Domingo, 5 de junio de 2005 | Hoy
NOTA DE TAPA
A principios de los ’70, cuando Jean-Luc Godard sobrellevaba la resaca de Mayo del ’68, abjuraba del cine tradicional y encabezaba un minúsculo colectivo maoísta, apareció una suiza de 25 años que le cambió la vida para siempre: escribió el guión de la película que lo devolvió al cine, se convirtió en su mujer, lo llevó a Suiza, donde fundaron una usina cinematográfica, y hasta dirigió un puñado de películas en las que desnuda la intimidad de su relación. Ahora, una retrospectiva en la sala Leopoldo Lugones y una flamante biografía sobre el director permiten asomarse al cine y la figura de Anne-Marie Miéville, la mujer que reinventó a Godard.
En 1984, cuando le dieron el León de Oro en el Festival de Venecia por Prénom Carmen, Jean-Luc Godard –cigarro entre los dientes– subió al escenario, enarboló triunfal la maciza mezcla de pájaro y felino que acababan de depositar en sus manos y, mientras miraba la estatuilla, dijo: “Yo sólo soy la cabeza y la cola, Anne-Marie Miéville es las alas y Alain Sarde los pies”. Sarde, se sabía bien quién era: el productor que en 1980, al financiar Sauve qui peut –“Mi segunda primera película”, Godard dixit–, había devuelto al director al circuito del cine oficial después de casi una década de ostracismo. Miéville, en cambio, era un secreto a voces: de ella sólo tenían noticias los muy íntimos (si es que en un profesional de la misantropía como Godard puede haber lugar para una especie tan amenazante) y quizá los que hubieran alcanzado a pispiar los créditos del film en algún folleto de prensa del festival, donde su nombre acaparaba sorpresivamente el rubro clave de guión y adaptación. Además de agradecer y compartir el primer signo de reconocimiento institucional con el que el más exigente de los festivales europeos acababa de bendecir su obra, la declaración de Godard, al mencionar públicamente a su guionista, oficializaba de algún modo una relación sentimental, una alianza artística, una sociedad amoroso-productiva que ya llevaba cerca de quince años funcionando en carriles menos visibles.
En rigor, Anne-Marie Miéville había aparecido en la vida de Godard a principios de los años ‘70, en plena resaca de Mayo del ‘68, cuando el autor de Sin aliento había abjurado de todas las formas tradicionales de cine (aun de las formas insospechadas que sólo Godard había sido capaz de imponerle) y exploraba el campo del agit prop audiovisual a la cabeza del Grupo Dziga Vertov, un minúsculo colectivo maoísta que había hecho llorar de emoción a Althusser y que compartía, entre otros, con Jean-Pierre Gorin, Anne Wiazemsky (por entonces mujer de Godard) y el carismático empresario Jean-Pierre Rassam, que moriría de sobredosis en 1985. Miéville se acercó al Grupo en 1970, poco después de llegar de Suiza. Tenía 25 años y una hija; empezaba a abandonar un matrimonio y una carrera musical por la fotografía. Aunque merodeó con su cámara el rodaje de Vladimir et Rosa, su figura recién pasó al primer plano a partir del 9 de junio de 1971, cuando Godard casi muere en un accidente de tránsito en las calles de París. Estaba a punto de viajar con Gorin a Nueva York para firmar unos contratos con la Paramount; salían rumbo al aeropuerto cuando descubrió que no llevaba nada para leer. Se le ocurrió comprar un libro de Brecht, Meti. Su montajista de entonces, Christine Aya, le ofreció llevarlo en moto hasta una librería. “No vayas”, le dijo Gorin en chiste: “vas a tener un accidente”. Al final de la rue de Rennes, un ómnibus que doblaba se llevó la moto por delante y casi aplasta a Godard bajo su rueda delantera. Con fractura de cráneo y pelvis y heridas en todo el cuerpo, el cineasta estuvo seis días inconsciente y dos años enteros entrando y saliendo de hospitales. “Ese fue el final lógico del ‘68”, diría más tarde Godard. Miéville no se movió de su lado durante toda la convalecencia, un lapso que Colin MacCabe, el biógrafo de Godard (ver recuadro) juzga crucial para la cristalización de la nueva relación.
Un año más tarde, el nombre de Anne-Marie aparece por primera vez en los créditos de un film de Godard, Tout va bien, donde firma con su apellido de casada –Michel– la foto fija. Y en 1974, a la vez que ya figura como representante legal de la flamante productora de Godard, Sonimage, aparece como codirectora de Ici et ailleurs. El film, que reprocesa en una precocísima tecnología de video material de una experiencia del Dziga Vertov de 1970 sobre Medio Oriente, yuxtapone imágenes de algunas revoluciones que encendieron el planeta a lo largo de la historia (el ailleurs –“en otras partes”– del título) con el retrato patético de un militante francés actual (el ici, “aquí”), “pobre revolucionario tonto, millonario en imágenes de la revolución”, y a la vez padre de familia vulgar, no muy distinto de cualquier burgués que invierte su ocio consumiendo iconos ajenos. Ici et ailleurs es un film clave por muchas razones: funciona como cierre y balance del Grupo Dziga Vertov (y de Mayo del ‘68), abre la grieta video en el paisaje audiovisual y articula la cuestión política con el problema de las imágenes, pero sobre todo desplaza radicalmente el espacio de lo político (del mundo al hogar, del espacio público a la cocina, de la calle a la cama), activa las armas del feminismo para desmantelar las retóricas gauchistes –uno de los aportes más evidentes de Miéville– y pone en escena por primera vez el dispositivo simple y extraordinariamente singular, a la vez conyugal, productivo, estético y político, que gobernará de manera tácita toda la obra posterior de Godard y de manera visible, incluso temática, la de Miéville.
En Ici et ailleurs, un hombre (Godard) y una mujer (Miéville) contemplan una serie de imágenes ajenas y debaten sobre sus sentidos posibles. El dispositivo tiene la precariedad, el primitivismo de una experiencia originaria; no está lejos de la voluntad polémica y el afán de pedagogía que encrespaban al Grupo Dziga Vertov, pero la suavidad de las voces, la entonación siempre pensativa del comentario y sobre todo el principio dialógico que rige la ceremonia parecen enterrar una fase histórica del intervencionismo crítico y abrir otra, aún balbuceante, que busca sus conceptos, su dinámica y su estilo en dimensiones políticamente reprimidas como el cuerpo, la intimidad, la escucha, el intercambio personal. Si el cine ha dejado de aspirar al fusil, no es para abrazar el conformismo de la narración ni las garantías del profesionalismo: es para convertirse en una manera de estar con otro.
Quizás ésa sea la brisa, la ráfaga de fresca reciprocidad que Miéville –que no tardó en reemplazar a Wiazemsky como partenaire amorosa de Godard– introdujo a partir de 1974 cada vez que participó de los proyectos de su compañero, apartándolo, entre otras cosas, de lo que Wiazemsky alguna vez llamó la “misoginia” del Grupo Dziga Vertov, eso que el mismo Godard evoca cuando en una entrevista, a propósito del film Luchas en Italia (1969), admitía que “escogimos deliberadamente un tema estrechamente ligado a nuestra ideología, porque incluso cuando usted le habla a una mujer de la que está enamorado, o ella le habla a usted, eso es ideología. Lo intentamos, y fue un completo fracaso, porque acabamos la película solos y nuestras mujeres pensaron, en esa época, que sólo se trataba de nuestro trabajo. Tratamos de hacer Luchas en Italia para plantear el problema, no para resolverlo. Como si dijéramos: ‘Este es nuestro trabajo desde un punto de vista técnico, sí, pero desde un punto de vista más general, es nuestra vida’. Procurar trabajar con nuestras esposas en el cine, cuando ellas no están especialmente interesadas en el cine, era correcto en aquel momento”. Pero el cine nunca se funde tanto con ese teatro del intercambio subjetivo que son la alcoba y la casa como en las propias películas de Miéville. Sobre todo en dos, Todavía estamos todos aquí (1997) y Después de la reconciliación (2000), donde por otra parte se perpetúa la fórmula autorreferencial (directores-que-actúan-las-películas-que-dirigen) que Miéville había puesto en marcha con Godard en Ici et ailleurs.
En Prénom Carmen, Miéville había hecho como guionista algo extraordinario: inventar el personaje conceptual, a mitad de camino entre la biografía y la comedia, que Godard no dejaría de encarnar a lo largo de los veinte años siguientes cada vez que aceptara trabajar como actor en una película: el Tío Jean, un célebre has been de la industria del cine que un mundo que no para de cambiar condena a un autismo aniñado y cascarrabias, del que emerge de vez en cuando fuera de sí, con el pelo electrizado, envuelto en una nube de humo de puro, para salmodiar alguna cita ilustre, volcar una copa sobre un mantel de hilo blanco o tocarles el culo a las enfermeras que lo atienden en su cuarto del hospital Pasteur, el neuropsiquiátrico de París. Trece años después, en Todavía estamos todos aquí, Miéville hace como directora algo casi tan audaz: poner en escena a Godard como Robert, un Tío Jean opaco, quizás endulzado por el tiempo o los fármacos del Pasteur, que apenas rompe su enfurruñado mutismo para declamar un bello monólogo de Hannah Arendt (La naturaleza del totalitarismo) en un teatro vacío y para conversar –o más bien devolver, en el sentido más tenístico del verbo– con su compañera, una mujer blanca y rubia –Aurore Clément, casi una sosia de la misma Miéville– que lo llama mon ami, lo adora y maltrata (le reprocha todas las veces que no la deja hablar) y termina embarcándolo en un viajecito de fin de semana lleno de contratiempos idiotas (entre ellos, una víspera casi subliminal de adulterio). Todavía más endulzado y patético, el mismo personaje vuelve en Después de la reconciliación, un film –como todos los de Miéville– sobre las palabras, sobre el amor, sobre el amor de las palabras y la posibilidad de decir el amor con palabras. Como en una versión burguesa de Sueño de una noche de verano donde la casa es el bosque y un buen Bordeaux el filtro mágico de amor, dos parejas tensan largamente un diálogo platónico y juegan a engañar a sus respectivos partenaires con un par de escarceos perfectamente insignificantes. Cuando se entera del que le ha tocado sufrir a él, sin embargo, el nuevo modelo del Tío Jean que interpreta Godard desaparece inadvertidamente de la escena y busca asilo en una habitación en penumbras. Ahí lo encuentra su mujer unos segundos más tarde. Y cuando prende la luz, lo que vemos, al mismo tiempo que ella –que es Anne-Marie Miéville, la directora del film en persona–, es a un hombre que llora, a Jean-Luc Godard que llora como un chico, a borbotones, atragantándose con sus propias lágrimas. “Decí tu frase o andate”, le grita la mujer, que se ha arrodillado ante él. “No puedo”, dice él. “Así no puedo.”
Es una escena excepcional (el cine, según Godard, sólo consiste en “hacer durar un poquito algo excepcional”), y no sólo por el efecto de desnudez desgarrador, casi obsceno, que produce el rostro de una de las personalidades más reservadas del arte contemporáneo desfigurado por el llanto. Es excepcional porque hace del llanto una catástrofe donde la verdad y la ficción colapsan en una contigüidad insoportable. “Decí tu frase” es a la vez el reclamo de la mujer harta y la exigencia de la directora que debe seguir con su escena; “Así no puedo” es a la vez la confesión del marido castrado por la humillación del engaño y la excusa del actor que no puede continuar con su texto porque una contingencia del rodaje lo inhibe (ver recuadro).
En realidad, el mismo reclamo que le hace a Godard en la ficción, Miéville suele hacérselo a casi todos los hombres de sus películas. Que abran la boca, que hablen, que digan lo suyo. “Decilo de una vez”, le pide la cantante de Mon cher sujet (1988) a su novio saxofonista después de contarle que está embarazada, al leer en su cara que no está dispuesto a tenerlo. Y la abandonada serial de How can I love (a man when I know he don’t want me), que somete a cada hombre que la deja a la misma pregunta (“¿por qué no me amás?”) y que, escandalizada por la respuesta que recibe, siempre la misma (“Bueno, no lo diría de esa manera”), grita fuera de sí: “¡Decilo como quieras!”. Y es que el hecho de que el cine no sea un oficio sino una manera de estar con otro –un axioma que Miéville podría compartir perfectamente con Ingmar Bergman, por ejemplo, con cuya teatralidad tiene muchas afinidades– no implica protección alguna; más bien lo contrario: una suerte de porosidad extrema, de hipersensibilidad, como si recién entonces, “después de la reconciliación”, pudieran tener lugar las verdaderas batallas (las de la guerra de los sexos en primer lugar). Y una de ellas –en la que el cine de Miéville es experto– es la batalla entre hablar y callar, entre palabras e imágenes, entre decir y mostrar. O la batalla entre el aislamiento y la soledad, de la que habla Hanna Arendt en el monólogo que Miéville pone en boca de Godard en Todavía estamos todos aquí. El aislamiento es la enfermedad del mundo, dice Arendt; en la soledad, en cambio, siempre somos dos en uno. Tal vez sea eso –una cierta forma contemporánea de la soledad– lo que Anne-Marie Miéville persigue en sus películas, lo que le enseñó al Godard aislacionista de los años ‘70 y lo que terminaron inventando juntos en el 15 de la rue du Nord del pueblito suizo de Rolle, a orillas del lago de Ginebra, esa mezcla de morada, laboratorio, archivo y estudio de cine donde viven y trabajan juntos desde hace ya más de veinte años. La soledad; es decir, un modo de vida a la vez utópico y posible, parecido al que se intuía, por ejemplo, frágil, cuando Chaplin y Paulette Godard, en el último plano de la película, le daban la espalda a la cámara y se alejaban hacia el horizonte.
“No estaba previsto que Jean-Luc actuara en Después de la reconciliación. El primer actor en el que había pensado era Pierre Richard. También pensé en Marcel Maréchal y en el escritor Lamarche-Vadel. Pero la cosa no funcionaba. Y Jean-Luc, por su parte, se sentía muy en armonía con el guión. Tenía ganas de decir esos textos y de participar del proyecto. El fue el que insistió en actuar. Yo no tenía muchas ganas, porque ya habíamos hecho juntos la película anterior (Todavía estamos todos aquí), porque siempre es difícil cargar con su nombre y porque podían reprocharme que lo usaba como argumento publicitario. Pero no encontré a nadie que se adecuara tanto al sentido del film.” Anne-Marie Miéville
“Cuando nos preguntan: ¿cómo trabajan juntos?, tendríamos que contestar: como dos cineastas que se entienden, y que hacen cosas separados o juntos... La diferencia que hay entre nosotros es que ella se sintió atraída por el cine a una edad más precoz que yo. A mí recién empezó a interesarme cerca de los 18 años, y lentamente. Ella, en cambio, ya de chica se sentía física y naturalmente atraída por la proyección, por la luz. Los Straub, por ejemplo, trabajan en tándem, en la misma bicicleta, uno adelante y el otro atrás. Nosotros tenemos dos bicicletas. En el caso de Después de la reconciliación, somos el embrión de un equipo. Un embrión-imagen del equipo que quiso tener Anne-Marie. En el rodaje ella es mucho más feliz que yo.” Jean-Luc Godard
Godard: Lloro con facilidad. Por lo general, de nervios. Lo más difícil para mí era esa ligera falta de respeto de los técnicos, que no se dieron cuenta enseguida de cómo era la escena. En la segunda toma no hicieron silencio.
Miéville: No, te pusiste nervioso en el plano siguiente. Fue un momento delicado: había que cambiar la película. Podríamos haberlo previsto...
Godard: Siempre hay un momento en que el profesionalismo se vuelve menos profesional, y eso pasa cuando el actor está actuando. Pero llorar no fue tan difícil. Me pueden hacer llorar en menos de una hora; depende de cómo se ponga la discusión. Pero es cierto que en la ficción cinematográfica el hombre que llora es tabú.
Miéville: En general vemos llorar a las mujeres, no tanto a los hombres. Pero a Jean-Luc lo conozco desde hace treinta años y sé que es bastante buen llorón. Llora casi tanto como yo. En esa escena yo había escrito “Robert llora”, así que simplemente lo dejé hacer.
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