Dom 20.11.2005
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CASOS > LA BEBA ACHé APROPIADA DURANTE UN SIGLO

Damiana vuelve a los suyos

En 1896, un grupo de colonos del Chaco paraguayo salió en busca de los indios que habían faenado uno de sus caballos. La matanza que siguió al encuentro fue el comienzo de una historia de apropiación que duraría más de un siglo: el de una beba de la tribu Aché, convertida en cobayo de la antropología europea, mucama en una quinta de Buenos Aires, interna del hospital Melchor Romero debido a su desfachatez sexual y, finalmente, tras morir de tisis, sus restos se convirtieron en objeto de disertaciones académicas en Europa. Ahora, tras el esfuerzo de la antropóloga e investigadora del Conicet Patricia Arenas, los restos de Damiana serán restituidos a su tribu y por fin enterrados.

Por Patricia Arenas y Jorge Pinedo

“El viernes 25 de septiembre de 1896, uno de los colonos de Sandoa (Paraguay oriental), encontró en los bordes de la selva los restos de uno de sus caballos y no lo dudó: había sido recientemente muerto y faenado por los (indios) Guayaquíes. Ya les habíamos dicho, en razón de un caso semejante, cuán despiadada sería nuestra reacción; la venganza de marchar sobre su territorio se decidió para el día siguiente a causa de lo avanzado de la hora. El 26, acompañado por sus tres hijos, el colono comenzó a batir inútilmente la foresta: las huellas caprichosas de los Guayaquíes se perdían en todas direcciones. Al amanecer del domingo 27 una leve columna de humo en la lejanía revelaba el probable emplazamiento del campamento indio. Bajo una lluvia persistente que amortiguaba el ruido de sus pasos, los expedicionarios se fueron acercando a ese punto destacado en la espesura. Fue así que pudieron llegar sin ser descubiertos hasta una veintena de pasos de donde se hallaban los indios, que en número de diecisiete o dieciocho se hallaban reunidos en torno de un fuego, apenas cubiertos por unas hojas de palmera pindó. Estaban tranquilamente ocupados comiendo y haciendo fiambre con los restos del caballo. Se les veía alegres, conversando animada, ruidosamente hasta que de pronto un silencio comenzó a caer sobre todo el grupo; los indios se percataron de que tal vez no estaban solos de modo que las conversaciones se interrumpieron por completo. Dos descargas de fusil tiradas al bulto los tomó por sorpresa y como un rayo se esparcieron mientras caía la primera víctima entre ellos. Sin atinar a tomar sus arcos ni a oponer la mínima defensa, los Guayaquíes se dispersaron en desorden abandonando sus armas y utensilios. Otro indio cayó ante una segunda descarga y una mujer quedó herida: ella rodaba sobre sí misma intentando sostener sus ensangrentadas vísceras dentro de su cuerpo; luego quería acabar con ella a golpe de machete, a golpe de cuchillo. Esta víctima era una mujer vieja y su cadáver abandonado sin sepultura en medio de la selva a la que retornamos tres meses después, convertido en esqueleto fue estudiado y medido por el doctor Ten Kate. Respecto a las otras dos víctimas, sin duda los indios se preocuparon en buscar sus cuerpos, dado que todos nuestros esfuerzos por encontrar tales restos resultaron infructuosos.”

“La pequeña Damiana, abandonada en el transcurso de esa escena de carnicería fue de inmediato apañada y conducida a Sandoa donde hoy es educada por los matadores de los suyos”.

A fin de no dejar escapar la ocasión de obtener observaciones sobre la tribu “conocida hasta aquella época sólo por el nombre”, el antropólogo holandés Herman ten Kate plasmó las medidas pertinentes y perpetuó la imagen de la niña de aproximadamente dos años en una placa fotográfica. Ahí mismo, en ese momento; lo que se denomina un auténtico trabajo de campo.

También alguien anotó tres palabras pronunciadas por la niñita: “caïbú, aputiné, apallú”; voces para llamar a los padres.

Del desierto vacio a la selva virgen

Fue el socio científico de Ten Kate, Charles de la Hitte, quien formula el relato que encabeza estas líneas, testigo en Sandoa, en el paraje Potrero Itería, a menos de tres leguas de Villa Encarnación, en los bordes del Chaco paraguayo, donde se derraman las estribaciones de la selva amazónica.

La antropología académica de hace un siglo procuraba encontrar los datos positivos que legitimaran la superioridad del occidental, blanco y cristiano. La avanzada científica formaba parte del contingente standard que completaban observadores políticos y un ejército de línea, para que el joven Estado Nación expandiera sus fronteras. Se consolidaba de tal modo una clase terrateniente aliada a un partido militar en la faena de desplazar a los pueblos originarios con la idea del vacío desierto al sur y la virginal selva al nordeste como legitimación, y la cruz como estandarte. Esa primera línea requería de dispositivos de control territorial, las colonias y misiones, presentadas ante el confesionario y la prensa citadina como cabezas de playa frente a una impenetrable naturaleza salvaje que invisibilizara territorios habitados por memorias y experiencias. Así como la conquista hacia el sur pampeano fue basada en el exterminio, en el norte se apuntó al sometimiento como mano de obra cautiva en estancias, obrajes e ingenios.

Del mismo modo que desierto y selva resultan entonces palabras que zonifican una práctica que niega el conjunto de los pueblos originarios, cada uno de ellos resultó presa de una destitución que comenzaba con sus cuerpos y llegaba hasta el lenguaje. Cuando el antropólogo alemán Robert Lehmann-Nitsche, apenas una década después de la masacre, se pone en contacto con la indiecita Damiana, aún conservaba la convicción de que esos que llamaban Guayaquíes pertenecían al grupo Tupí Oriental, tal cual habían sido descriptos en 1745 por un sacerdote. Ya se hallaba en plena vigencia la operación sobre el nombre.

Pues los Guayaquíes tienen tanta (in)existencia como los Onas, los Tehuelches y todos los otros; denominaciones occidentales atribuidas por los conquistadores en reemplazo de las propias maneras de nombrarse. En la situación que nos ocupa se trata de los Aché, diez veces milenarios trashumantes de familia no Tupí que hasta aproximadamente 1970 continuaron peregrinando tras el ciclo de la palmera pindó, de la que extraían fibra y harina, bases de su alimentación. La renovada denominación, Guayaquí, tampoco resulta inocente en cuanto significa “ratones de campo”. Acaso el atractivo que representó la etnia Aché para los conquistadores se ha sustentado en la pigmentación blanca de su piel y la presencia de barba en los varones, lo que los habría colocado en un mítico “eslabón perdido”. Todavía hoy, el mismo espíritu que adjudica ascendencia vikinga o extraterrestre a los logros de los pueblos originarios (el cero, las figuras de Nazca, la astronomía, etc.), divaga sobre el origen de los Aché. Lo cierto es que constituye un grupo difícil de encuadrar en las genealogías convencionales.

La dictadura de Stroessner los arrancó de su selva materna, liquidando a la mitad de la población y confinando al resto a condiciones de proletarización forzada. En la actualidad el pueblo Aché consta de unas 300 familias que apenas superan las 1300 personas. Esta población se reparte entre siete asentamientos diseminados en cuatro departamentos de la región oriental paraguaya. Aché significa “los que hablan, las personas”.

Fraülen Damiana es mujer

Apoteosis del eufemismo, la conquista se imposta en “expedición” y el genocidio en “campaña” donde lo militar aplasta el hecho cultural del mismo modo como a esa indiecita bebé se le usurpa para siempre el nombre que se le había adjudicado al nacer. Encuadrarla en el seno del santoral católico constituye la operación inaugural de sus apropiadores, que la bautizan en conmemoración al día de su incorporación, el día de la matanza, San Damián, en un doble movimiento de expropiación y asimilación. La segunda movida institucional es de arraigo: el antropólogo Ten Kate la fotografía y releva a fin de situarla dentro de un código de proximidades y lejanías respecto a ¡las niñas germánicas! de la misma época.

A lo largo de los años la ceremonia de fotografías y mediciones se reitera: talla, proporción de la cabeza, largo de las extremidades,tronco, punta del tercer dedo, articulación de la rodilla, pies, manos, caderas. Sin ir más lejos, en 1907 aduce Lehmann-Nitsche: “El desarrollo de la región frontal, sitio de la inteligencia, se ha producido pues de una manera muy halagüeña en la indiecita. Comparando ahora el índice cefálico de Damiana (81,3) con los índices cefálicos de dos mozos Guayaquíes estudiados por Ten Kate y que son 82,4 y 81,1, respectivamente, resulta la gran homogeneidad del tipo Guayaquí en cuanto a este índice que es considerado de tanta importancia”. Apólogo tautológico, encuentra lo que busca: lo igual, lo indiferenciado, lo homogéneo sobre lo diverso y la raza aria en el horizonte diferencial.

Dos años después de la masacre, en 1898, Damiana es trasladada desde Villa Encarnación a la localidad bonaerense de San Vicente donde es preparada como mucama para la casa familiar del doctor Alejandro Korn, fundador y a la sazón director del hospicio Melchor Romero. De los antropólogos escandinavos que la encontraron, pasando de su reconstitución como objeto etnográfico de la mano de Lehmann-Nitsche, hasta su inclusión final en la familia Korn, la indiecita queda a merced de una comunidad alemana, al punto que en la adolescencia habla esa lengua con absoluta soltura. Cualidad que la destaca y es asimilada a una potente inteligencia “natural”, ya que se suma a esporádicos actos de rebeldía y pronta respuesta a los arbitrios de sus captores.

A tal punto resultaba habitual tal situación a comienzos del siglo pasado que Lehmann-Nitsche anota respecto a la niña que “no hay nada en especial que mencionar hasta que la entrada a la pubertad cambió la situación. La libido sexual se manifestó de una manera tan alarmante que toda educación y todo amonestamiento por parte de la familia resultó ineficaz”. El relato etnográfico procura distanciarse, sin lograrlo, de la moral victoriana amenazada por la irrupción de una mujer que quiere ejercer su condición. Damiana se escabullía con las primeras sombras nocturnas para volver a aparecer hasta tres días más tarde; hacía ingresar al enamorado a sus aposentos y lucía su cuerpo en ebullición. Incluso, cuando los Korn le colocaron un mastín en la puerta, simplemente lo envenenó. Horror en la familia tradicional, confesión de parte, relevo de prueba: “Consideraba los actos sexuales como la cosa más natural del mundo y se entregaba a satisfacer sus deseos con la espontaneidad instintiva de un ser ingenuo”.

De la cocina a la vitrina

Al no lograr encuadrarla dentro de las conductas morales admitidas, Damiana resultó velozmente patologizada: don Alejandro la internó en el hospital Melchor Romero a resguardo del cuerpo de enfermería. Luego, al parecer desbordado, la delincuenció, trasladándola “a una casa de corrección de Buenos Aires”. Dos meses y medio después la joven Aché muere “de una tisis galopante”, de la que, cosa notable, ni Lehmann-Nitsche ni el mismísimo Alejandro Korn se habían percatado. Dato curioso, en especial porque en la descripción que acompañaba a la indiecita desde la selva paraguaya al conurbano bonaerense como una etiqueta colgada de la maleta, Ten Kate había escrito en 1897: “Esta niña porta un aire enfermo y triste. El aspecto general, las manchas simétricas sobre los incisivos superiores, junto al vientre prominente indicarían una diatosis escrufulosa”.

Había sido descripta como reservada, esquiva y desconfiada, al mismo tiempo que desmesurada, alegre, encendida. Ninguna contradicción: sólo que no había parámetros culturales a fin de descifrar sus vivencias y padecimientos. ¿Cuánto conocía Damiana de su origen? Tanto como que no lo ignoraba.

Arrancada de su tierra, familia y tribu, Damiana es trasladada a una cultura que no le guarda afecto ni respeto; destinada a la servidumbre, desnudada, humillada, cercenada su libido, medida, castigada, corregida, clasificada, fotografiada, muerta. Todo ello en el marco de un plan “civilizatorio”, de la mano de las tan bienintencionadas como positivistas y cristianas familias argentinas. No conformes con semejante destino, la cabeza de la indiecita es cercenada (en forma desprolija señala Lehmann-Nitsche: “En mi ausencia el corte del serrucho llegó demasiado bajo”) y enviada a la capital alemana. Allí la recibe el célebre antropólogo físico Hans Virchowl quien la somete a estudios de musculatura facial, antropometría, disección cerebral, etc. Y la presenta ante el plenario de la Sociedad Antropológica de Berlín, dentro de la cual es objeto de sucesivas publicaciones. En ese foro privilegiado para la curiosidad de sabios iniciáticos capaces de descifrar el lenguaje de los cráneos, le fue extraído su cerebro y analizado, buscando indicios de una subespecie humana. Así fotografiada, esa cabeza sin cuerpo, esa calota faltante, muestra el trofeo de una búsqueda científica sin destino para el estudio de los pueblos indígenas de la América del Sur. La pesquisa supersticiosa de una explicación de la diversidad cultural a través de los análisis antropométricos colocó debajo de la lupa y el calibre los cuerpos de los pueblos originarios, sobre todo de aquellos vistos como “raros”, “exóticos” y “aislados”. El epígrafe de la brutal foto del cráneo de Damiana pierde su nombre y lo consigna como “cráneo de una india guayaquí de frente y de perfil”.

***

En estos precisos momentos el cráneo –todo lo que resta de esa indiecita que dieron en llamar Damiana– es identificado entre los que abundan en los museos europeos. En los primeros meses del año próximo su comunidad, los Aché, las personas, los de la palabra, le brindarán sus honores funerarios con el ritual que les plazca.

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