CRóNICAS > UNA SESIóN CON EL FOTóGRAFO PREFERIDO DE TAXI-BOYS, PUTAS Y RECIéN CASADOS
Caco Fernández dejó un título de arquitecto para vivir de un hobby muy especial: fotografiar en pleno trance sexual a profesionales de la carne que quieren promoverse on line, narcisistas en busca de un portfolio hot o enamorados sedientos de souvenirs íntimos. Radar asistió a una de sus tórridas sesiones.
› Por Guillermo Piro
Hay ocupaciones –u oficios, si se quiere– que no se pueden pensar sólo a partir de la premisa “le pagan por eso”. En general, pero no exclusivamente, se trata de ocupaciones referidas al sexo; los actores porno en primer lugar. Y hay otras actividades, también casi siempre ligadas al sexo, que podríamos llamar “humildemente tangenciales” –es decir honorables, artísticas–, cuyos ejecutantes, a veces anónimos, sorprendentemente cobran por hacer su trabajo. Caco Fernández, por ejemplo. Este arquitecto en vías de abandonar su profesión acabó “profesionalizando” su actividad tangencial, su hobby, a tal punto que ahora no sólo vive de él, sino que para verlo hay que pedir cita con semanas de antelación.
Caco Fernández fotografía sesiones de sexo grupal –pero no es excluyente– con la frialdad profesional de un killer neófito. Comenzó a hacer fotos hace muchos años, y la casualidad lo llevó a ser hoy el fotógrafo preferido de taxi-boys, prostitutas, travestis y parejas formales y no tanto que recurren a sus servicios para tener un registro sexual propio, cuyos usos son múltiples y variados: desde colgar las imágenes en Internet para que sirvan de autopromoción, hasta tener un simple souvenir de un momento de la vida en el que nadie suele tener el tiempo, las ganas y el profesionalismo para ponerse a sacar fotos. Caco Fernández se ha especializado en fotografiar a personas en toda clase de situaciones sexuales, acompañadas o solas y de todas las edades (menos menores, que no entran a su estudio). Su cuartel general está en plena zona roja, o zona de convivencia, o como diantres se llame. Allí, en un cuarto acondicionado ad hoc... Bueno: allí pasan muchas cosas.
El estudio de Fernández tiene un aire de época, pero de época imprecisa. Todo convive, como si el lugar en sí fuera un exponente inmueble de la tolerancia sexual y el profesionalismo: unos vasos imitación Gallé (a menos que sean auténticos, cosa que es posible) conviven sin irritación con la punta de un pararrayos; también hay una computadora en la que juega un niño (es el hijo del fotógrafo que, apenas llega alguien, debe abandonar ipso facto el sitio: ha entrado alguien a quien hay que satisfacer prestamente, y cuando Caco Fernández trabaja, sea la hora que sea, empieza el horario de protección al menor), una cama, sillas varias, de distinto estilo, y una mesa de cocina.
¿Dónde comienza la zona de exclusión? En ningún lado. No hay zona de exclusión. Todo lo que se ve puede ser integrado a la escena: que cada cual haga lo que quiera, tome lo que le dé la gana, se tire o se acueste o se ponga de pie donde le plazca. Porque cuando se pone a andar, el amor –cualquiera sea su especie o su raza–, justamente por eso, no admite carriles ni contenciones de ningún tipo: sólo paredes, detrás de las cuales la vida fluye con sus propios carriles y muros de contención. El único mandamiento de Fernández es no abandonar el cuarto ni seguir el juego en ninguna de las doce habitaciones de la casa, donde viven (además de su hijo) otros diez inquilinos respetables, acostumbrados al ruido pero no a las intrusiones inesperadas en medio de la noche.
Entonces llegan los “modelos”: una joven pareja de actores que ya han tenido sesiones individuales y conjuntas y cuya notoriedad no impide –como es el caso de muchos otros– que sus cuerpos, rostros y actos aparezcan a todo color en las páginas de un suplemento dominical que seguramente no leen sus padres.
La técnica de Caco se descubre enseguida; es la técnica de los artistas y los delincuentes profesionales: saber esperar, controlar la impaciencia, tranquilizar, apaciguar, inspirar seguridad. Como nada nos apura, hablamos. Y como no me gusta hacer de voyeur perverso, les explico lo que pretendo: ver en acción no tanto a ellos (“Sí, sí, claro”, se burlan incrédulos casi al unísono) como a Caco Fernández. Es sencillo: ver, analizar, conjeturar, tratar de entender, teorizar. “Sí, sí, claro.”
Apenas propone empezar la sesión, Caco Fernández enuncia la primera regla: desterrar desde el vamos toda preocupación. “Es un juego”, dice; “vamos a divertirnos”. Y dice bien: “van”. Ellos. Entonces saca unas telas de color bordó de un armario, usa algunas para cubrir el mobiliario brillante, entrega el resto al muchacho y me invita a salir un momento. ¿No quiero ir a la cocina a tomar un café? Ya en la cocina, al final de un largo pasillo iluminado por la luna, Caco Fernández me somete a un interrogatorio breve y gentil, muy parecido al que años atrás me hizo el obstetra de mi ex esposa para tratar de entender si yo era un candidato apto para presenciar el parto de mi hija.
Mis respuestas, más o menos en este orden, son: 1) Sí, estoy acostumbrado a presenciar sexo explícito; 2) No, ahora no veo mucho cine porno, pero tuve mi cuarto de hora: cuando trabajaba en un barco-plataforma veía a razón de cinco películas porno por día...; 3) ... durante tres meses, lo que hace un total de 450 películas, una suma considerable teniendo en cuenta que vivía acompañado de 400 operarios en medio del Atlántico argentino; 4) Sé mantener silencio; 5) Sé lo que es el autocontrol; 6) Sé mantener silencio.
Al volver al estudio, la película ya ha empezado.
A pesar de estar eficazmente aislado de los pocos ruidos que llegan de la calle, Caco pregunta a la pareja –que, todavía vestidos, ya emiten arrullos y maullidos– qué música prefieren oír. El estudio está equipado con una pequeña pero efectiva colección de cd “de atmósfera”, aunque los modelos pueden llevar los sonidos que quieran. Los hits de la colección son Led Zeppelin (previsible), Cuadros de una exposición (nada de Mussorgsky, Emerson, Lake & Palmer, lo que no es tan previsible pero en fin...) y ¡Carmina Burana! Me cuesta creer que alguien pueda hacer el amor con esos aullidos latinos de fondo, hasta que la pareja elige precisamente ese cd para la escena que empieza.
Inocentes y gráciles, los modelos sonríen y se murmuran cosas inaudibles, pero lo que hacen ellos me interesa menos que Caco. Y este interés, supongo, tiene tanto que ver con lo particular de su actividad como con los cambios que ha sufrido la práctica fotográfica desde que el formato digital desalojó al formato película-camarón reflex. Dado que muchas cámaras digitales permiten, por medio de un visor giratorio, ver siempre lo que se está fotografiando, el icono (la silueta) del fotógrafo se modificó significativamente: si a principios del siglo XX lo representaba una figura con la cabeza metida bajo un trozo de tela negra, con una caja montada sobre un trípode, después pasó a ser una cabeza con una cámara en la cara, empuñando con la mano libre un flash tan grande como ella, lo que luego se transmutó en un ojo pegado al visor de una cámara con flash incorporado (una mano queda libre para defensa personal). Ahora, con el digital, se consiguió liberar al rostro del contacto con el aparato, con todas las pequeñas libertades que eso implica.
Volviendo al centro de la escena, la cosa, como era de esperar, comienza a entibiarse. Pero hay que prestar atención al fotógrafo, no al amor en ciernes. Serio, concentrado, Caco recuerda a Kwai Chang Caine caminando sobre el sendero de papel mojado: la prueba absoluta de la felinidad astuta, sólo comparable con la capacidad de caminar sobre el agua o de volverse invisible. (Otra cosa a tener en cuenta: las cámaras digitales no hacen ruido.) Como si se sincronizaran, el movimiento in crescendo de la pareja resuena en el crescendo de los movimientos del silencioso fotógrafo. A veces pareciera que se atreve y, aunque manteniéndose a distancia, introduce la cámara en la escena, siempre con el visor al alcance de los ojos. Pero los modelos ni siquiera parecen darse cuenta de la interferencia.
Sinceramente, creo que a esta altura se olvidaron por completo de que hay alguien más presente. La pareja in motion y Caco. Es tan difícil imaginar qué harían si no hubiera nadie más como suponer que estarían haciendo algo diferente. En eso empiezan a pasar cosas sumamente extrañas. Y lo sorprendente es que justo entonces Caco decide realizar un cambio estético (supongo), lo que revela que el muchacho, efectivamente, está viendo otra cosa. Se aleja del centro neurálgico de la acción, se sube a una mesa para encender (siempre en silencio) una luz sobre un armario, se baja y se dirige a apagar otra. De pronto, todo lo que avanzaba con extrema lentitud empieza a acelerarse. Es un síntoma de algo, sin duda, y Caco Fernández parece entusiasmado. “¡Eso!”, murmura, lo suficientemente alto para que la pareja lo oiga.
Esa palabra dicha en voz baja, como para sí, tiene un efecto difícil de describir. Y Caco sigue con su táctica: ir siempre al lado opuesto, buscando el efecto. Cuando el chico o la chica se entretienen besando sus respectivos juguetes, Caco se aboca a registrar sus caras. Deambula (perdón por la imagen) como un cazador tras su presa, buscando, buscando. Después de todo, ¿fotografiar no es eso, independientemente de que el arma que se empuña sea una Holga de juguete o una Leica como la de Cartier-Bresson?
¿Qué busca? ¿Qué quiere? ¿A dónde va? Y entonces sí, todo se complica. Y viéndolo trabajar comprendo algo: este fotógrafo propicia el amor ajeno del mismo modo que otros la solidaridad o la templanza o la pasión por los animales o el vegetarianismo. Lo veo en un gesto mínimo: cuando la pareja toma la iniciativa –es decir, como los jugadores de fútbol americano: se dicen algo, deciden hacer algo y lo hacen–, Caco Fernández sonríe, satisfecho. Sonríe para nadie: no lo puede evitar. Y otra vez sale a la caza del efecto. La mesa de cocina ya fue incorporada –la puso en juego el muchacho–, y cuando él trabaja abajo, Caco se concentra en la sonrisa de ella. Nunca pensé que una simple mesa de cocina pudiera servir para tantas cosas.
La expresión “evolución orgásmica”, aplicable a cualquier proceso que parte del estado de reposo y llega al clímax (se usa incluso en música, para hablar, por ejemplo, del carácter erótico de ciertos solos de Frank Zappa o Steve Vai), nunca se puede aplicar mejor que en estos casos, en pleno desenfreno amoroso. Un desenfreno tímido: no son actores porno profesionales; son dos amantes que desean tener un souvenir de sus momentos de pasión. Y para eso hace falta alguien confiable, alguien a quien entregarle un secreto que sólo comparten los amantes. “Así nos amamos nosotros”, parecen decir. Tal vez lo que busca Caco Fernández sea poner de manifiesto eso, hacer que ese así salga a la luz ante sus ojos.
Una tarea noble. Una buena misión. Pero sigue pareciéndome increíble que alguien cobre por ella.
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