Domingo, 9 de junio de 2002 | Hoy
¿Es posible que los norteamericanos hayan filmado una versión redentora de la Alemania nazi? ¿Hasta qué punto Hollywood inventó el terrorismo árabe el día que disfrazó a los sheiks de Rodolfo Valentino? ¿Cómo se consagró para la eternidad el mito de la Resistencia francesa? ¿Cuál es la versión californiana de la historia más grande jamás contada? La emisión por The History Channel de un ciclo dedicado a la conflictiva relación entre Hollywood y la Historia llevó a José Pablo Feinmann a recorrer los puntos más altos de la pelea y a explicar por qué Hollywood tiene razón.
Por José Pablo Feinmann
Durante los días que corren (los días siempre corren, todo se desplaza, todo se acaba y eso es la historia, nuestro tema o, sin duda, uno de los polos de él), The History Channel se ha metido con Hollywood. También con la historia, pero esto no es lo novedoso, ya que con la historia se mete siempre, de aquí que se llame como se llama, The History Channel. Pero ahora mezcla esas dos dimensiones: Hollywood y la historia. Pareciera un combate: en este rincón la Historia (ahora y de aquí en más con mayúsculas) y en este otro rincón Hollywood. La pelea está planteada: ¿qué ha hecho Hollywood con la Historia? Yo, lo confieso, he visto apenas un par de esas emisiones y en ellas he tenido la escasa fortuna de ver solamente a diversos historiadores despotricando contra Hollywood; no vi, digo, a ningún guionista de Hollywood explicar por qué, ellos, ahí, en la Meca del Cine, son tan infieles con ella, la Historia. Tampoco me lo han dicho los historiadores; ellos se han consagrado a demostrar que Hollywood miente desvergonzadamente, pero no se han preguntado por qué. Tampoco qué estética y qué ética subyacen a esa desvergüenza. Debieron haberlo hecho, no lo hicieron; lo haremos nosotros.
Es un buen punto de partida
ese adverbio que utilicé (no casualmente, claro): desvergonzadamente.
Se sabe que Hollywood, desde sus inicios, es el ámbito de la desvergüenza:
mujeres desvergonzadas (hacen cualquier cosa por conseguir un buen papel), hombres
desvergonzados (hacen cualquier cosa por el mismo motivo), productores desvergonzados
(hacen cualquier cosa por ganar dinero), películas desvergonzadas (hacen
cualquier cosa por atraer al público) y, dentro de las películas
desvergonzadas, películas históricas desvergonzadas: no tienen
vergüenza ante la verdad histórica, la violan repugnantemente, la
tergiversan o, sin más, la inventan. Por el contrario, la Historia, la
verdadera Historia, la que custodian los historiadores se desarrolla en el ámbito
de la vergüenza, traducida como pundonor, decencia, recato o humildad.
¿Ante qué todo esto? Ante los hechos, señores. Los hechos
(que son la verdad) constituyen el verdadero y último objetivo de la
Historia, que es una disciplina científica, basada en lo que es y lo
que no es. Lo que es es la verdad, lo que no es es la falsedad. Queda planteado
así el problema tal como lo ven los historiadores: Hollywood es la falsedad;
la Historia (que ellos representan), la verdad.
Estas posturas positivistas o empiristas que asumen los historiadores “profesionales”,
los recolectores de “hechos indubitables”, han sido refutadas y seguirán
siendo refutadas por algunas concepciones algo más complejas acerca de
“la verdad”. No voy a entrar mucho en esto, ya que quiero hablar más
de Cecil B. De Mille que de Foucault o Nietzsche, pero digamos sin mayores vueltas
que “la verdad” no existe, que “la verdad” es una conquista
del poder, que es, siempre, el poder el que establece una “versión
final” de los hechos, versión que se mantiene en tanto “ese”
poder sigue vigente y no es reemplazado por otro, que tiene “otra”
versión de la Historia. La hermenéutica histórica es infinita,
es decir, la Historia es infinitamente interpretable, pero esa hermenéutica
infinita es detenida desde la política cuando ella, dueña del
poder, detiene el vértigo hermenéutico e instala una versión
por sobre todas las demás, silenciándolas o llevándolas
a un segundo plano, a un plano de oscuridad en que ya no pueda, “esa”
versión de la Historia, conquistar subjetividades, o pueda, al menos,
conquistar muy pocas, infinitamente menos que la hegemónica.
Los historiadores, no obstante, gente empecinada si la hay, insisten en afirmar
que la “verdad” radica en los “hechos” y que son éstos
los que el historiador debe “respetar”. Debe ser pudoroso, cauto,
debe tener vergüenza ante ellos, dignidad. Hollywood, el otro extremo.
Hollywood, la desvergüenza. Ciudad pecaminosa, llena de fantasías,
ciudad en que lossueños se tornan reales, hará de la Historia
un sueño, un sueño de Hollywood, la soñará como
quiere o necesita que sea. ¿Para qué? Para ser más entretenida.
Sobre su monumental Cleopatra de 1934, De Mille dirá: That’s no
history lesson, that’s entertainment!. O sea, subtitulado: no es una lección
de historia, es entertainment.
Hay opciones estéticas
muy hondas en todo esto. En el duelo entre Hollywood y la Historia, Hollywood
queda del lado del formalismo, la Historia del realismo. Veamos. El fundamento
estético del historiador es el realismo: los hechos están dados
en la realidad, lo fáctico está ahí y la conciencia del
artista debe reflejarlo. De donde vemos la notable cercanía entre el
empirismo cientificista y el realismo staliniano. O los postulados aristotélicos
sobre la mimesis como reflejo de la realidad. (Utilizo deliberadamente “reflejo”
ya que es un concepto de Lukács, con el que sigue a Engels, para quien
la Historia, sin más, era un “reflejo” de la “dialéctica
de la naturaleza”.) El señor De Mille, por el contrario, este pirata
del capitalismo, este embaucador al servicio de la “fábrica de sueños”,
está más cerca de los formalistas rusos que del realismo: la obra
de arte, para De Mille, o, si se prefiere, el “producto” cinematográfico,
crea su propia legalidad, su propia legitimidad, remite a sí mismo antes
que a su referente, al cual supera, traiciona y hasta olvida para crear algo
radicalmente distinto, es decir, el film, la obra de arte. Así, la relación
de Hollywood con la Historia es la de las estéticas formalistas con “la
realidad”. Puede tomarla como referente (siempre hay algo kantiano en esto:
Kant parte de los datos empíricos) aunque acabará por construir
“otra cosa”, un universo formal diferente que remite a sí mismo,
que encuentra en sí mismo su verosímil.
Pero, en De Mille y en todos los piratas de Hollywood, hay un elemento fundante
que no se puede ignorar: lo que se construye es una mercancía. Magos
y militantes del capitalismo, los cineastas de Hollywood sabían que traicionaban
a la Historia para ser fieles al mercado. Por aquí se les cuela el realismo.
El referente de De Mille no era la Historia, era el público. Artista
mercenario, construía la más rentable versión de la Historia,
la que sus estudios del mercado o, simplemente, su olfato de zorro del capital
le dictaban. Este “formalismo” no expresaba el proyecto estético
del artista, sino su proyecto comercial. Como hombres de negocios eran “realistas”;
como lectores de la Historia, no.
De Mille se mete con esa forma especial de la Historia que es la Biblia. No
ignora que los hechos de la Biblia se desarrollan en un contexto histórico
y que los historiadores, siguiendo sus postulados, exigen que se obedezca ese
contexto. Pero, ¿cómo resistirse a la fascinación de la
Biblia? Es el único libro que narra los prodigios del que acaso sea el
más poderoso superhéroe de Hollywood: Dios. Donde está
Dios ocurren sucesos maravillosos todo el tiempo. Donde está Dios las
zarzas arden. Las plagas se desatan. Las aguas se separan. Su voz estremece.
Sus palabras se graban en la piedra por medio de un rayo que envidiaría
el mismísimo Capitán Marvel. Donde está Dios está
el pecado, ya que el pecado existe porque existe la prohibición y nadie
como el Dios del Antiguo Testamento para prohibir. “No fornicarás”,
dice. Y ahí tiene De Mille la excusa para filmar esas orgías que
tanto le fascinaban: hombres y mujeres, con escasa ropa o sin ella, se entregan
al pecado de la carne, beben el vino de la lujuria, danzan las danzas del vértigo
y la locura. ¿De Mille muestra eso porque quiere comerciar alevosamente
con las orgías bíblicas? No, lo hace porque es un buen cristiano,
un hombre de fe que desea exhibir a sus semejantes los horrores que se desatan
al violar las leyes divinas. Su mirada es la de Moisés, que baja de la
montaña con las Tablas de la Ley y ve a Debra Paget y a Yvonne De Carlo
embriagadas y con escotes diabólicos, casi en tetas. Moisés impone
el orden y es De Mille quien lo impone, quien dice “eso es malo”,
“no hay que hacerlo”, “es muy divertido pero sólo véanlo
en esta película luego de pagar la entrada y después sigan sus
vidas aburridas y castas”.
Resta, sobre De Mille, algo más: nunca le importó mucho la calidad
de su cine. Lo suyo era sumar, lo cuantitativo. Para él, el espectáculo
era una gran sumatoria de elementos destinados a capturar, deslumbrándola,
la conciencia del espectador. Usaba un sombrero de explorador y hablaba por
un megáfono inapelable. Cierta vez, en medio del rodaje de Cleopatra
(1934), empieza a dar órdenes: “¡Doscientos elefantes allá!
¡Trescientos centuriones por ahí! ¡Cien esclavas aquí!
¡Cocodrilos junto al río! ¿Todo listo?”. El asistente
de dirección pregunta: “Señor De Mille, la cámara,
¿dónde va?”. Así, el humor de Billy Wilder lo presenta
en El ocaso de una vida diciéndole a Gloria Swanson que quiere hacer
una película pequeña, de presupuesto bajo. ¡Justamente él!
Siempre convocado por lo desmedido, tal vez por la grandeza (o por cierta versión
que Hollywood tiene de ella), todos entendemos que para Norma Desmond el delirio
del regreso a la gloria se exprese en esa frase que todos conocen: “Estoy
lista para mi close up, mister De Mille”.
Hollywood, sin pudor, politiza
la Historia: hay buenos y hay malos, y la maldad o la bondad dependen de las
circunstancias históricas. Rommel, por ejemplo. En Cinco tumbas al Cairo
(1943), de Billy Wilder también, lo hace Erich von Stroheim y el Mariscal
es malvado y feo, tendiendo a gordito fofo y hasta algo payasesco. Luego, durante
la Guerra Fría, cuando Hollywood necesita que Alemania se redima y busca
algo rescatable en ella, en su oscuro pasado, recurre también a Rommel,
pero esta vez lo hace James Mason y Rommel es fino, elegante, habla con british
accent (siempre que Hollywood quiere trascendentalizar a un personaje histórico
lo pone en manos de un actor británico) y participa activamente en el
atentado a Hitler del 20 de junio de 1944, que, según Hollywood, alcanzó
para redimir de culpas a Alemania, así como Victor Laszlo consagra para
la eternidad el mito de la Resistencia francesa, país poblado de pre-lepenistas
colaboradores.
El western es un género no realista, por ejemplo. Jamás Hollywood
intentó “reconstruir” el wild west, sino refundarlo míticamente.
Jesse James nada tenía que ver con Tyrone Power ni Frank James con Henry
Fonda. El general George Amstrong Custer no tenía la planta ni la sonrisa
de Errol Flynn ni Crazy Horse la jeta de Anthony Quinn, que, además,
pudo hacer de Barrabás, de hermano de Zapata, de Gauguin y de Onassis,
por citar algunos. Hollywood no buscó inspiración en los dibujos
de Remington. Creó un espacio mítico en el que fuera posible la
lucha entre el Bien y el Mal casi en estado puro, primitivo. Un primer western
“realista” sea acaso Shane, el desconocido, y supongo que lo es por
ese barro oscuro en la callejuela principal del pueblo o por las barbas crecidas
de algunos villanos que se anticipan a los de Sergio Leone, quien, sí,
inventa el western realista. Pero Shane, el héroe del relato, viste con
ropas amarillas, tan limpias como irreales, ya que Shane es irreal, es un ángel
de la Justicia, que aparece y se va (luego de hacer lo que “un hombre debe
hacer”) como una brisa celestial.
Los “espacios históricos” que Holly- wood crea son absolutamente
no realistas. No sólo el western. También “Oriente”.
Las arabian nights las inventaron los mercaderes de California. Inventaron los
sheiks al disfrazarlos de Rodolfo Valentino. Inventaron las momias vengadoras.
La momia regresa se desarrolla en un marco pretendidamente histórico:
el valle del Nilo en la década del 30. ¿A quién le importa?
No hay dato de la realidad que pueda superar la belleza de ese barco-globo en
el que se desplazan Brendan Frazer y sus amigos: un transporte que mezcla la
magia de Cinco semanas en globo de Julio Verne con El corsario negro de Salgari.
“Sudamérica” es otro invento (abominable para nosotros, desde
luego) de Hollywood. Down Argentine Way (1940) empieza con ¡Carmen Miranda!
Y la hicieron por la política del “buen vecino”. Los “mexicanos”
son barbudos, somnolientos y sucios: usan enormes sombreros, tocan la guitarra
y cantan y matan con bastante indiferencia, con la misma con que mueren. Los
“brasileros” viven rumbeando. Y los argentinos tienen la mala costumbre
de albergar a cuanto nazi se les aparezca: Gilda (1946) y George MacCready,
ese hitleriano poseedor de Rita Hayworth, son el supremo ejemplo. Los “franceses”
siempre están dispuestos a faire l’amour. En Ninotchka, Melvyn Douglas,
a medianoche, le informa a la staliniana Garbo: “Esta es la hora en que
la mitad de París le hace el amor a la otra mitad”. Y así,
interminablemente, Hollywood, jamás, dice la verdad. Porque es una fábrica
de sueños, de mentiras, de fabulaciones destinadas al entretenimiento.
En ¿Quién mató a Liberty Valance?, de John Ford, un periodista
le aconseja a otro: “Entre la verdad y la leyenda, publique siempre la
leyenda”. Quizás esté diciendo que la verdad, no bien se
publica, empieza a transformarse en leyenda, pues la leyenda de la verdad la
construyen las mil y unas interpretaciones que se tejen sobre ella no bien se
presenta.
De modo que el enfrentamiento entre los historiadores y Hollywood no tiene sentido.
The History Channel armó una pelea entre contendientes que militan en
distintas disciplinas. Los historiadores buscan la objetividad que sólo
la ciencia puede entregar. Hollywood busca un producto ficcional que, transformado
en mercancía, ofrecerá a un mercado consumidor. Ocurre, sin embargo,
que, créase o no, la verdad está más cerca de Hollywood
que de los historiadores, ya que Hollywood no niega el carácter ficcional
de la realidad. Asume que la verdad se construye. Que la verdad es siempre una
versión de la verdad que colisionará con otras. Porque, en realidad...
la realidad no existe. Existe un campo trazado por miles de interpretaciones,
cada una de las cuales parte de un hecho verificable, pero lo insertará
en un sistema interpretativo autónomo y diferenciado. Hay, así,
una batalla cultural que es la batalla por las interpretaciones del mundo. Para
ser claro: si las cosas siguen de este modo, si Hollywood sigue imponiendo su
punto de vista sobre los demás, los árabes serán siempre
terroristas, los mexicanos barbudos, los franceses pintorescos enamorados, los
rusos mafiosos, los italianos charlatanes y los argentinos nazis y corruptos.
¡Hay que hacer algo!, gritarán ustedes aquí. Por supuesto:
hay que crear verdades alternativas. Ingeniosas, si es posible, para que tengan
algo de las fascinantes inexactitudes californianas, de las desbocadas mentiras
que construyeron un arte que se apropió, ya, del siglo XX, pero no aún
del XXI, porque la Historia, ese infinito campo de creación de verdades,
sigue abierta.
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