Domingo, 26 de junio de 2005 | Hoy
PLáSTICA > GORRIARENA POR GORRIARENA
Pablo Suárez lo definió así: “El pinta. El va y pinta. Hay un muerto, y él va y lo pinta”. Alberto Giudici escribió que en los ‘70 las imágenes desgarradoras de sus cuadros traducían el clima de persecuciones que ahogaba al país, mientras que en la democracia recurrió al sarcasmo para retratar con la misma fibra el universo de la frivolidad y el consumo. Miguel Briante dijo una vez que sus cuadros le recordaban “al furioso Roberto Arlt”. Y él mismo ha decretado: “Un cuadro tiene que romper la pared”. Ahora, una muestra nueva y un libro monumental (que incluye el autorretrato escrito que reproducimos a continuación) permiten asomarse una vez más a la obra poderosa y, a su manera, conmovedora de Carlos Gorriarena.
Mis primeros recuerdos son los de un barrio de casas bajas, espaciadas, deplorables; frescas en el verano por las enredaderas, los vastos espacios de las quintas que entonces, donde ahora también se levantan deplorables edificios altos, proveían de verduras a la pueblerina capital. Calles de tierra, con puentecitos que las separaban de las zanjas de las aguas servidas; también de las aguas de lluvias torrenciales, de las veredas también meadas por los perros y cubiertas por tramos de pastizales cortos.
Mi madre era una mujer hermosa y tierna. Tuve una abuela rezongona y dos primos hermanos mayores, y un padre que se anunciaba los sábados a la tarde con sus enérgicas demandas disimuladas por el dulce aroma del paquetito de facturas finas.
Una población poco indígena, compuesta de inmigrantes armenios que por las noches se reunían en manadas para rememorar los asesinatos cometidos por los turcos... Polacos, italianos y gallegos.
De pequeño supe y participé junto a los leales de la guerra española, recogiendo del suelo marquillas de tabaco para armar con el papel plateado bolas como balas de cañón porque alguien nos había dicho que serían enviadas a España para transformarlas en reales balas de cañón para los que combatían. Años después me enteré de que se trataba de una mentira para movilizar a los niños de los barrios pobres. La mentira no me importó. Aún tengo el recuerdo de aquel papel plateado brillando como un sol.
Mi padre quería que yo fuera marino y mi madre depositó en mí sus deseos de que yo continuara la vida de uno de sus hermanos que también pintaba y murió por la tuberculosis a los 18 años de edad. Mis primeras lecturas, herencia de aquel tío, fueron Los miserables, de Victor Hugo, y La cabaña del tío Tom. A mis seis o siete años de edad una prostituta rumana que vivía cerca de mi casa y que todas las mañanas partía y volvía, cercana la noche, de los “quilombos” de San Fernando, una población cercana, me regaló una caja conteniendo pinturas oleosas, pinceles y un frasco de aromática trementina. Mi primera obra fue una reproducción de la fragata “Sarmiento”. Por causas distintas, papá y mamá quedaron obnubilados. Luego se la regalé a aquella mujer y desde entonces espero que aquel “cuadro” que mostraba aquel convencional símbolo patriótico haya presidido sus ceremonias junto a la cama.
A los 17 años ingresé a la Escuela de Bellas Artes y tuve la suerte de tener dos grandes maestros, Lucio Fontana, el que luego partiría para Italia, en escultura, y Antonio Berni, en dibujo. A los pocos años abandoné la escuela y proseguí mis estudios con el pintor Demetrio Urruchúa –un ejemplo de vida–, el “anarquista” enrolado en un importante grupo de pintores sociales.
Muy joven recuerdo a algunos de los más importantes pintores argentinos con sus obras colgadas en los pasillos más oscuros del Salón Nacional y a la mediocridad resplandeciendo de mediocridad bajo las luces. Por aquella experiencia de los mejores supe que había que trabajar largos años y que los pintores solemos tener larga vida.
De ese modo presentí que una cosa es el mundillo cultural (en el que por supuesto yo también estoy inscripto) y muy otra el real campo de la cultura.
El artista es siempre un emergente privilegiado abonado por una mayoría que se refugia en el conjunto que constituye su fuerza.
Desde otra perspectiva también considero mi actividad específica como un hecho ético. Trabajo a favor de los materiales. Así como los renacentistas renunciaron al temple, la mayoría de mi generación abandonó el óleo por el acrílico. Algunos historiadores distraídos dicen que con Goya comienza la decadencia del oficio, sin percatarse de que el óleo sufre de victorianismo, esa pintura es muy bella y muy frágil. Con Goya lo que comienza es la “agresión” a un medio que ya no sirve más para las urgencias de la época. Desde otro ángulo considero como profundamente “racional” todo lo que me ayuda a expresarme y como “irracional” todo aquello que me coarta, así esté “perfectamente pensado”.
Quizá por esta certeza que me persigue escribí hace más de 25 años que: “...personalmente considero necesaria cierta idea como origen de cualquier intento, pero hay que cuidarse de las ideas que suelen ser tan formales como la forma misma. El lenguaje no es tal mientras podamos leer de corrido en nuestra propia obra, sin extrañezas ni sobresaltos; y un pensamiento no existe cuando se lo redescubre al fin de la experiencia, idéntico a su formulación primera.
Cuando el pintor, por intermedio de la poética, comienza a descubrirse tal cual es en un momento de su vida, comienza a transitar por el peligro. Con la concreción de una poética personal el artista ha iniciado la construcción de su propia cárcel. Poética y estilo correspondiente pueden negarnos la necesaria conexión a la siempre móvil y fluctuante realidad”.
Es en este sentido que considero esencial una actitud abierta a la problemática del mundo y del propio quehacer...
Alrededor de los años ‘60 yo había roto los “puentes” con la realidad fenoménica. Disconforme con mi pintura anterior (de algún modo naturalista), pero también con esa especie de expresionismo abstracto al que me había conducido una múltiple “destrucción” de la figura humana, en el ‘64 o ‘65 comienzo una vuelta distinta a la figuración. Trataba de expresar, fundamentalmente, las circunstancias que vivíamos. Banderas, orejas, cojones, seres “aspirinados” participan simbólicamente dentro de un espacio dual en el que el color se va liberando y la organización comienza a ser una consecuencia de la interacción. Estaba planteando las coordenadas de mi pintura actual.
La tarea de un pintor en la actualidad se hace muy compleja porque la gran información existente sobre lo que se ha hecho o se hace abarrota todo; desde las opiniones hasta las ideas y las percepciones.
Creo que la realidad siempre arroja sobre la palestra una serie de elementos constituidos por ella misma, imponiendo exigencias. Es decir, la realidad no se deja poseer por cualquier persona; establece claves para que se la posea o se la viole. Y ocurre que nosotros los artistas vivimos atrapados en esa compleja red, que en la mayoría de los casos nos niega el acceso a esa realidad. Mi intento es, precisamente, descubrir algunas claves que esa realidad cambiante arroja, tratando de despojarme de esa información que en verdad no me sirve.
Sigo considerando que ser vanguardia (... o “trans”) en los países alejados de los grandes centros debe contener aristas particulares. Por ahora nos es dado trabajar en profundidad y no en extensión. Del mismo modo que América está cubierta de calles de tierra y casas bajas.
Gorriarena. La pintura, un espacio vital
Hasta el 20 de julio.
De lunes a viernes de 11 a 19.
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