Domingo, 24 de abril de 2005 | Hoy
FOTOGRAFíA > ELENA PONIATOWSKA Y OSVALDO BAYER RECUERDAN A PARTIR DE UNA FOTO
Con un consejo editorial que incluye nombres como los del artista León Ferrari, el escritor Osvaldo Bayer, la fotógrafa Adriana Lestido y el poeta Jorge Boccanera, una calidad notable y un material conmovedor, acaba de llegar a las librerías dulce equis negra, una revista trimestral dedicada íntegramente a la fotografía. Como botón de muestra, Radar reproduce los textos de Elena Poniatowska y Osvaldo Bayer.
Eramos jóvenes, la “jeunesse dorée”. Aparecíamos en las horribles secciones de “Sociales” de los periódicos con una sonrisa de oreja a oreja. Teníamos una copa en la mano. Bebíamos champagne. Los noviecitos nos llevaban serenata con mariachis de guitarrón y trompeta que costaban mucho dinero y nos cantaban: “Muñequita linda de cabellos de oro, de dientes de perla, labios de rubí”. La casa se llenó de flores y cajas de chocolate. ¡Qué felices, qué ricos, qué sanos éramos!
Acudíamos con nuestros vestidos ampones y escotados muy parecidos a los de Scarlet O’Hara a las embajadas de Francia, de Italia, de Estados Unidos. Clark Gable iba a aparecer en nuestras vidas como se le apareció a Scarlet O’Hara en Lo que el viento se llevó. Estábamos tan seguras de ser bonitas y apetecibles que lo éramos.
Bailábamos el vals con jóvenes de smoking que serían empresarios y banqueros, jóvenes de “nuestra clase”. Los fines de semana transcurrían en Acapulco. “En el mar la vida es más sabrosa.” Montábamos a caballo en el Club Hípico Francés.
Poco a poco los amigos se casaron, viajaban de luna de miel a Europa, a Tahití, a toda clase de cruceros de amor y eso a la larga nos separó. Recuerdo la boda de una de nosotras, Piti Saldívar, en 1953. La iglesia era una maravilla barroca, los invitados abrazaban a la novia. La fotógrafa de origen alemán, Ursula Bernath, se encargó de registrar la ceremonia y cuando fui a recoger las fotos unos cuantos días más tarde, del paquete cayó la de un niño. Ursula me explicó: “Lo tomé a la salida de la iglesia mientras él los miraba a ustedes”.
La separé del paquete.
La aparté de las demás. Jamás la entregué.
Ahora mismo la estoy viendo.
Me ha acompañado toda la vida. El niño me mira y yo lo miro. No tiene nombre pero tiene el nombre de los hombres a quienes amé, el nombre de mis tres hijos, el nombre de mi país. No me casé envuelta en tules ni tuve un pastel blanco. En realidad nunca me casé.
O mejor dicho, me casé con él. El niño me poseyó. El niño es mi conciencia, mi cambio de piel, mi vida de hoy, lo poco que me queda de vida futura. No sé si el niño esté vivo o muerto pero vive en mí. ¿Creció? ¿Es posible que una foto le cambie a uno la vida?
Ver esa foto significó bajar del caballo y caminar a pie con los de a pie.
Con Ursula Bernath no trabajé pero sí lo hice con una fotógrafa contemporánea suya y amiga de la pintora surrealista Leonora Carrington, Kati Horna. Me sedujo de inmediato. Hablaba mal el español y decía “la cansancia” y me pareció un gran acierto feminizar el cansancio. Juntas hicimos algunos reportajes pero sólo más tarde habría de conocer sus fotografías de la Guerra Civil de España, esa madre que, de pie y vestida de negro, su pecho redondo y blanco fuera, alimenta a su recién nacido como si nutriera a la tierra misma y desafiara a toda la España franquista. También trabajé con frecuencia con Mariana Yampolsky, a quien quise como a una hermana. Mariana salía al campo con su cámara al hombro y yo la seguía. Seguí a Graciela Iturbide en el Istmo de Tehuantepec, donde antes estuvieron Cartier-Bresson y Alvarez Bravo (a quien también seguí), a Enrique Bostelmann que veía mal y sin embargo fue un extraordinario fotógrafo, a Héctor García que perseguía vedettes en los antros de mala muerte, a Gabriel Figueroa que inmortalizó los cielos y las nubes de México. Ahora Graciela y yo trabajamos en un libro sobre los vestidos y los corsets de Frida Kahlo, las muletas y la prótesis (una pierna de celuloide con una botita roja que lleva un cascabel) que aparecieron después de cincuenta años en un baño en la “Casa Azul” en Coyoacán donde Frida nació y murió en 1954. La nueva directora del museo mandó abrir el baño. Aparecieron hasta las ampolletas de morfina y las viejas jeringas con las que Frida paliaba su dolor.
Siempre he pensado un chorro en el dolor.
Mi libro La Patagonia Rebelde está dedicado “A mi padre, que me enseñó el silencio”. Un intelectual me lo reprochó: “el silencio no sirve para nada, lo que vale es el gritar, el protestar, la palabra para lograr justicia”, me dijo. Me dejó pensando. Es que yo quise decir otra cosa. Quería recordar aquellos años de la niñez y de la adolescencia cuando salía a caminar con mi padre por el campo que rodeaba a aquel Humboldt santafesino.
Ibamos en silencio para escuchar a los pájaros; entonces él se detenía sonriente, me señalaba con el dedo el árbol y decía el nombre del cantor. Pero también, cuando soplaba un viento que movía las hojas, volvía a detenerse y nos decía: oigan cómo hablan entre sí las hojas del ombú.
Con él aprendimos yo y mis hermanos Rodolfo y Franz a escuchar el sonido del silencio. Pero no sólo allí. También gozamos de esa delicia cuando en los atardeceres de los domingos leíamos en el patio de nuestra casa del barrio de Belgrano, cubierto de glicinas, los libros que permanentemente nos traía mi padre. Me acuerdo cuando me trajo el Werther de Goethe y me lo entregó exclamando casi en secreto: “Es el mejor libro que he leído, le va a gustar mucho”. Sí, es que nuestro padre nos trataba de usted.
Una vez le preguntamos por qué nos trataba de usted si los padres de nuestros amigos los tuteaban a ellos. Mi padre nos sonrió y nos contestó: “Es costumbre. Es que mis padres a sus hijos siempre nos trataron de usted”. Y enrojeció. Cuando a veces mi madre salía y quedábamos con nuestro padre, la casa guardaba absoluto silencio sin que nadie lo hubiera ordenado. Un silencio que contrastaba con el increíble ruido que provenía de la calle. Y leíamos, leíamos. No sólo libros sino también diarios –mi padre compraba dos– y lo que más nos interesaba –yo tenía 9 años– era la Guerra Civil Española. Mi padre estaba a favor de la República Española y contra Franco. Era un socialista, y lo decía, y por eso se lo tomó muy a mal en el golpe militar del 16 de septiembre del 55 cuando los socialistas argentinos apoyaron al general Aramburu, y Alfredo Palacios, el socialista de conducta terminó siendo embajador de la dictadura militar. Fue el momento en que mi padre dejó de apoyar para siempre a los socialistas argentinos. Siempre estuvo contra el peronismo porque no gustaba de los personalismos.
Odiaba todo lo que fuera devoción popular hacia un hombre del poder. Por eso fue siempre antinazi. Para él, el hecho más extraordinario de la historia había sido el breve gobierno de los consejos de obreros, campesinos y soldados de Munich, en 1919. Una revolución socialista libertaria, que se regía por asambleas.
Mi padre venía de una familia que no respondía a los moldes de la época. El padre –mi abuelo Josef Georg Payr– era un hombre muy singular. Su oficio era ser inventor. Y se dedicaba a los instrumentos agrícolas. Inventó allá, en Humboldt, un arado de doce rejas que fue todo un acontecimiento en esa colonia alemana del norte santafesino. El sostenía que con mil de esos arados se podía arar toda la enorme pampa argentina y alimentar así a todas las regiones pobres del mundo. Como no lo comprendieron, salió a recorrer la Argentina, hacia el sur, y fue convirtiéndose poco a poco en un vagabundo. Nunca se supo lo que ocurrió después y se perdieron sus rastros. Para descubrir sus rastros usé toda mi experiencia de la investigación histórica y pude llegar a saber el lugar donde fue a morir, su pueblo natal Schwaz, en el Tirol del Norte. La partida de defunción nos dijo que había muerto en el asilo de vagabundos. Lástima de hombre, derrotado en sus sueños sociales por la egoísta realidad. Todavía en Humboldt se guarda uno de sus arados, muy adelantado en comparación con lo que se usaba en aquella época.
Recorrí la ciudad de Schwaz, el lugar de origen de los Payr (que quiere decir bávaro, venido de Baviera, y que en alto alemán se escribe Bayer, y la pronunciación es la misma). Mi padre fue el autor del cambio de apellido familiar porque cada vez que en la Argentina le preguntaban por su apellido decía Payr, pero no lo entendían y se lo escribían mal, entonces prefirió decir: “me llamo Bayer, igual que las aspirinas”.
Entonces sí que lo entendían. Por esa razón pasamos a llamarnos Bayer. Mi padre, en eso era muy rápido y se reía de los reglamentos y las burocracias.
Los domingos al anochecer caía a casa un amigo de él, Federico Haas, con quien discutía las técnicas del telégrafo y las reglamentaciones correspondientes, su profesión. Sé que en el correo lo apreciaban mucho por eso y lo tenían como uno de los mejores sapientes de la materia. Viajó llamado por toda la República. En Río Gallegos estuvo justo los años de las huelgas rurales en la década del veinte. Tragedia obrera que le dejó recuerdos tristísimos. Cuando éramos adolescentes nos relataba esos hechos. Cómo los militares traían a sogazo limpio a los peones prisioneros para meterlos en la cárcel. De allí se oían todas las noches los gritos y las protestas de los presos a los cuales se los sometía a unas palizas bárbaras. Esos testimonios de mi padre me llevaron muchos años después a iniciar la investigación histórica de esos hechos. Ese seguimiento de pruebas me llevó ocho años y así salieron a la luz los cuatro tomos de La Patagonia Rebelde, que luego también sería llevada al cine. Sin los relatos de mi padre y su reacción de dolor ante esos hechos que habían sido cubiertos por el silencio de todos tal vez yo nunca hubiera emprendido ese trabajo histórico que me iba a costar el exilio.
A los siete años de edad escribí mi primer “libro” de relatos, era la vida de un negrito esclavo en los tiempos de la colonia. Cuando mi padre se dio cuenta de lo que estaba haciendo me incitó a seguir. Recuerdo las caricias que me hizo en mi pequeña cabeza. Es que él también escribía, y en diarios de Santa Cruz, Neuquén y Concepción del Uruguay he encontrado artículos de él. Y cuando yo fui creciendo él me entusiasmó para que siguiera los estudios de Historia y Filosofía y se entusiasmó cuando comencé a trabajar en las redacciones de los diarios.
Hubiera sido un sueño. Recuerdo su alegría cuando comenzaron a salir mis ensayos históricos, en los que él me ayudó con su memoria. Le gustaba trabajar una huerta y plantar árboles. Y su pasión eran las gallinas de raza. Llegó a tener 120 gallinas y gallos hermosos en el fondo de mi casa, a la cual ya anciano concurría muy seguido. Su sueño era criar faisanes. Pero todo se derrumbó cuando en una noche desaparecieron todos los bípedos. Los vecinos nos dijeron al día siguiente que había sido la policía bonaerense ya que estuvo un camión conocido parado más de dos horas frente a mi casa. Mi padre entonces renunció para siempre al sueño de los faisanes. Había sido derrotado por la realidad de la sociedad.
El dolor más grande que sufrió en su vida fue la muerte de mi hermano Rodolfo, su hijo mayor, quien murió a los 35 años de edad por salvar a un amigo de un incendio. Entró en el lugar ya cubierto de fuego para intentar salvarlo, pero se produjo una explosión y allí quedó. Nos llevábamos muy bien con él porque aparte de ser químico de profesión era un aficionado entusiasta del teatro y participaba en él. Me acuerdo que mi padre dijo en el entierro: “No sabemos nada y encima se nos deja en el camino sin salida”. Mi padre murió a los 77 años. Era un anciano joven, de ojos sabios. Como pidió él, está enterrado junto a mi hermano Rodolfo, en el Cementerio Alemán de Buenos Aires. Elijo siempre flores hermosas para llevarles. Allí permanezco tiempos que nunca mido. Para escuchar con ellos el sonido del silencio.
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