HITOS > LA CONFERENCIA DE YALTA POR ADENTRO
Durante la conferencia de Yalta, Roosevelt se disculpó ante Stalin por no poder prepararle el martini seco con limón. A la mañana siguiente, el líder soviético había mandado a trasplantar un limonero desde su pueblo natal. Esta es apenas una de las historias que Robert Hopkins –fotógrafo personal de Roosevelt– recuerda en sus flamantes memorias de esos días en que los aliados se dividieron Europa entre caviar y martinis.
Sobrevolábamos el mar Negro cuando desperté a las 7 de la mañana del 3 de febrero. Me enteré de que aterrizaríamos en Saki (Crimea) y luego continuaríamos en auto hasta Yalta, a 140 kilómetros de distancia. El ministro de Exteriores soviético, Vyacheslav Molotov, estaba allí para recibirnos cuando nuestro avión tocó tierra. El me recordaba de la Conferencia de Teherán y me saludó amistosamente. Winston Churchill ya había aterrizado. El presidente y mi padre llegaron unos minutos después en el avión presidencial, La Vaca Sagrada.
Los soldados soviéticos, en uniformes de gala, estaban alineados a ambos lados de la pista. Se pusieron firmes mientras el avión del presidente aterrizaba, y una banda militar rusa comenzó a sonar. Una vez en tierra, Roosevelt revistó la guardia de honor a bordo de un jeep; Churchill lo acompañó, caminando junto al auto. Luego abordamos una caravana de autos y partimos rumbo a Yalta. Alcanzar nuestro destino nos llevó cinco horas sobre ese camino destruido por los enfrentamientos. Toda la ruta estaba vigilada por soldados soviéticos, la mayoría de ellos mujeres, apostadas cada una a una distancia en la que alcanzaban a ver a la siguiente.
El camuflaje opacaba el esplendor del palacio Livadia, el palacio de verano del zar Nicolás II, a unos 17 kilómetros de Yalta. El Alto Comando Nazi lo había vaciado apenas unos meses antes de nuestra llegada.
La tarde del 4 de febrero, al día siguiente de que Roosevelt llegara al Livadia, Stalin se presentó en una visita informal. No hubo tiempo para avisar a Churchill, quien estaba en sus cuarteles en la Villa Vorontsov, a kilómetros de distancia, o para convocar el cuerpo principal de fotógrafos del ejército norteamericano, alojados a bordo del “USS Catoctin” –la primera nave norteamericana en ingresar al mar Negro desde la Revolución Rusa, que funcionaba como enlace de comunicaciones con Washington–, anclado en Sebastopol, a 120 kilómetros.
Apenas recibí la noticia, bajé corriendo con mi Speed Graphic, justo a tiempo para fotografiar al presidente conversando con Stalin en una pequeña antesala pegada al hall de entrada. Estaban sentados en un sillón de plush, con una mesa tendida delante de ellos. El intérprete de Stalin, Pavlov, estaba sentado a un lado, tomando notas y traduciendo.
El encuentro fue cordial y consistió mayormente en una bienvenida a Yalta de parte de Stalin, para asegurarse de que el presidente se encontrara cómodamente instalado. Como se acercaba la hora del cóctel, el presidente repitió un ritual que solía llevar adelante en la Casa Blanca: preparar un par de martinis secos. Al alcanzarle su vaso a Stalin, se disculpó explicándole que un buen martini en rigor de verdad debe llevar un poco de limón. A las seis de la mañana del día siguiente, cuando bajé al hall de entrada, me sorprendió ver, ubicado justo ante la puerta de la antesala, un enorme limonero –llegué a contar unos 200 limones colgando de sus ramas– que Stalin había mandado traer de su Georgia natal para que el presidente pudiera servir sus martinis con su twist de limón.
La primera reunión plenaria de la Conferencia de Yalta fue convocada después de una llamada informal de Stalin a Roosevelt. Para entonces ya habían llegado los contingentes completos de fotógrafos oficiales norteamericanos, británicos y rusos. Había 16 fotógrafos y dos camarógrafos del ejército norteamericano, dos fotógrafos británicos, y al menos treinta rusos; no había fotógrafos de la prensa civil.
El hall de entrada principal del palacio Livadia estaba atestado; sacar fotos era difícil. Aunque casi todos los presentes me superaban en rango, los convoqué a una reunión recurriendo a un intérprete ruso llamado Mike. Todo lo que habíamos hecho hasta el momento era fotografiarnos mutuamente las espaldas. La única solución era reducir el número de fotógrafos. Después de alguna discusión, los rusos accedieron a recortar su contingente a un fotógrafo y dos camarógrafos, siempre y cuando los norteamericanos hicieran lo mismo. Para mi sorpresa, todos estuvieron de acuerdo. Como el presidente Roosevelt me había pedido que cubriera la conferencia, fui el único fotógrafo norteamericano que la registró el resto del tiempo que permanecimos allí.
Esa noche, Roosevelt fue el anfitrión de una cena para Churchill y Stalin y el personal inmediato de ambos, incluyendo a mi padre. Cuando fotografié a los invitados alrededor de la mesa, un asiento en un extremo se encontraba vacío porque el intérprete de Churchill, el mayor A.H. Birse, aún no se había sentado. Esta foto fue publicada a página completa en la revista Paris-Match con el epígrafe “La silla vacía fue la del general De Gaulle”, reflejando la amargura francesa por su exclusión de las deliberaciones de Yalta.
En el palacio de Livadia abundó el caviar de beluga. De hecho, la entrada del desayuno consistió a diario en un plato rebosante de salsa de caviar para cada invitado, seguido por arenque, pan, fruta y té. El menú jamás varió. Yo extrañaba el jugo de naranjas, los huevos fritos, las tostadas y el café, y sabía que la comitiva del presidente incluía a los chicos filipinos que servían a bordo del yate presidencial, el “Potomac”. Y descubrí que habían traído con ellos comida suficiente para alimentar a toda la delegación norteamericana de 258 personas y que contaban entre sus provisiones con canastas repletas de huevos frescos.
Cuando las conferencias entraban en sesión, yo era libre de fotografiar el palacio y los jardines. En una ocasión, Anna Boettiger, Kathy Harriman y yo dimos un paseo a través de los campos y hasta la ciudad de Yalta. Fuimos seguidos a veinte pasos por un soldado ruso. En el camino nos encontramos con un niño de unos cuatro años. Nos detuvimos para hablar con él. Anna le ofreció una barra de chocolate Hershey, que el niño aceptó. En ese momento, el soldado ruso apuró su paso hasta nosotros, arrancó la barra de chocolate de las manos del niño y forzó a Anna a tomarla de vuelta, diciéndonos: “¡Los niños rusos no necesitan comida!”. Nuestras protestas fueron en vano, y el niño corrió a su casa aterrorizado y con las manos vacías.
La última sesión plenaria de la Conferencia de Yalta se llevó a cabo el 11 de febrero, y Steve Early programó una sesión de fotos para esa tarde, en el patio del palacio. Se esparcieron alfombras orientales por los que habían sido los jardines, y se dispusieron tres sillas frente al pozo para Roosevelt, Churchill y Stalin. Corría una especie de euforia entre los miembros de las tres delegaciones, por lo que había sido logrado durante la conferencia. Sus rostros reflejaban el alivio tras la semana de agitadas negociaciones, y hubo risas y una atmósfera distendida. Los tres diplomáticos más importantes tomaron sus lugares tal como les fue solicitado, pero los otros no se corrieron del medio, como yo esperaba que lo hicieran. No importaba realmente porque cada una de las personas presentes había hecho una contribución importante a las discusiones.
Mientras tomaba una foto de Stalin y Molotov bajo la galería, Stalin me hizo señas para que me aproximara. Sonrió y estrechó mi mano, y me preguntó qué había estado haciendo desde la última vez que nos habíamos visto. Molotov fue nuestro intérprete. Le dije que acababa de regresar de filmar el frente alemán.
“¿Cuáles son sus planes ahora?”, preguntó.
“Quiero ser el primer fotógrafo americano en Berlín, pero parece improbable, dado que sus tropas están en las afueras de la ciudad y estamos a 190 kilómetros de distancia.” “¿Qué le parecería integrarse al Ejército Rojo?”, me dijo.
“De esa manera podría ser el primer norteamericano en filmar la caída de Berlín”.
La propuesta me quitó el aliento. Sin pensar, solté abruptamente: “¿Usted podría arreglar eso?”, olvidando por un momento que él podía disponer cualquier cosa dentro de la órbita soviética.
“Si usted puede arreglarlo en su frente, yo lo haré en el nuestro”, dijo Stalin.
Le agradecí, le di la mano a él y a Molotov, y luego corrí por el pasillo del Livadia, encontrándome con el general Marshall por el camino. Le conté de mi conversación con Stalin y le pregunté si él podía hacer los arreglos necesarios para que me pusieran en misión temporaria con el ejército ruso, de manera tal de poder filmar la caída de Berlín.
“Sí –dijo–, puedo arreglar eso.”
Entonces me dirigí volando, emocionado, hasta la habitación de mi padre que guardaba cama, enfermo, y le conté de mis conversaciones con Stalin y con el general Marshall.
“No podés ir”, me dijo con sequedad.
“¿Qué querés decir? ¡Está todo arreglado! ¡Esta va a ser la historia más grande de toda la guerra!”
“Quiero decir que no podés ir. Pensalo. Si fueras asignado al ejército ruso, jamás te dejarían acercarte al frente. Incluso si llegaras al frente, no te dejarían tomar fotos. Y si fueras suficientemente inteligente como para tomarlas, nunca las dejarían salir del país. Vas a ir a Berlín con el ejército norteamericano.”
No pude persuadirlo. Estaba inflexible, y yo tenía que admitir que él conocía a los rusos mejor que yo.
“¿Qué le voy a decir a Marshall? ¿Qué le diré a Stalin?”
“Ese es tu problema,” dijo.
Desilusionado, fui a ver al general Marshall en su habitación y le dije lo que mi padre había dicho y que retire mi solicitud para una misión temporaria con los rusos. Luego me dirigí a Stalin y le dije que no podría ir, pero que le agradecía la oferta.
Stalin apenas se encogió de hombros.
No mucho después, abordamos un viejo y lujoso tren –papá durmió en la habitación del zar– y cuando desperté a la mañana siguiente ya nos encontrábamos en el campo aéreo de Saki.
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