PLáSTICA > JOSé LEONILSON EN EL CENTRO DE ESTUDIOS BRASILEñOS
Miembro fundamental de la llamada generación del ’80 brasileña, muerto de sida a comienzos de los ’90, figura de ascendencia indiscutida sobre las nuevas camadas de artistas y responsable involuntario de la proliferación de academias inspiradas en su arte, José Leonilson fue por sobre todo un artista único. Una retrospectiva de 44 obras permite asomarse al trabajo del hombre que supo hacer del bordado una forma de sentir el mundo.
› Por María Gainza
Tenía una cita con su amante a las cinco de la tarde. A las diez y media de la noche sonó el teléfono: “Creo que voy a llegar un poco tarde”, se disculpó displicente la voz del otro lado de la línea. Durante todo ese tiempo, José Leonilson –Zé, Léo o Leó, según el grado de confianza del vínculo–, sentado a la mesa de un café, no había dejado de dibujar. La espera se volvió el material de una serie de dibujos que registraron, a manera de una crónica, la angustia, los nervios, los dedos que tamborilean sobre la mesa, el pie ansioso que marca sobre el parquet el paso del tiempo. De ese ingrediente autobiográfico está signada la obra completa de José Leonilson, un artista fundamental de la llamada generación del ‘80 de Brasil, que ahora se puede conocer en una muestra íntima en el Centro de Estudios Brasileños.
Curada por Karina Granieri y Ricardo Resende, 44 obras de Leonilson, bordados, pinturas, dibujos y grabados develan la vida interior de un hombre que antes que definirse como un artista prefería llamarse a sí mismo “un tipo curioso”.
“No sé si soy un artista. Creo que los artistas piensan en su carrera, en las muestras, en el dinero. A mí sólo me interesa lo que aprendo sobre mí cada vez que me pongo a trabajar.”
Nacido en Fortaleza en 1957 y muerto de sida en 1993, Leonilson dejó una obra de una humanidad tan indiscutible que ha sobrevivido a los clichés que suelen acompañar a las víctimas de una muerte joven y trágica. Hay cosas que uno no puede dejar atrás. Hijo de un comerciante de telas, el cuarto de juegos de la infancia de Leonilson era la sala de costura de su madre, el lugar donde los hilos de colores y los botones se volvían ríos y peñascos que recorrían pañuelos y almohadas. Del noreste de Brasil Leonilson arrastró consigo un deleite por las artesanías locales, la literatura cordel y la religión católica. Más tarde, en San Pablo, sería el fervor místico de Arthur Bispo do Rosario, un encontronazo con las obras tejidas de los Shakers en Nueva York y los suaves nudos y entrelazados de Eva Hesse lo que lo llevaría a materializar en bordados y dibujos una forma de ver y sentir al mundo.
Esa iconografía de la juventud se ajustaría con el tiempo hasta plasmarse en unas formas sintéticas y reiterativas que parecen construir un diccionario privado. Los problemas de la vida parecen demasiado voluminosos para los estrechos límites de la palabra, entonces Leonilson la acompaña con pequeños dibujos de anclas, libros, puentes, relojes, cruces, montañas, perlas, ríos, volcanes y peces, que son eso y mucho más. Como una criptografía hecha de signos a ser decodificados por civilizaciones futuras, sus imágenes hablan de cosas conmovedoramente simples. Y en todas ellas el corazón funciona como un imán al que todas las demás imágenes parecen adherirse. Todo lleva hacia el corazón y todo parece salir de ahí: la sístole y diástole marcando un ritmo primitivo y secreto.
“La gente tiene más miedo de que su hijo salga gay a que salga ladrón.”
El trabajo de José Leonilson es una observación sobre su persona, un diario que el artista expone, no como una obra de arte cerrada y autosuficiente, sino como un medio para llegar a otro lugar, un puente entre dos orillas. Es una obra íntima y silenciosa, construida rigurosamente como quien escribe un libro del desasosiego.
Pero lo que Leonilson registra son los momentos de emoción, de nudo en la garganta, recolectados en la tranquilidad que sobreviene a la sacudida. Por eso su trabajo parece el de un etnólogo que estudia y compara los diferentes pueblos que habitan a un ser humano. Es una investigación sobre la construcción de la subjetividad apoyada en una disciplina y un método que consiste en preguntarse sistemáticamente por qué las cosas van y por qué las cosas vienen.
Un día de 1981, Leonilson vendió su auto, tomó su portafolio de trabajos y se subió a un avión rumbo a Madrid. Al llegar se tomó un colectivo al centro de la ciudad, se bajó, se sentó en un banco de plaza y se preguntó: ¿y ahora? Como en todo artista, saber qué ocurrió entonces es menos interesante que ver qué hizo con eso que ocurrió.
Toda la obra de Leonilson parece comportarse a la manera de ese primer viaje incierto. Leonilson vaga por el mundo metódicamente y hace del trotamundos un profesional. Las palabras bordadas, los barcos dibujados, son su recuerdo congelado. Tienen algo de déjà vu en su simpleza y universalidad, al punto que podrían haber sido hechas por nosotros mismos en el reverso de una tarjeta postal. Leonilson le da a eso que en algún momento sintió, conoció o vio, el status de momento heroico y fundante que debe ser conservado como quien conserva su fotografía en la cima de la Torre Eiffel.
Lo que es interesante es la forma en que el artista habita sus obras. Por lo general sus dibujos o sus bordados surgen como pequeñas marcas sobre un espacio grande. Parecen estar lejos, pero más que hablar de distancia que puede ser medida, uno podría hablar de lejanía. Leonilson decía que sus obras eran como cartas que nunca enviaba. Cartas de amor platónico que quedaban guardadas en su taller y que algún día el mundo podría leer. Cargado de preguntas sobre su vida, su sexualidad, su enfermedad, como en una última cinta de Krapp, Leonilson emprendía su viaje interior dentro de un cuerpo que cerca de la muerte debe haberse sentido tan irreal como aquel crucero transatlántico hecho de luces de colores (un proyecto de 1983 que Leonilson nunca vio realizado) que ahora descansa sobre la pared de la Fundación.
“¿De qué sirve ser famoso si tu obra es una mierda? Quiero que mi trabajo me eleve a mí, no a mi cuenta bancaria.”
Hay en Leonilson tres períodos claros. Uno inicial más volcado a recuperar el placer de pintar, imágenes pop y algunos gestos de apropiación que recuerdan a la transvanguardia italiana (algunas acuarelas comparables a las de Francesco Clemente) pero que en manos del brasileño aparecen como pura delicadeza, y dibujos que en su lirismo introspectivo miran a Klee, con colores que lo poseen como posee el diablo a las almas en pena; un segundo momento de abandono e inclinación romántica, donde surgen los bordados y las piedras preciosas engarzadas a las telas; y un tercer período, comprendido por los últimos años de su vida, donde la alegoría de la enfermedad se vuelve central y las imágenes se sintetizan hasta tocar el hueso.
Difícil, así describió la madre el carácter de su hijo, con una relación de tironeo constante con el mundo, incurablemente romántico, obsesionado por ser un hombre puro y libre, un “hombre de verdad” como insistía él; famoso por su peleas y sus arrepentimientos, Leonilson lloraba frente a los libros de Eva Hesse y leía Kavafis como quien lee la Biblia. Hay gente que decide establecer la máxima distancia con su obra, otros, como Leonilson, la construyen tan dentro suyo que apenas se distingue de su piel.
“No me preocupa la forma, no me preocupa el color, no me preocupa la ubicación. Casi no tengo preocupaciones estéticas. La gente le pone marcos a las obras para protegerlas, yo no. Si algo le pasa a alguno de mis trabajos, le pasa, y punto. Si se rasga la tela, la coso.”
Walt Whitman decía que la prueba de un poeta es que su tierra lo absorbe con el mismo cariño con que él la absorbe a ella. Lo cierto es que aun cuando en vida Leonilson gozaba de fama y reconocimiento, el grueso de la crítica recién comenzó a prestarle atención después de su muerte. Entonces Leonilson se apareció como un James Dean de las artes plásticas. Un ser dotadísimo, con una obra brillante pero trunca que inspiró a las nuevas generaciones: Brasil vio crecer en los años ‘90 un fenómeno que alcanzó el status de “academia” de artistas del bordado, artistas que con aguja e hilo volcaban sus preocupaciones más íntimas sobre la tela. Muchos no fueron más que los asimiladores de una estética y, como tal, se volvió receta, perdió fuerza y ganó en sentimentalismo a cada puntada. El principal iniciador, pero carente de toda responsabilidad sobre lo sucedido, fue Leonilson quien en cambio tomó exactamente lo que necesitaba del mundo del arte –desde Lygia Clark a Beuys y Leda Catunda–, lo transformó y se lo devolvió a las artes plásticas. Todos ganaron en el proceso.
El placer de pintar en Leonilson parece haber sido superado por la sensualidad de los materiales: bordar para él era como dibujar, un voile le daba el mismo goce (o más) que un pomo de pintura naranja. Llega un momento en que es obvio que a Leonilson le resulta absolutamente indistinto e insignificante distinguir qué medio está utilizando porque nada debiera distraerlo de lo que importa. Para el artista todo artificio debe ser dejado de lado para ajustar su imagen como quien busca la palabra justa. Si juntamos los datos sueltos, leemos que Leonilson es tímido, alerta, mentiroso, escéptico, ansioso, confundido, vacío y lleno. “Las palabras que elijo son cosas que amo y no puedo dejar de amar”, dice el artista en un video de Karen Harley armado con declaraciones del diario grabado por Leonilson entre 1990 y 1993. “Leo no consigue cambiar el mundo”, anuncia después. Un par de números delatan su edad, 33, 34, 35, edad que por momentos se confunde con la temperatura de un cuerpo destemplado.
Al mirar un dibujo de Leonilson el ruido de la calle Esmeralda, los pasos apurados de la gente entrando y saliendo de la Fundación, se amortiguan. Sus imágenes copan la conciencia con la autoridad del punto final en una oración. La intimidad es algo valioso y Leonilson nos la entrega sin rodeos. Es como mirar el mar y no poder dejar de mirar porque cada nueva ola que choca contra la arena parece ser la primera. Miramos porque queremos encontrar algo. En las obras de Leonilson rara vez uno se pierde; lo que es mucho más probable es que termine encontrándose. Unos días antes de morir, Leonilson le comentó a la crítica Lisette Lagnado: “La gente está asustada por la economía, por las plagas, por exponerse. El mundo se ha dado vuelta, todo es Mad Max. Si uno hace poesía es un idiota, si es honesto, es un idiota, si cree en Dios, es un idiota”. La gran pregunta aún sigue siendo la misma: ¿qué puede hacer uno en un lugar así?
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