en el bunker? ¿No aporta quizá la película lo suyo al nombrar en dos líneas, sólo como discurso fanático del dictador, el signo imborrable de su mandato: el asesinato de los judíos?”. Al mismo “silencio” se vuelve en otro artículo posterior: “¿Son los doce últimos días de la dictadura, que terminaron en el aniquilamiento de su elite conductora, realmente prototípicos de los doce años anteriores, en donde los nazis se ocuparon más bien de organizar otro tipo de aniquilamientos? El pueblo que esperaba su hundimiento no eran los alemanes sino los judíos en los campos de concentración”.
En su tardío comentario sobre la película (lo publicó más de un mes después del estreno), un ofuscado Wim Wenders descubrió dos vacíos tal vez más significativos aún. En primer lugar, la falta de perspectiva: “No basta con saber qué contar, también hay que comprometerse con cómo y desde qué punto de vista se cuenta. Las últimas dos preguntas fueron obviadas de forma desastrosa o, peor, se las evitó a conciencia”. El otro agujero negro, en cierta forma deudor de aquél, le genera furia: “Hitler le pide a su ayudante que consiga nafta ‘para que los rusos no expongan mi cadáver’. ‘Una orden horrenda, pero la cumpliré’, responde el subordinado. ¿Y qué hace la película? ¡Cumple efectivamente con la orden de Hitler! ¡Todo vemos en El hundimiento, menos la muerte de Hitler! ¿Por qué de pronto es decente no mostrar, por qué esta repentina pudibundez? ¡Carajo, ¿por qué?! Cuando tiran la nafta sobre su cadáver viene ese corte, que todavía hoy me duele. ¿Por qué no mostrar que el cerdo al fin se murió? ¿Por qué rendirle este homenaje que la película no le rinde a nadie de los que mueren ahí en serie? ¿A nadie? ¡No! Hay otra muerte que es suprimida de este modo. Cuando Goebbels se para frente a su mujer como en un duelo de Western y alza la pistola, la cámara se aparta noblemente. ¿Por qué no podemos ver cómo mueren Hitler y Goebbels? ¿No se los transforma así en figuras míticas? ¿O es que esas escenas vendrán después, como extras en el DVD?”.
Frente a la solemnidad general, al General Decoro, los diarios de izquierda, particularmente el Taz, optaron por el humor: “El hundimiento volvió a infectar Alemania con una nueva hitleritis mediática. En privado podemos aburrirnos, pero en público sigue vigente el ¡Basta de chistes, viene el Führer!”. Puesto que no se podía esquivar el tema, todo lo publicado por ese diario está signado por una agria ironía: desde la crónica del pre-pre-estreno (“El buffet estaba excelente”) hasta el marketineo de la película (en la sección “La verdad” se informó que “puntualmente para el estreno todos los McDonald’s del país ofrecerán el menú especial Hitlerburger Royal SS y Eva Brownie con gusto a avellana por exactamente doce días”). Se invocó Ser o no ser de Lubitsch y El gran dictador de Chaplin, se recordó la etimología de “chiste” (witz, de wizzi, “saber, entender”) y la definición kantiana de “tonto” (“Carencia de juicio sin humor”), finalmente se llamó a la rebeldía: “La retórica superlativa, el coqueteo con romper tabúes, la autoestilización de los realizadores como luchadores heroicos contra el canon políticamente correcto... para soportar todo este blablerío lo mejor es un contraprograma: ¡Olvídense de Hitler!”. La nostalgia de la risa perdida también fue defendida como gesto político: “Para los alemanes, no importa si lo veneran o lo aborrecen, Hitler es sagrado. No les gusta hacer chistes sobre el Führer: se lo toman tan en serio como él a sí mismo. Pero burlarse no significa minimizarlo, como recela la enfurecida fracción de los de dedo alzado, sino abandonarlo a su propia ridiculez. Con lo que también se elimina a los millones y millones de alemanes que se arrojaron a los pies de ese arrogante, patético gritón, y que todavía hoy lo hacen”.
Ahí, en el todavía, la cosa vuelve a pedir entrecejo fruncido: se registraron disturbios durante alguna función (un par de gansos aplaudieron y gritaron “Heil Hitler!” cuando Ganz ataca a los judíos), salió a la luz que muchos neonazis actuaron como extras (“Lo que más me emocionó fue darle la mano a Hitler”, cuenta en su revista de ultraderecha un conocido activista “marrón” que califica la película de “hito historiográfico”) y los foros virtuales se llenaron de forros bien concretos. Igual quedó lugar para los pícaros: ¿Qué opina de la película?, quieren saber en la página no oficial www.der-untergang.de. “Yo lo hubiera hecho mejor. Firma: Goebbels”.
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