NOTA DE TAPA
La edad (y por qué nadie se la señala al octogenario B.B. King). Su faceta de empresario (y sus secretos para negociar). Su coqueteo con la política (y su análisis de Irak). Las bandas que quisieron aniquilarlos (y quedaron en el camino). Los conciertos privados para millonarios (y sus propios millones). Las drogas (y las de Keith Richards). En pleno lanzamiento de A Bigger Bang, el nuevo disco de los Rolling Stones, el gran periodista de rock español Diego Manrique habló con Mick Jagger en Toronto y consiguió una de las entrevistas más jugosas que dio el cantante en los últimos tiempos.
Por Diego A. Manrique, desde Toronto
El pasado 2 de agosto, en el aeropuerto internacional de Toronto (Canadá), un avión de Air France se salió de la pista de aterrizaje por la izquierda y se incendió junto a una autopista. No hubo víctimas mortales, pero las pavorosas imágenes recorrieron el mundo. Los Rolling Stones estaban en Toronto y, cuando vieron el accidente, contuvieron la respiración: si el Airbus hubiera patinado hacia la derecha, se habría llevado por delante el hangar donde estaba montado el complejo escenario que usan en su actual gira. Días después del accidente, Mick Jagger todavía resopla cuando piensa en esa posibilidad.
“Podíamos reemplazarlo, pero nos habría obligado a suspender quizá la mitad de las fechas norteamericanas. Lo extraordinario es que allí viajaba un periodista francés que venía a entrevistarnos. Habría resultado un gran titular: Periodista musical impide gira Rolling Stones.” (Carcajada.)
¿Todavía cree que los periodistas musicales odian a su grupo?
–Pienso que han pasado por toda la gama de sentimientos que van desde el amor al odio. Durante los años del punk fuimos el objetivo a batir: éramos los dinosaurios. Pero los Sex Pistols se autodestruyeron enseguida y luego reaparecieron como un espectáculo de nostalgia, tocando las viejas canciones. Un poco vergonzoso, ¿no? Los Stones no salimos de gira si no tenemos repertorio nuevo.
Sana costumbre que en esta gira ha generado un disco poderoso, A Bigger Bang, sobre el que hablaremos más adelante. Estamos en un colegio de Toronto que los Stones han ocupado por entero durante tres semanas para poner a punto la gira. Son ensayos cerrados, sin espectadores; sólo tienen acceso los 13 músicos y cantantes que saldrán al escenario más los técnicos indispensables. Lo extraño es que hayan elegido Toronto, ciudad en la que los Rolling Stones sufrieron los momentos más bajos de su existencia.
A principios de 1977, la Real Policía Montada de Canadá se sacó el premio gordo, la captura soñada por las fuerzas del orden del mundo entero: pilló al guitarrista del grupo, Keith Richards, con 2 gramos de hachís, 5 gramos de cocaína y 22 gramos de heroína. Según la legislación canadiense, con tales cantidades se consideraba que el propietario tenía intención de traficar, un delito entonces castigado con una pena de entre siete años de cárcel y cadena perpetua. Preparándose para lo peor, Mick Jagger especuló con la posibilidad de que el grupo siguiera sin Keith Richards: “Lo esperaremos siete meses, pero no siete años”.
Encontrarlos acá resulta un poco extraño. Por lo menos para Keith, Toronto debe traer recuerdos muy amargos.
–No. Por entonces, Keith estaba tan ido que no creo que supiera si aquello ocurría en Toronto, Montreal o en Ottawa. Sólo sabía que lo habían detenido en Canadá; se quejaba de que los policías no llevaran su uniforme clásico de botas, pantalones de montar y casaca roja. (Risas.)
Hay una teoría que argumenta que el resto de los Stones quería que la policía agarrara a Keith para que parara antes de sufrir una sobredosis fatal.
–Eso es una visión muy retorcida. ¿En qué se basa?
Bueno, Keith era un hombre marcado: acababa de ser condenado por posesión en el Reino Unido, aunque sólo tuvo que pagar una multa. En el avión, se encerró en el baño durante tres horas. Su acompañante (Anita Pallenberg) fue atrapada entrando en Toronto con rastros de drogas. Y la pareja no tenía servicio de seguridad en las tres habitaciones de hotel que estaban a su nombre, una seguridad que al menos hubiera retrasado el registro.
–(Jagger parece transformarse en un abogado de película.) A lo primero, debe recordarse que los adictos hacen muchas estupideces. Son como los soldados veteranos: se resguardan en los agujeros, confiados en que nunca caen dos bombas en el mismo lugar. Segundo, los Stones no estábamos de gira, que es cuando existe una protección digamos que bastante impenetrable. Simplemente, habíamos venido aquí para grabar un lado de un disco doble en vivo (Love You Live) en un club de Toronto, el Mocambo.
Lo más asombroso es que Richards salió del trance con un llamado de atención y el compromiso de dar un concierto a beneficio de los ciegos de la provincia de Ontario. Fue una muestra suprema de la potencia de fuego de sus abogados y, sospechan algunos, de su capacidad para el chantaje. Cuando todavía no se sabía siquiera si Richards podría abandonar Canadá hasta la celebración del juicio, al circo de los Stones se unió Margaret Trudeau, la joven esposa del primer ministro, el extraordinario Pierre Trudeau. Una groupie de categoría, implicada en trances tan desagradables como cuidar de Richards, que se retorcía en su habitación ante la indiferencia del resto del grupo. Imaginen la escena: la primera dama atendiendo a un drogadicto con síndrome de abstinencia, en compañía de su guardaespaldas del servicio secreto.
¿Mantiene contacto con Margaret Trudeau?
–(Tuerce el gesto.) Era una mujer que estaba pasando por un momento terrible, igual que nosotros. Como Lady Di, no estaba preparada para el papel que otros diseñaron para ella: se convirtió en la esposa de Trudeau a los 22 años. Nos ayudamos mutuamente en aquellos días. Maggie se ha vuelto a casar, dirige una ONG y da conferencias. Y siempre que habla en público le preguntan por aquel episodio.
Para el “establishment” canadiense, la resolución del “caso Richards” fue humillante: interpretaron que una banda de rock se había burlado de la Justicia y de su primer ministro. ¿Los han perdonado?
–¡Esa es una pregunta que deberías dirigir a alguien del establishment! Canadá ha sido bueno con nosotros y hemos devuelto el favor. Hace un par de años, cuando Toronto estaba tocada por la epidemia del SARS, sin turismo y con la moral por el suelo, nos llamaron y nos prestamos a tocar. Fue en un parque y vino la mitad de la población a escucharnos. Como habrás podido comprobar, ha funcionado: está llena de turistas y ahora tienen un alcalde decente. Nos gusta Toronto. Es muy liberal y ¡muy barata!
Y es la ciudad del hombre que les organiza sus giras, Michael Cohl. ¿Qué esperan los Stones de un promotor?
–Que sea honrado. Cohl no vende aire: ha cumplido todos los acuerdos y con cada gira nos ofrece un trato económico mejor. Tiene una devoción inexplicable por (la vocalista canadiense) Céline Dion, pero de momento se lo perdonamos.
¿También se ocupa él de los patrocinadores o solicita su opinión?
–Oh, los patrocinadores siempre quieren negociar conmigo. Y me aprovecho de que se quedan mirándome con la boca abierta. (Risitas.) Los Stones hemos sido patrocinados por coches, perfumes, cervezas, telecomunicaciones, de todo. Y lo único que he aprendido es que es mejor tratar con empresas familiares. Los jefes de multinacionales viven aterrados por el miedo a perder su empleo si nosotros montamos algún escándalo.
En el tramo estadounidense de la gira, el patrocinador es Ameriquest Mortgage Company, proveedores de hipotecas. Curioso, ¿no?
–Realmente, no. Puedes ser un fanático del rock con una melena hasta el culo, pero también aspirarás a comprarte una casa o mudarte de departamento. Es una jugada inteligente por su parte el asociarse con nosotros. De todas formas, hay mucha exageración con los patrocinios: no te pagan demasiado; de hecho, ingresa más dinero por permitir usar una canción en una publicidad. Pero los patrocinadores sí invierten grandes cantidades en anunciar el acuerdo con nosotros; digamos que ellos venden la gira. Apabulla la logística de la gira. Para los ensayos, docenas de personas han ocupado íntegramente este edificio de Toronto, ahora redecorado con cortinajes negros y repleto de cajas metálicas. El ambiente es relajado y algunos acuden al comedor para el ritual del té de las cinco; un cartel escrito a mano avisa que “se dan masajes por un dólar, preguntar en el sótano”. Signo de los tiempos: en el actual cuartel general de los Stones no se puede fumar (la prohibición, claro, no se aplica a Keith y a sus petardos de marihuana jamaiquina). Durante los primeros días, los seguidores canadienses del grupo sitiaron el colegio, aunque terminaron renunciando a su vigilia; custodiando a los Stones están malas bestias como Brian Murphy, cuya prepotencia es leyenda en los círculos de fans. Pero los fans de Toronto no se rindieron; acudieron en masa a un concierto del bluesman Hubert Sumlin en el club Silver Dollar; dado que Keith Richards participó en el último disco de Sumlin, memorable guitarrista de Muddy Waters y Howlin’ Wolf, los fans confiaban en que al menos un stone apareciera a tocar. No tuvieron suerte. (Una semana después, los Stones ofrecen un concierto en un pequeño teatro, con entradas baratas, y todos felices.)
No van a ver a Hubert Sumlin, pero sí van al Ultra Club, una discoteca de moda. Explíquese.
–Es sencillo: no puedes aparecer en un lugar donde se te espera, no habría sido justo ni para Hubert ni para su público fijo. Por el contrario, si vas a un sitio como Ultra, la gente es cool y no te molesta. Yo necesito pasarme una noche bailando sin que nadie me interrumpa para contarme lo importantes que fueron los Stones en su vida.
Los Stones dan conciertos privados para grandes empresas o millonarios. ¿Cómo se sienten en esas ocasiones?
–Solíamos pedir que hubiera un taco de entradas para gente de la calle. Pero tampoco pasa nada si sólo van invitados; si alguien nos paga no sé cuántos millones de dólares para que toquemos en su fiesta de cumpleaños en Las Vegas, puedes asumir que vas a contar con un público dispuesto a divertirse.
¿Qué ha ocurrido para que, a estas alturas, les salga un disco tan feroz como A Bigger Bang?
–Hemos evitado la dispersión y los enfrentamientos. Nadie entra a grabar con mentalidad de pasarlo mal o de quedarse un año encerrado. Lo que decidimos fue limitar el número de personas en el estudio; buena parte de A Bigger Bang la hicimos entre tres o cuatro músicos con el ingeniero, sin asistentes. A menos personal, menos broncas. Además, Keith y yo hicimos los deberes: canciones casi terminadas, maquetas muy aprovechables. La tecnología permite ahora fundir el proceso de composición con el de grabación. Así que es un disco de rock tradicional hecho con métodos modernos.
La siguiente pregunta resulta estúpida, pero inevitable: ¿ésta es la última, la penúltima gira u otra más? Apenas ha pasado año y medio desde el cierre de la anterior, es como si quisieran aprovechar las energías crepusculares...
–No perdemos de vista el factor diversión, aunque luego resulte que todo se pone cuesta arriba y disfrutes poco. Más o menos, siempre hemos actuado cuando se nos dio la gana, con nuestro compromiso de reaparecer con canciones nuevas. Y la complejidad de poner este show en la carretera nos ralentiza, no podemos hacer como Bob Dylan, que sale con cuatro músicos y ya está. Seguiremos haciéndolo mientras estemos a gusto en el escenario. De todas formas, nadie le pregunta a B.B. King cuándo parará. Y ha cumplido 83 años.
Es cierto, pero King no tiene que correr de un extremo a otro del escenario...
–B.B. no actúa en estadios, donde hay que brindar un espectáculo a 70.000 personas. Con el debido respeto, él juega en otra liga.
Una vez que la gira comienza y se comprueba que la maquinaria funciona, ¿hay algo que diferencie una actuación de otra? Quiero decir: ¿hay margen para la emoción del momento?
–(Medita antes de responder.) Desde luego, no todos los públicos son iguales. Intentamos evitar el automatismo. Personalmente, yo extraigo gran placer de actuar en países que nunca hemos pisado. Espero, por ejemplo, que finalmente podamos tocar en China.
He encontrado un documento curioso de 1979, cuando intentaron por primera vez salir de gira por China. Es una propuesta oficial a la Embajada de la República Popular en Washington en la que los Stones se presentan como campeones de las masas proletarias, azote de la clase alta y no sé cuántas mentiras más...
–(Sonrisa mefistofélica.) Se lo encargamos a un periodista y cargó las tintas. ¡Pero era muy convincente! Lo que ocurrió es que me reuní con el embajador y no pude aguantar su hipocresía: un régimen que mató a 70 millones de sus ciudadanos por decisiones disparatadas de Mao y que me ponía objeciones a letras que tratan de sexo... ¡Por favor! Y todavía no sabía los resultados de las barbaridades que Mao puso en marcha, como el Gran Salto Adelante. ¿Has leído su última biografía? Es ésta; todos deberían conocerla.
Aparte del grueso tomo (Mao: The Unknown Story, de Jung Chang y Jon Halliday), sobre la mesa está su ordenador portátil, el último número de Vanity Fair y folios garabateados con cifras y notas crípticas. La conversación se desarrolla en una luminosa aula de Toronto reconvertida en camarín del cantante, con un microclima y una humedad perfectamente modulados. El bar de Mick consiste en una amplia selección de jugos y aguas minerales. El entrevistador está a punto de revertir al (reprimido) papel de fan maravillado y pedirle, por ejemplo, que autografíe la botella de Perrier que acaba de vaciar, como reliquia del encuentro.
Por España circula una exposición llamada The Rolling Stones. 40 años, con objetos de la colección de Jordi Tardà.
–¿Quién? (Se le explica: un fan fatal de los Rolling Stones.) ¿Qué tipo de objetos?
Cosas suyas, una tarjeta de crédito caducada. O una lata de cerveza que supuestamente tocó sus labios...
–(Risas.) No es ésa la inmortalidad que uno desearía. ¿De verdad que la gente paga dinero por ver en una vitrina una cerveza que yo bebí?
Bueno, era una exposición de entrada gratuita, en un centro cultural...
–(Sarcasmo.) ¿Eso se considera cultura en España?
A lo que iba es que, ahora, todo es susceptible de reciclaje, de aprovechamiento. Se va a estrenar en noviembre Stoned, una película sobre Brian Jones (fundador de los Stones, que falleció cuatro semanas después de ser expulsado del grupo). ¿Irá a verla?
–La tengo acá, me mandaron un DVD, pero todavía no tuve tiempo de verlo. (Se encoge de hombros.) Si nos negábamos a dar nuestra aprobación, habrían dicho que pretendíamos tapar algo. Supongo que sigue la teoría alternativa de que no se ahogó en un accidente en su piscina; es más excitante creer que lo mató uno de los albañiles que trabajaban en su casa. Con la lectura moralizante: la clase trabajadora se venga de un hippy rico. Eso les encanta en Inglaterra.
En verdad, creo que el odio a los Rolling Stones y sus amigos era entonces un sentimiento interclasista. En esos documentos de Scotland Yard que ahora se han hecho públicos los definen como “los desechos de la sociedad...”
–Exactamente dicen dregs: las heces que quedan en el fondo del vaso o la botella de vino. Se lo tomaron muy a pecho. Yo denuncié que el policía que me detuvo era un corrupto, que te colocaba un papel de heroína y luego negociaba para que desapareciera la evidencia que había plantado. Lo exoneraron, pero luego lo apartaron discretamente de su cargo. Todo muy inglés.
Lo de “heces” se lo aplican incluso a defensores suyos como Michael Havers (abogado, luego fiscal general con los conservadores) y a Tom Driberg (diputado laborista). Driberg no era un cualquiera: presidió a los laboristas e intentó convencerlo para que se presentara como candidato por su partido...
–La realidad es que yo lo atraía. Sexualmente, quiero decir. No escondía su homosexualidad: él y sus colegas se reunían en un local llamado The Gay Hussar. (Risas.) Tom, bendito sea, se comprometió con mi caso, hasta preguntó en el Parlamento por las humillaciones a las que me sometió la policía. Y firmó aquel anuncio en The Times pidiendo la legalización del cannabis. Pocos políticos actuales se atreverían a tanto.
¿Realmente acarició la idea de entrar en política?
–Sí, durante diez minutos. (Carcajada.) En los años ’60, más que una brecha entre izquierdas y derechas, el enfrentamiento era entre jóvenes y mayores. Y parecía lógico que los jóvenes estuviéramos representados en el Parlamento. Pero que fuera yo el elegido... un disparate. Debo admitir que la propuesta me masajeó el ego.
Ahora mismo, ¿aceptaría algún tipo de puesto gubernamental?
–Hmmm... Podría considerarlo. No como el ministro ese brasileño (Gilberto Gil), más bien como asesor. Pero con algún poder ejecutivo para aplicar decisiones. Mi amigo David Puttnam (productor cinematográfico) estuvo en uno de esos puestos y salió muy frustrado.
No quiero ni pensar lo que diría Richards de verlo en el gobierno: ya lo despellejó cuando se convirtió en Sir Mick Jagger.
–Hablaban los celos por su boca. Keith esperaba que también le ofrecieran ese honor, aunque sólo fuera por rechazarlo. Keith es más inglés que yo, pero no está hecho para la vida social.
Cierto. Despojado de su mitificación (¡y de su obra!), Keith Richards quizá no sea más que uno de los tantos británicos adictos a la penosa comida popular inglesa, felices de haber sabido jugar bien sus cartas y poder burlarse de las convenciones sociales. Por el contrario, Mick Jagger contiene una multiplicidad de personajes. Igual que utiliza diferentes acentos para cantar, puede desdoblarse en rockero arrogante, en aristócrata refinado, en hombre de negocios, en analista político...
¿Siguió las transmisiones del “Live 8”? ¿Bob Geldof no invitó a los Stones?
–Sí, quería que hiciéramos algo especial (imita a Geldof): “Mick, va a venir el jodido McCartney; necesito a los jodidos Rolling Stones para que haya un jodido contraste”. Pero era imposible, no estábamos a punto y no puedes quedar mal ante una audiencia mundial. Si recuerdas, hace veinte años, en Live Aid, Keith y Ronnie (Wood, segundo guitarrista de los Stones) salieron con Dylan e hicieron el ridículo: Dylan no quiso ensayar, no se oían bien, fue una vergüenza. Pero tengo una enorme admiración por Geldof y Bono, fue muy inteligente el pasar de los conciertos caritativos a las acciones de presión sobre los líderes del G-8.
Desdichadamente, los atentados de Londres determinaron que el foco de la reunión del G-8 pasara al terrorismo.
–Sí, quedó claro que los militantes islámicos no consideran el destino de sus “hermanos africanos” como una gran prioridad. Las bombas de Londres no me sorprendieron: lo había hablado con mis hijos, establecimos incluso planes de emergencia para una situación como ésa. De hecho, en el nuevo disco hay alguna letra que ahora parece profética. Pero es que se veía que iba a ocurrir algo: policías, helicópteros, tanquetas... un Londres ocupado, como Belfast en los peores tiempos.
En los días previos a la invasión de Irak, usted –a diferencia de otras figuras del rock– no se expresó en contra.
–Soy ya mayor para ir a manifestaciones, lo hice en los ‘60 y los ‘70. Me sentía ambivalente: acabar con Saddam Hussein era un regalo para la humanidad y pensaba que había un plan coherente para poner en pie Irak. Ahora conocemos el memorándum de Downing Street (el resumen de una reunión del gobierno británico del 23 de julio de 2002), y me indigna que Blair ya supiera que lo de las armas de destrucción masiva era simplemente una excusa y que no había nada previsto para el día después.
Bien, ¿cuáles hubieran sido sus recomendaciones?
–Sólo tenían que recordar lo que ocurrió en Yugoslavia tras la muerte de Tito, las fuerzas centrífugas que surgen tras la desaparición de un líder fuerte. En Irak tienes por lo menos tres grupos irreconciliables: los chiítas, los sunnitas y los kurdos. O estableces un sistema confederal muy meditado o aquello se rompe. Sólo ahora los estadounidenses están descubriendo la realidad de Irak. Además, los iraníes ya se han infiltrado en todos los niveles del nuevo Estado iraquí, a la vez que mandan armas y bombas a la resistencia. La coalición se enfrenta ahora a una guerra de desgaste para defender un régimen que no parece muy preocupado por los derechos de las mujeres y las minorías. A no ser que se tomen medidas inteligentes, parte de Irak terminará convertida en una república islámica, un títere de Teherán. (Pausa teatral.) Sospecho que los Stones nunca llegaremos a actuar en Bagdad.
En su nuevo disco hay un “blues” hiriente llamado “Sweet Neo Con”, la primera canción de un grupo o solista de primera división que ataca directamente al clan que ahora manda en Washington. Dado que usted se considera un conservador, habrá quien piense que se trata de una jugada publicitaria...
–Primero, soy conservador con ce minúscula; no tengo nada que ver con el Partido Conservador de mi país, que me parece bastante estúpido. Es posible ser conservador en cuestiones fiscales y tolerante en asuntos morales o de libertad de expresión. Detesto especialmente la sumisión de la política a la religión, con esos fundamentalistas cristianos que están dispuestos a lo que sea con tal de frenar el Islam. Me asusta que se haya vuelto a utilizar esa palabra española: Reconquista.
Cuando alguien lanza críticas ásperas a Bush, y más si es extranjero, la cadena televisiva Fox y las radios de ultraderecha lo trituran. En serio, ¿no tiene miedo de la respuesta?
–¡Espero que vean el humor en “Sweet Neo Con”! Pero estoy preparado. Siempre le digo a Keith que no deberíamos acostumbrarnos a que nos traten como monarcas en visita de Estado. En la gira pasada, cruzando de Canadá a Estados Unidos, nos pararon y nos desmontaron todo, todo. ¡Hasta nos olieron los perros! Hace unos años, entrando en Japón para promocionar Freejack (película de 1992 en la que Jagger encarna a un cazador de recompensas del futuro), me retuvieron y me pasé un día explicando punto por punto mi historial delictivo. Fue interesante, había juicios y arrestos que ya había olvidado. (Risas.)
¿Cómo va su productora de cine?
–Ahí sigue, intento rentabilizarla produciendo programas de televisión entre película y película. Es muy duro hacer cine desde Inglaterra. Intentas entrar en el circuito de distribución de Hollywood y se empeñan en cambiarte el guión: “Necesitamos que el protagonista y su interés amoroso sean americanos; sería preferible que transcurriera en Baltimore”. Y tú respondes: “Mira, esto ocurrió en la campiña inglesa, y los descifradores de claves eran ingleses”. (Se refiere a Enigma, su versión de una novela de Robert Harris.)
Sí, ya leí sobre esas presiones en Saga (publicación para la Tercera Edad en cuya portada salió Mick en 2001). Cuando accedió a dejarse entrevistar por esa revista, ¿pretendía mandar un mensaje contra el “edadismo”?
–Yo dije algunas tonterías sobre el paso del tiempo, sobre la edad para cantar Satisfaction y cosas así. Creo que hay que desdramatizar el envejecer, ése es un trauma que no pueden entender en el Tercer Mundo, ¿verdad? (Se muestra repentinamente impaciente.) Bueno, ya está bien, ya tienes bastante material para el diario.
Lo siento, pero todavía me quedan algunas preguntas. Me gustaría que hablemos de mujeres. Vista su experiencia, ¿tiene sentido el matrimonio en el siglo XXI?
–¡Ja, no querrás que empiece con ese asunto! Ya he tenido demasiados choques con las feministas y últimamente estamos en paz. Lo que sí creo es que deberíamos tener más opciones, diferentes fórmulas matrimoniales y patrimoniales. En muchos casos, la pareja monogámica para toda la vida no funciona. Y eso es todo lo que voy a decir.
DE EL PAIS, ESPECIAL PARA PÁGINA/12.
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