CINE > YASUZO MASUMURA, EL MAESTRO OCULTO
En una industria japonesa que había llegado a censurar terminantemente los besos en la pantalla, un director desconocido irrumpió en 1957 con una idea en la cabeza (“destruir el cine japonés mainstream”) y una película llamada, precisamente, Besos. Repudiado, discutido, admirado, imitado y finalmente reivindicado, Yasuzo Masumura agitó las aguas de un modo tal que dio origen a la nueva ola del cine japonés. Ahora, el cine de este maestro secreto debuena parte de los directores nipones tan apreciados en Buenos Aires, llega a nuestras costas en un ciclo que hace honor a una obra que abarca el amor, la literatura y la yakuza.
› Por Mariano Kairuz
Cada vez que un “maestro desconocido” del cine japonés aterriza en forma de retrospectiva en alguno de los puntos de encuentro de la cinefilia porteña, obliga a los interesados a pensar, de vuelta, en continuidades y tradiciones, en disrupciones e incluso en pequeñas revoluciones. En si el autor hasta ahora desconocido reconoce alguna filiación con los viejos nombres que sí resuenan por estas costas (un Kurosawa, un Mizoguchi, un Ozu), si tiene algo que ver con los delirios de Imamura, o si se acerca, en una de ésas, a las vertientes ultracontemporáneas de Kiyoshi Kurosawa o las salvajadas de Takashi Miike. Esto se debe a que en la actualidad casi no llega cine japonés al circuito comercial, y a que históricamente el que sí llegó lo hizo de manera discontinua y un poco aleatoria. Así están las cosas, y el título del ciclo de once películas de Yasuzo Masumura, todas inéditas en la Argentina (y en buena parte del mundo) es, bastante sugestivamente,”Descubrir a un rebelde” y lo primero que se indica sobre este director es que se trata de una “figura fundante de la nueva ola” del cine nipón de los ‘60. Una definición sobre la que parece haber acuerdo entre expertos en cine oriental y los testimonios de algunos cineastas importantes que estuvieron allí, la vieron cuando rompía contra las pantallas del cine, para muchos decadente de su país, y se montaron sobre esa misma ola poco después, cada uno a su manera. Con Masumura vuelve a plantearse el tema de las tradiciones y las rupturas en el cine nipón y desde acá –desde el virtual desconocimiento de su obra y las dificultades para reconstruir el contexto de su aparición– vuelve a complicarse la tarea de distinguir qué implicancias tendría exactamente eso de haber sido uno de los pioneros de la Nouvelle Vague de ojos rasgados, etiqueta que fue resistida por muchos de los mismos nuevaoleros. Pero con sólo ver su primera película, la encantadora, melancólica y encandilante Besos, de 1957, una cosa queda clara, y es que Yasuzo Masumura fue desde el principio un director definitivamente moderno.
Súbanse a mi moto
Entusiasmado ante su descubrimiento tardío de Masumura, el crítico norteamericano Jonathan Rosenbaum encontró unas páginas en un viejo número de la Cahiers du Cinéma que le permitieron reconstruir, más o menos, la biografía del director: nació en 1924 en Kofu, isla Honshu, empezó a ir al cine desde muy chico (gracias a una amistad ganada en el jardín de infantes, la del hijo del propietario de una sala), filmó su primera película como director a los treinta y tres años, y no se detuvo más. Fue uno de esos directores prolíficos a la japonesa, con unos 58 largometrajes, realizados entre 1957 y 1982. A pesar de su precoz cinefilia, del descubrimiento adolescente de Renoir y Kurosawa, al terminar la Segunda Guerra saltó, en la Universidad de Tokio, entre las carreras de Abogacía y Filosofía; entre una y otra consiguió trabajo en la Daiaiei (uno de los símbolos del viejo sistema de estudios cinematográficos) y, una vez graduado (con una tesis sobre Kierkegaard, aparentemente), fue aceptado en el Centro Sperimentale de cinematografía de Roma, donde, se dice, tuvo como maestros a personajes tales como Antonioni, Fellini y Visconti. Volvió al Sol Naciente en 1953, con un programa: “Destruir el cine japonés mainstream”, un cine, argumentaba, demasiado atado a la tradición literaria nacional, que anulaba la expresión de la personalidad individual y sometía a todos sus personajes a “un ser colectivo”. A pesar de lo cual regresó a la Daiaiei, donde fue asistente de Mizoguchi. Fue dentro del estudio, también, que filmó Besos.
Los estudios, temerosos ante el avance de la televisión, decidieron que era hora de escuchar a los más jóvenes, tipos capaces de pronunciar herejías tales como que el cine de Mizoguchi era demasiado teatral, queOzu tenía fecha de vencimiento, que el cine tradicional ya no tenía nada que ver con la vida japonesa. Sin embargo, Masumura no volvió de Italia con la intención de crear un neorrealismo oriental, ya que, según escribió él mismo en un ensayo, el realismo ponía demasiado énfasis en las presiones sociales, acorralando a sus personajes y condenándolos al aplastamiento y la resignación. “Mi objetivo –escribió Masumura– es crear un retrato exagerado, mostrando sólo las ideas y las pasiones de los seres humanos... En la sociedad japonesa, que es una sociedad esencialmente regimentada, la libertad y el individuo no existen. El tema del cine japonés es la emoción de los japoneses, que no tienen más alternativa que vivir bajo las normas de esa sociedad. El cine no ha tenido más alternativa que la de continuar retratando las actitudes y las luchas internas de la gente que se ve oprimida por complejas relaciones sociales y la derrota de la libertad humana... Pero tras conocer Europa durante dos años, quiero retratar el tipo de gente fuerte y hermosamente vital que conocí allí, incluso si en Japón esto no es nada más que una idea.”
Encendido romance entre un chico y una chica que se conocen en la prisión en la que están encerrados sus respectivos padres (el de él es un preso político; el de ella robó dinero para pagar la hospitalización de su esposa), Besos irrumpió con ese espíritu renovador, un ímpetu narrativo imbatible que buscaba rescatar a sus personajes y sus pulsiones más potentes. Impulsivamente, él ayuda con algo de dinero a la chica, a la que acaba de ver por primera vez en su vida. Ella se obstina en agradecer el favor, él se resiste agresivamente; terminan pasando la tarde juntos: comparten una apuesta en una carrera de bicicletas, un rato en la playa, un viaje en moto. Estas imágenes en movimiento motivaron las palabras con que Nagisa Oshima, futuro director de El imperio de los sentidos, proclamó a Masumura como el gran pionero de la nueva ola, en un ensayo de 1958 titulado ¿Es esto un descubrimiento? (Los modernistas del film japonés): “Con esa cámara inquieta que filma a los jóvenes amantes en moto, sentí que la ola de una nueva era ya no podría ser ignorada por nadie, y que una fuerza poderosa e irresistible había desembarcado en el cine japonés”.
Según el historiador Tadao Sato, la crítica de su país recibió a Besos con indiferencia en su estreno, debido a su presunta similitud con otros films juveniles japoneses de la época. Se equivocaban, dice Sato: este protagonista no era “un héroe de modales amables, ni romántico, ni especialmente apuesto, sino más bien audaz y perpetuamente enojado. No fue la primera versión japonesa del joven enojado, pero fue el más significativo porque era un chico pobre proveniente de las masas (...) que les da una salida a sus frustraciones a través de la acción exclusivamente, no por la vía de un languidecimiento melancólico o un efecto sentimental, ya que lo último que busca es simpatía. Los adultos que no lo comprenden son caricaturizados por el director que está anunciando su deseo de hacer nuevas películas con y para la generación más joven”.
Vital y provocativa (según Rosenbaum, el título mismo, en un país donde la censura prohibió mostrar besos en pantalla hasta después de la Segunda Guerra, puede haber constituido toda una provocación en sí), Besos es pura velocidad y rabiosa subjetividad, con un final que oscila entre una ligera tristeza y la esperanza de algún cambio, y su virtual triunfo como historia romántica.
Fuga del destino
Besos anunció el recambio generacional y lanzó una carrera absolutamente ecléctica, que recorrería distintos géneros con la misma energía. Una de las películas más notables del ciclo es Con miedo a morir, film de yakuza (mafia japonesa) que, a su manera, escapa a la fórmula con que, por esosaños, los estudios despacharon a mansalva ejemplares del género. Para Sato, la popularidad del cine de yakuzas fue resultado de las traumáticas experiencias de quienes migraban de las provincias a la gran ciudad, dejando atrás familia y amigos, y se identificaban entonces “con el héroe de la yakuza, un huérfano en el universo”. A su vez, el auge del género sólo se extendió por algo más de una década, hasta mediados de los ‘70, debido a que, se dice, sus “héroes” –a diferencia de los gangsters norteamericanos– eran “modelos de sumisión, que mostraban el sacrificio del deseo individual en nombre del grupo”. Nada más alejado de las intenciones de Masumura, que en Con miedo a morir presenta a un matón que acaba de salir de prisión, no demasiado convencido de querer ocupar finalmente el lugar de su padre, líder mafioso local, y con miedo, por supuesto, a ser acribillado por sus enemigos. Encarnando a este hijo de la yakuza, con ese karma tan Michael Corleone –y una muy moderna campera de cuero negra– aparece el escritor Yukio Mishima. El “escritor misógino favorito de todos” (según el crítico Mark Peranson, a propósito justamente de esta película) no se atreve a dispararle a su chica, pero le surte unos cuantos golpes e intenta, por medios no muy nobles que digamos, hacerla abortar, “para su protección”. Llegado este momento, sólo parece estar confirmando una observación que ella le ha hecho antes: “Ustedes, los yakuzas, no pueden convertirse en seres humanos”. El, que no es el tipo más expresivo del planeta, sólo parece tener una respuesta: “¿Y qué otra cosa podría hacer, si es para esto que fui criado, y éste es el único mundo que conozco?”. Bastante tosco, pero enamorado al fin, Mishima se decide a fugarse de su propio destino, y la fatal resolución es narrada de manera desesperada, en una escena de aeropuerto que se parece un poco a esas pesadillas en las que uno corre y corre y no consigue avanzar, pero en el escenario más bien moderno de una escalera mecánica.
La gran bestia pop
Sus comentarios sociales conscientemente exacerbados (como en Gigantes y juguetes, su salvaje sátira sobre la sociedad de consumo y los medios de comunicación) le valieron a Masumura grandes confrontaciones con críticos de su época, que lo acusaban de “sacrificar toda realidad, emoción y atmósfera, en pos de esta conducta exagerada”. Todo ese realismo y esa atmósfera estaban sobrevaloradas, contestaba él. Y para exaltaciones masumurianas: la de La bestia ciega, la película que cierra el ciclo. Un escultor ciego secuestra a la modelo que lo tiene obsesionado para realizar su obra maestra; actúa guiado puramente por el instinto y un egoísmo absoluto, y es no obstante (o por esto mismo) recompensado: ella termina sacrificándose por él, por el arte y por el placer de sacrificarse en sí, en una escena de sadomasoquismo extremo ambientada en un set repleto de tetas gigantes. En otras palabras, un cine bestial hecho verdaderamente bajo el imperio de los sentidos.
El film más triste del ciclo probablemente sea La escuela de espías de Nakano, una de las películas con las que Masumura cargó contra el pasado militar de su país, y en la que sí condenó a su protagonista a la fatalidad que conscientemente había decidido esquivar: Miyoshi, un oficial graduado durante la Segunda Guerra, es reclutado por una escuela de espionaje, que termina por absorber la totalidad de su existencia. La prueba final para Miyoshi consistirá en eliminar a su prometida. (Las mujeres no la pasan muy bien que digamos en el cine de Masumura, pero son personajes de una enorme determinación, y ésta no es la excepción.)
El historiador Donald Richie señala la ironía de que este adalid de “una nueva libertad cinematográfica”, propulsor de un nuevo, furibundo “yo” para el cine japonés, nunca se rebelara contra las limitaciones que le imponía la compañía para la que siguió trabajando por años, incluso cuando sus compañeros generacionales ya se habían dado por expulsados de losestudios y habían formado sus propias productoras. Masumura fue “el último de los grandes directores en la nómina de pagos de Daiaiei”, lo cual seguro que no fue bien visto por el resto de los nuevaoleros. No tenía control sobre su material, así que “de los alrededor de sesenta films que hizo, sólo un puñado fueron los que él quería hacer”, dice Richie.
Tras trabajar cerca de una década en la televisión, a fines de 1986, Yasuzo Masumura, acaso el libertador secreto del cine japonés, murió de una hemorragia cerebral.
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