CINE > UN DOCUMENTAL QUE VA EN BUSCA DEL PARAGUAY DE CáNDIDO LóPEZ
En principio, el director José Luis García salió cámara al hombro en busca de los paisajes en los que sucedieron las batallas de la Guerra del Paraguay pintadas por Cándido López. Pero lo que trajo de vuelta es algo infinitamente más conmovedor y poderoso: el retrato de un país que sobrevivió sobre una tierra devastada, que vio morir al 90 por ciento de sus hombres, que enterró sus monedas en los patios de tierra para nunca más encontrarlas y que hoy venera la memoria de aquella guerra en monumentos derrumbados y altares erigidos en ranchos.
› Por María Gainza
Al fondo de su casa el viejo Avalos ha cavado una fosa del tamaño de un barco; doña Aureliana tiene un sueño recurrente: un hombre la guía a través del monte hasta un cofre y, al encontrarlo, reluciente, le asegura que es todo para ella; un joven ha muerto en un derrumbe “a metros nomás de descubrirlo”, asegura su compañero; otros evitan expresamente las excavaciones, afirman que quienes remuevan la tierra en busca de tesoros serán acosados por una maldición de víboras y chanchos sin cabeza. Son las historias, supersticiones y leyendas que sobreviven en el Paraguay, lo poco que quedó luego de que la Guerra de la Triple Alianza arrasara con todo.
“Pero cómo va a pretender usted encontrar la costa igual que cien años atrás. Tan atrasados no estamos.”
Testimonio de una pobladora de Corrientes
Hace un par de años el director José Luis García conoció a Adolfo López, nieto del pintor Cándido López, en un negocio de fotocopias. Desde hacía un tiempo, Adolfo venía planeando un viaje junto a un historiador paraguayo de nombre oportuno: Cirilo Batalla Hermosa. La idea era recorrer juntos los campos de batalla donde, allá por 1865, sus antepasados se habían enfrentado en la Guerra del Paraguay. Pero al acercarse la fecha pautada para el viaje, Adolfo comenzó a sentirse mal y entonces García se ofreció a relevarlo en su misión.
Salió hacia el Paraguay, cámara y escalera al hombro, con un interés arqueológico: estaba empeñado en encontrar los sitios exactos que se ven en los cuadros del pintor. Al principio las razones de la guerra le eran secundarias y lejanas. Llegaba a los lugares, instalaba su escalera de tres pies y, como un pájaro de piernas largas, oteaba el horizonte y tomaba fotos. Pero pronto las cosas comenzaron a tomar otro rumbo. Y el documental es el registro de ese golpe de timón. Y como cuando uno busca una moneda de diez centavos y termina topándose con una de un peso, lo que García encontró fue infinitamente más interesante. Tres años después, intuición mediante, tiene en manos el documental Cándido López. Los campos de batalla, un registro de todo lo que esos cuadros no pudieron ver, ni mucho menos, prever.
“Hubo un solo hombre, un solo artista que se opuso tenazmente a esta suerte de maldición del olvido que iba a caer sobre el país que él estaba contribuyendo a destruir. Este hombre fue Cándido López.”
Augusto Roa Bastos
Cándido López pintó macro y microscópicamente. Pintó la guerra panorámica y épica, pero, por sobre todo, pintó a una multitud de soldados diminutos e indiferenciados como hormigas, hombres sin nombre y mucho menos rostro, que marchan obstinados hacia una tarea común. Son el registro más objetivo que se tiene hoy sobre esos días de infierno, sobre batallones que caen en avalanchas sobre el enemigo, arrollando y matando sin que les tiemble el pulso, sobre el cruce de ríos con el agua hasta la cintura, sobre los campos ardiendo como brasas y las noches de silencio interminable.
El documental de José Luis García es la continuación de ese relato: es lo que vino después. Y eso que vino no podía ser registrado como la gran historia del pueblo paraguayo porque ese pueblo, en cierta manera, ya no existía. La guerra, de un sablazo, había aniquilado el destino colectivo del país. El documental de García es entonces la historia de los sobrevivientes, los testimonios de personas de carne y hueso y nombre y apellido, de ojos acuosos y cansados, que se quedaron con las manos vacías, recordando cómo sus ricos antepasados enterraban las monedas en los patios de las casas al ver al ejército invasor llegar. Cándido López se interesó por las epopeyas, por la especie humana más que por los individuos, pero de haber vivido lo suficiente como para ver las consecuencias de la guerra, quizá hubiera optado por pintar retratos.
Es un acierto y un alivio. La película no sale tras los pasos del artista sino detrás de su visión, sin que eso suponga intentar captar el proceso creativo (después de todo mirar a alguien pintar, como dice Gene Hackman presenciando una película de Eric Rohmer, es tan aburrido como mirar la pintura secar), ni optar por esas recreaciones patéticas que son las biopics de artistas (Rembrandt, Basquiat, Francis Bacon, Van Gogh, todos han tenido su película, un paseo por los clichés: obsesión, pobreza, alcohol, tumba). Lo que García nos da es algo de eso que el artista respiró: los cielos inmensos como mares, la selva que se creía inagotable, la tierra roja y los ríos desbordados.
Pero hay algo más: el documental es lo que las imágenes del pintor no registran pero insinúan, su futuro escondido: los bosques desaparecidos por la tala, los pocos árboles que, aún en pie, medio siglo después guardan como entre algodones las balas del combate, los hombres que andan descalzos con espuelas en los tobillos a la usanza de los soldados, las vacas y caballos hundidos hasta la barriga en los humedales, los campos anegados, los monumentos a los caídos, caídos, los pequeños museos en los ranchos: rincones polvorientos que acumulan orgullosos balas, municiones y pedazos de cañones hechos de las campanas de las iglesias. Más allá de eso, poco queda de los paisajes de Cándido López. O más bien: quedan el aire, el color de la tierra y algunas palmeras que campean en el horizonte, como queda el humo después de la batalla.
“No serán por cierto una obra maestra de pintura; pero son la verdad de los hechos y de las batallas, salvados del tiempo, para servicio de la historia y honor de mi Patria.”
Carta de Candido Lopez al gobierno argentino ofreciendo la coleccion completa de sus pinturas historicas
Cuentan que el Marqués de Loreto, tercer virrey del Río de la Plata entre 1784 y 1789, no pudo enviar a su monarca un boceto de los uniformes usados por las milicias en Buenos Aires: esgrimió que no había encontrado a nadie capaz de realizar los dibujos. Cincuenta años después nacía, en 1840, Cándido López, el mejor cronista de su época y, por cierto, el más talentoso. La historia ya es archiconocida: Cándido se enlista en 1865 como voluntario en la guerra, ocupa sus días haciendo bocetos de los movimientos de los ejércitos, un día el general Bartolomé Mitre lo manda a llamar, le han llegado a sus oídos noticias sobre un teniente 2do. que pasa sus horas libres realizando croquis, mira los dibujos y le dice: “Conserve usted esto. Algún día servirán para la historia”. Más tarde, en la batalla de Curupaytí, una munición de metralla le hiere la mano (“tomé el sable con la mano izquierda y seguí marchando”), la gangrena avanza hasta que deciden amputarle el brazo desde arriba del codo, de vuelta en Buenos Aires entrena su mano izquierda con disciplina, pinta, pinta como un energúmeno y realiza a partir de sus bocetos la serie de la guerra, mientras, asediado por las deudas, realiza naturalezas muertas que firma Zepol (su nombre al revés), le ofrece sus pinturas al gobierno (“las hubiera donado a un museo de la República pero me sobreviene la pobreza”), que duermen en un depósito del Museo Histórico Nacional por años, hasta que en 1971 el crítico José Luis Pagano incluye al artista en su libro El arte de los argentinos. Y Cándido López deja de ser un reportero gráfico y entra a la historia del arte.
Más allá del detalle biográfico hay una verdad incontestable: las pinturas históricas de Cándido López no salen de ningún lado, no hay escuelas, ni maestros, ni academias en la pintura argentina que anuncien su obra. O mejor dicho, salen del mejor de los lugares y del único que finalmente logra atravesar los filtros del tiempo: de su cabeza. Lejos de la pintura de un Carlos Morel que registra los combates de Rosas con imaginación romántica, teatral, a lo Delacroix, donde el revoltijo de caballos y soldados parece un bazar persa, o de un Juan Manuel Blanes que retrata la gesta de los Treinta y Tres Orientales como un impecable desfile de modas, aun cuando se conocen los relatos de su soldado Atanasio Sierra (“parecíamos más un grupo de bandidos que un ejército”), la de Cándido López es la primera vez que un artista se aparta del folklore para registrar lo que ve como él lo ve, y no como le dicen que hay que verlo.
En las obras de Cándido López todas las distinciones jerárquicas han sido abolidas. Ninguna experiencia es superior a la otra. Aufmerksamkeitsverteilung: los alemanes tienen esa palabra enredada pero precisa para hablar sobre una distribución pareja de la atención. Es lo que nos ocurre generalmente con las imágenes de Cándido cuando los ojos no dejan de revolotear en busca de un centro. Y al cabo de un tiempo nos damos cuenta de que ese centro no existe. Mirar los movimientos de los ejércitos de Cándido es como mirar un partido de fútbol por televisión sin saber de fútbol. Todo parece chiquito y sin sentido y cuando creemos haber encontrado la pelota, ésta se nos escapa. En Cándido una batalla feroz, una vaca pastando, un entierro o una recolección de lianas están reproducidos con igual interés y, sobre todo, con el mismo amor. Todo está ahí, la virtud y el vicio, el romance y la razón, la naturaleza y la cultura en una tira de tela larga, ininterrumpida.
A veces las pinturas de Cándido López recuerdan las fotografías del alemán Andreas Gursky. La perspectiva central, la mirada de pájaro desinteresada y aérea (Cándido, como Gursky, cuanto más se aleja más efectivo es), las vistas panorámicas, las coreografías humanas (paradójicamente, en Gursky con el rigor de un desfile militar, y en Cándido con el desorden de una metrópolis) y el color. Sobre todo el color. Dicen que cuando Cándido, asediado por las deudas, se pone a pintar naturalezas muertas no se lo reconoce. Mentira: nadie que haya mirado esas naranjas, peras, duraznos y sandías con atención puede dejar de reconocer al colorista brillante, al mismo que se queja porque el uniforme azul del ejército argentino es muy apagado.
“La guerra del Paraguay concluye por la simple razón –horresco referens– que hemos muerto a todos los paraguayos de diez años arriba.”
Domingo Faustino Sarmiento
Cándido López se empecinó en decir que sus pinturas eran el registro fiel de lo ocurrido. No les daba más valor que ése, probablemente porque nunca se creyó un artista: “En los cuadros que representan la batalla de Yatay, el embarque de las tropas argentinas en el Paso de los Libres, yo he pintado retazos de terreno sumamente colorados salpicados de matas de pasto verde claro; los que no han visto aquellos parajes me han criticado que he abusado del color, pero hoy queda probado que soy fiel hasta en este pequeño detalle. (...) Al cuadro que representa la rendición de Uruguayana, algunos lo encuentran de mal gusto por la pobreza o tristeza de color; tuve rigurosamente que pintarla así para no faltar a la verdad histórica, el día era nublado y frío, y como es consiguiente de aspecto triste...”. Pero aunque Cándido insista en que sólo es un documentador, lo que ha hecho en esas pinturas no es copiar la batalla sino representarla: cristalizar la realidad física y social del momento. Mirar esas obras desbordadas de información es como mirar por binoculares. Es un efecto de alucinación que marea porque son imágenes que ven más de lo que podemos ver. Imágenes que condensan la sensación fenomenológica de estar ahí, mirando movimiento. Es lo que finalmente refleja el documental de García y, como dice un arqueólogo inglés que el equipo se topa en el camino: “Después de todo es un artista y los artistas son famosos por su imaginación”.
La guerra de Cándido López es una guerra de combates que cesan y vuelven a empezar. Cada uno tiene sus propios bosques, parece a veces decir el artista. Son nuestra guerra interior. Por eso su naturaleza es tanto o más protagonista que los hombres, por eso las nubes reflejan la tierra como un manto protector. Y por eso hace bien García en salir a buscar esos paisajes, quizá intuyendo desde el vamos que no estarán allá cuando él llegue.
Cándido López abandonó la guerra después de Curupaytí. García, con razón, decidió seguir su documental hasta el final de la guerra, después de todo eso hubiera hecho Cándido de haber podido. Es ahí cuando llega a Cerro-Corá, aquella meseta donde el otro López, Solano López, rodeado de un ejército sacado poco menos que de la nada –niños de nueve, diez y once años disfrazados con barbas–, distribuye medallas entre los sobrevivientes. Y es ahí donde Chicho Diablo, un brasileño que forma parte del pelotón de lanceros, le atraviesa de un lanzazo el vientre mientras Solano López exhala: “Muero con mi Patria”. Dice Roa Bastos: “Termina así la guerra. La frase de López se demostraría terriblemente cierta: el Paraguay dejaba de existir como comunidad organizada. Sobrevivió tan sólo un cuarto de la población, unas doscientas mil personas, el noventa por ciento, de sexo femenino. De los veinte mil varones aún vivos, tres cuartas partes pasaban de los sesenta años o no llegaban a diez”.
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