TESTIMONIOS > EL SóTANO DONDE SOBREVIVIERON MáS DE TREINTA JUDíOS DURANTE UN AñO
Gisela Gleis tenía 22 años cuando escapó junto a su familia del gueto de Stanislawow, en la Galicia polaca, región que alguna vez fue centro de la vida judía europea. Era 1943, los nazis habían invadido Polonia y Gisela permaneció oculta casi hasta el final de la guerra en el sótano de un amigo católico. Pocos años después, emigró a la Argentina, donde murió hace cuatro años. Pero antes les habló de ese terrible encierro a Roberto Raschela y Mariano Fiszman, que editaron el relato en el libro La historia que nunca les conté: una historia de supervivencia y juventud perdida y de cómo una prisión puede ser la salvación.
› Por Sergio Kiernan
Hay cosas que una chiquilina de veinte no debería saber. Por ejemplo, que “el olor de las personas que van a morir no es el olor de los que van a visitar a un pariente”. ¿Cómo se termina conociendo el olor de los que van a morir? La Segunda Guerra Mundial fue la gran escuela para estas cosas, en especial para una veinteañera judía en la Polonia ocupada.
Gisela Gleis murió hace cuatro años en Buenos Aires, con más de ochenta años y una historia que alcanzó a contar completa después de una vida de silencios, de pedacitos que salían al pasar. Lo que Gisela tenía adentro era el Holocausto en el oriente polaco, el de los fusilamientos en los bosques, los trenes a Auschwitz, el gueto que se achica encerrando a sus prisioneros. La salida para la jovencita fue un amigo de su novio, un polaco católico que se jugó la vida ocultándolos un año y medio en el sótano de su casa, hasta que el ejército rojo volvió empujando a los nazis.
La historia empieza en Stanislawow, en la Galicia polaca, la región que tanto pasó de manos y era uno de los centros más nutridos de la vida judía europea. La familia Gleis era de las prósperas: Isaac era dueño de un molino harinero, Rosa cuidaba la familia. Gisela nació el 12 de julio de 1919 y tenía semanas cuando los ucranianos invadieron y tomaron Galicia, en una de las movidas militares que marcaron la agonía y disolución del imperio austrohúngaro, el achicamiento de la Alemania imperial y el nacimiento, armas en la mano, de Polonia. Cuando la beba tenía meses, el mariscal Pilsudski formó un ejército, liberó Galicia y hasta invadió Ucrania, lo que lo transformó en héroe nacional y en 1926 lo llevó al poder en un golpe de Estado.
La infancia de Gisela aparece tangencialmente en su relato como feliz, aunque puntuada por el antisemitismo polaco. Las dos grandes figuras son sus hermanos Alter y Avrumchu; la gran historia, el servicio militar de su padre en el ejército imperial, que lo termina llevando a vivir la Revolución Rusa como prisionero de guerra. Para cuando Gisela termina el secundario, en 1937, Hitler lleva cuatro años en el poder, ya ocupó la zona militarizada de Renania, en la frontera francesa, y tiene el rearme al máximo de revoluciones. La adolescente, como absolutamente todo el mundo, sabe que en el horizonte hay una guerra.
Y es 1939 el año de las desgracias para los Gleis. En abril, Hitler declara nulo el pacto de no agresión con Polonia. El 12 de julio, mientras festejan los veinte años de Gisela, se incendia el molino de la familia y pierden todo. El primero de septiembre, Hitler invade Polonia, comienza la guerra y los Gleis se encuentran bajo ocupación soviética, arreglada en secreto en el pacto Ribbentrop-Molotov. Nada saben de Alter, flamante recluta en el ejército polaco.
Los Gleis se encuentran en la ruina: por la guerra, la aseguradora se niega a pagar, y de todos modos en noviembre los soviéticos extienden su sistema económico a la zona ocupada y declaran todos los bienes de producción (y del Estado polaco) propiedad pública. Gisela pasa 1940 trabajando por primera vez: es secretaria y ayudante contable en el hotel local. Un día, su hermano le presenta a un amigo que viene de trabajar en un gasoducto en Dombas, Ucrania. Max Saginur será el amor de su vida, consumado de un modo extraño en medio de la mayor violencia posible y continuado en una tierra lejana, apenas un nombre en el mapa.
Este año y medio de equilibrio se acaba cuando el 22 de junio Hitler invade la URSS, campaña que empieza en Polonia. Stanislawow es bombardeada durante dos semanas hasta que en agosto la toma la Wehrmacht. De inmediato comienzan las matanzas: de prisioneros de guerra, de funcionarios soviéticos, de comisarios y, a partir de septiembre, de judíos, a bala y en los bosques vecinos. Los nazis crean una policía judía, de gorra negra, y en noviembre arrean a toda la comunidad al gueto recién creado. “Nosotros estábamos en la misma casa de toda la vida,” rememora Gisela, “pero de repente estábamos adentro del gueto. Una casita de tres piezas, con luz eléctrica, en la calle Hoovera. La gente llegaba apurada buscando un lugar. Había que ubicarse. Todos iban de aquí para allá con paquetes, valijas, camas, maderas, un acolchado, un reloj, una mesa, libros, cosas sin valor. Lo importante era tener algo propio que llevar, no irse sin nada. Y allí se concentraron de todos los pueblitos de los alrededores, de Sniatyn, de Klomyia, de todos. Cincuenta mil, o más. En la entrada había una barrera de tren roja y blanca, y un centinela. Allí todos los días había razzias y la primera de todas era la policía judía. A veces iban por las buenas y trataban de convencernos: ‘no se rebelen, vayan donde dicen que van’. Ya sabíamos, era para matarnos. Si venían por la fuerza, traían un hacha o un palo. Y después llegaba un polaco o un ucraniano con una pistola. Ultimamente, los alemanes, con ametralladoras y granadas de mano. A ellos había que entregarles las pieles, las últimas cosas de valor que nos quedaban, bicicletas, abrigos, vajilla, lámparas. De cada propiedad que les dábamos entregaban un recibo con detalles.”
En enero de 1942, el padre de Gisela es detenido por la SS y torturado por tres días. Salva la vida, pero queda lisiado. Un par de meses más tarde, la epidemia de cólera que recorre el gueto le llega a Gisela. En mayo, comienza el reclutamiento forzoso y las deportaciones. Max descubre que primero se van a llevar a los solteros y toma una decisión drástica: el 25 de mayo se casa con Gisela, una novia pálida y de ojos febriles, después de horas de cola en el saturado e improvisado registro civil del gueto.
Esta vida miserable empeora porque los nazis –y la policía judía, y los polacos y ucranianos de los batallones de trabajo– aumentan la degradación y la violencia. La prisión urbana de los judíos se va achicando y los Gleis deciden huir. Se fugan del gueto y pasan diez días escondidos en casa de Staszek, un amigo católico de Max que vive con su madre y su hermana en una casa con jardín. Esta vez vuelven al gueto, para descubrir que la SS mató a la hermana de Max, al marido y sus dos hijas de 3 y 4 años, y a la beba recién nacida de Alter, el hermano de Gisela, y a su mujer Wanda.
Para febrero de 1943, la cosa empeora tanto que Gisela, Max, Alter y Wanda escapan del gueto y se esconden en el sótano de Staszek. Justo a tiempo: los nazis ya empiezan a percibir que perderán la guerra y en marzo liquidan el gueto. La vida de Gisela pasa a ser la de un animal perseguido, escondido y en silencio por el permanente terror a ser descubierto. El sótano se va llenando de parias, hasta que son 32 los refugiados. Uno de los escondidos, Max Feuer, que “pasa” por polaco, cada noche se desliza hacia los bosques vestido de campesino y con una gran cruz al pecho, buscando a los que vagan hambreados entre los árboles. Con un par de palas y una única lamparita, se organizan equipos para cavar, creando pequeños ambientes en los laterales y bajando hasta una napa superficial que les provee de agua corriente y de un baño. Es una vida escuálida, reflejada en la carita de un niño enmudecido por el espanto, que presta su carrito para que cada noche Max saque la tierra al jardín “que va subiendo en altura”.
Cuando entró al sótano, Gisela era una chica vivaz de 22 años, con grandes ojos y sociable. La pasividad y el silencio comienzan a corroerla, el quiebre viene cuando queda embarazada y su bebé muere antes de nacer. Gisela casi se muere ella misma y sólo se salva porque uno de sus compañeros de encierro, el dentista Mundek, con las manos desinfectadas con vodka y untadas con aceite de cocina, le baja la placenta. En el relato que grabaron y editaron Roberto Raschela y Mariano Fiszman, se percibe que ése fue el fondo de lo imaginable para Gisela.
“No se debe dejar de pensar nunca, no se puede dejar de pensar, hasta el último momento”, recuerda Gisela que pensó entonces. El sótano es prisión y a la vez salvación. Como cuando habla de la llegada de los otros refugiados: “Para ellos el sótano es más que la libertad. Es Dios, que existe, Dios que los escuchó y los acompaña. El Dios del amor puro y el Dios que permite todos los males, la crueldad, la muerte”. Para animar a su joven esposa, Max le dibuja en un papelito una máquina de cavar: “¿Con qué funciona, Max? Esta podría funcionar con ruegos de judíos desesperados o con canciones”, le contesta Gisela.
La existencia de terror y pasividad, puntuada por los allanamientos de los nazis –en uno golpean seriamente a Staszek– termina el 27 de julio de 1944, cuando los nazis se retiran de Stanislawow. Los escondidos esperan antes de salir, no sea cosa que los rusos se retiren, como ocurrió en otros pueblos, y los nazis vuelvan a fusilar a todos los sobrevivientes. Sólo el 30 de julio vuelven a ver la luz, pálidos y debilitados. En mayo de 1945, con la guerra terminada, Max y Gisela comienzan su camino hacia el oeste. Katowice, Bitom, Valdemburg, Cracovia, evitando Varsovia, arrasada hasta los cimientos por orden de Hitler. En 1946, la pareja cruza a Badreichenhald, en Alemania, en busca de un médico que opere la garganta infectada de Gisela. En ese pueblo se cruzan con Avrumchu, al que no veían desde 1940 y que de alguna manera sobrevivió a la guerra. Para diciembre, hartos de Europa, viajan a París para intentar llegar a Sudamérica.
Lo que sigue es la habitual historia de pequeñas humillaciones con que Argentina participó en el esfuerzo de posguerra, del lado del Eje. Max y Gisela viajan de Marsella a Río de Janeiro y, en septiembre de 1947, vuelan a Asunción. Días después, en una lancha que contrabandea indeseables, entran a Argentina y llegan a Buenos Aires justo a tiempo para ver la segunda plaza del 17 de Octubre, con Perón en el balcón. En 1949, con la amnistía a ilegales, los Saginur sacan documentos y algún burócrata decide que el nombre Gisela no existe: la niña del gueto de Stanislawow queda registrada como Eugenia. En 1951 nace su hijo Jorge.
La coda de la historia es que en 1965 Max y Gisela logran encontrar a Staszek y lo invitan a Buenos Aires. El amigo polaco llega con su mujer y sus tres hijos, se queda seis meses y emigra a Estados Unidos. En 1968, Staszek es reconocido por Israel como un hombre justo y es invitado a plantar un árbol en el Yad Vashem.
Max muere en 1990. Staszek en 2000. Gisela en 2001. Su relato, La historia que nunca les conté”, acaba de publicarse en Norma.
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