CINE > LAS DOS PELíCULAS EXóTICAS DE FRITZ LANG
A fines de los ’50, cuando llevaba más de veinte años filmando en Hollywood, Fritz Lang recibió una invitación que lo devolvería a Europa y a sus inicios: retomar un proyecto de su juventud y filmar dos películas exóticas en todo sentido; en clave de serial de aventuras y ambientadas en la India, El tigre de Eschnapur y La tumba hindú son dos rarezas dignas de ser visitadas.
› Por Mariano Kairuz
Es el gran enigma de la filmografía de Fritz Lang, y a su vez, en perspectiva, el movimiento perfecto e inevitable con que comenzó a cerrar su obra. ¿Por qué iba Lang a lanzarse de cabeza, en las postrimerías de su carrera, sobre dos películas como El tigre de Eschnapur y La tumba hindú? ¿Cómo es que el tipo que prácticamente inventó el cine distópico con Metrópolis en los años ‘20, el autor de M, el vampiro negro y de una de las más célebres sagas anticipatorias del nazismo (la del Dr. Mabuse) abandonó, a los casi 70 años de edad, la oscuridad a la que se había consagrado a lo largo de sus dos décadas de exilio en el cine norteamericano –la oscuridad de films como Los verdugos también mueren, Sólo se vive dos veces, Los sobornados–, y se zambulló en la realización de un díptico fastuoso, “exótico” y abundante en colores, animales (tigres, elefantes, monos), enormes ambientes de marfil, conspiraciones palaciegas y heroísmo?
Ocurre que El tigre... y La tumba... no sólo devolvieron al cine el espíritu de los viejos seriales de aventuras de los años ‘30 (con un final del tipo cliffhanger, es decir, suspendiendo a los héroes en pleno peligro de muerte, entre una y otra), sino que además significaron para Lang, en 1959, la concreción de un sueño que llevaba cuatro décadas.
Entre las dos componen una única película de casi tres horas y media, cuya historia ya había sido narrada dos veces por el cine, en 1921 y en 1938. El guión de la primera versión había sido confeccionado a partir de un encargo que un productor alemán llamado Joe May les hizo a Lang y a Thea von Harbou (la mujer del director, y guionista de sus films alemanes) con el objetivo de adaptar un relato escrito por ella. La idea de May era que Lang la dirigiera, pero, según contaría varios años después el propio Fritz al periodista y cineasta Peter Bogdanovich en una extensa y apasionante entrevista (recopilada en el libro Who the Devil Directed It?), una vez que terminaron de escribir, May leyó el guión, se los pasó a su esposa y a su hija para que lo leyeran, volvió a los guionistas exclamando: “¡Esto es fantástico, maravilloso, maravilloso!” y, acto seguido, le retiró el proyecto a la pareja para dirigirlo él mismo, bajo el argumento de que se trataba de una película costosísima y que ningún banco querría poner el dinero necesario en manos de un director tan joven como Lang. “Era mentira”, aseguraría años después Lang. “May estaba convencido de que la película sería un éxito enorme, por eso quiso hacerla él mismo” (May no se equivocaba). Esto ocurrió en 1921; Lang, que todavía no era nadie en la industria, creyó que su carrera estaba acabada. 36 años más tarde –cuando ya llevaba más de veinte años en Norteamérica, adonde había llegado escapando, por supuesto, del nazismo–, Lang recibió en Washington un cable procedente de Alemania en el que le preguntaban, sucintamente: “¿No querría usted filmar The Indian Tomb para mí?”. “Y –se respondió Lang– como uno debe terminar las películas que empieza, dije: ‘Sí, voy a intentarlo’.”
Con El tigre... se propuso recuperar los conceptos de los guiones originales que, según el director, sus versiones anteriores no habían comprendido: “El tigre... debía su nombre a que el Maharajá era el Tigre de Eschnapur, y La tumba... se llamaba así porque el héroe era un arquitecto alemán a quien el Maharajá quería hacerle construir un sepulcro para enterrar viva a su esposa, quien lo había traicionado con un oficial inglés”. En el centro de todo el asunto hay un triángulo amoroso: el que conforman el Chandra (el Tigre-Maharajá en cuestión), el arquitecto Harald Berger (el suizo Paul Hubschmid, presuntamente el Rock Hudson europeo) y la exótica bailarina Seetha (Debra Pager). El arquitecto Berger llega a Eschnapur (o Bengala, dependiendo de la traducción) para realizar “unas obras” nada menores para Maharajá, y junto a Seetha –a quien rescata hábilmente de otro tigre, un hermoso ejemplar que parece pintado a mano– descubren que las raíces de ella probablemente sean europeas y para nada hindúes (algo que ya queda claro en los duros rasgos y los hipnóticos ojos claros de la Paget). Se discutió alguna vez si se trataba de una película racista: en la emocionante secuencia protagonizada por el faquir de la corte, le recomiendan a ese occidental obtuso de Berger que no se preocupe tanto por la suerte de personas “inferiores”, tales como la sierva de Seetha. También puede que Von Harbou, cuya fascinación por la India era conocida, sólo buscara explotar el esplendor visual de aquel mundo. Una cosa está clara y es que la versión de Lang lanza sobre la pantalla una descarga de erotismo que no debe haber sido poca cosa en su época: la danza ejecutada por una Seetha casi desnuda, como poseída, frente a una mortífera cobra y ante la enorme figura de piedra de una diosa de tetas descomunales, parece explicar por qué tanta intriga y cómo es que el Maharajá está tan loco como para arriesgar su reinado por una veinteañera sinuosa. Le guste a uno o no la Paget, que a estas alturas ya había hecho de hija de Cleopatra, había actuado con Elvis y con Marilyn y que en poco tiempo más filmaría dos de las gloriosas adaptaciones de Edgar A. Poe para Roger Corman, se casaría con un millonario chino y se retiraría para siempre del cine.
A todo esto, Lang no había vuelto a poner un pie en Alemania desde su partida en los años ‘30 (excepto por una escala en un viaje justamente a la India para filmar la historia del Taj Majal, un proyecto que nunca se concretó), así que la convocatoria, hecha por el productor alemán Artur Brauner, no podría haber sido más significativa. (Aquella brevísima experiencia en Düsseldorf le había dejado a Lang un regusto amargo: coincidió con la muerte de Brecht, y tuvo un altercado con la policía del aeropuerto que lo llevó a exclamar algo así como “¿qué, todavía estamos en tiempos de Hitler?”). Poco más tarde haría allí su última película, Los mil ojos del Doctor Mabuse. Es que, habrá pensado, uno debe cerrar las obras magnas que ha echado a andar por el mundo.
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