Dom 20.11.2005
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CINE > EL MERCADER DE VENECIA, EN CINE Y CON TODO

Judíos, gays y tilingos

Siendo una de las obras más inclasificables de Shakespeare, por la que ha sido acusado de antisemita, que ha obligado a generaciones de críticos a contorsionar sus argumentos con tal de esquivar la evidente trama gay, y con un afilado retrato social de una plutocracia digna de la City y Punta del Este, El mercader de Venecia jamás fue adaptada al cine hasta ahora. Y llega con todo: gays, lesbianas, sadomasoquismo, Al Pacino como Shylock y hasta escenas nunca escritas por el Bardo de Avon.

POR CARLOS GAMERRO

El mercader de Venecia, con ser una de las obras más conocidas de William Shakespeare, y una de las más populares en los colegios del mundo de habla inglesa (hasta que la creciente sensibilidad hacia cuestiones de discriminación racial llevara a sacarla del currículum de algunas escuelas de los EE.UU.), nunca, salvo olvidadas versiones mudas, había sido llevada al cine. En el 2004 se estrenó finalmente William Shakespeare’s: The Merchant of Venice, dirigida por Michael Radford (Il Postino) con Jeremy Irons como el mercader de marras, Joseph Fiennes (Shakespeare enamorado) como Bassanio, Lynn Collins como Portia (reemplazando a último momento, se dice, a la embarazada Kate Blanchett, de la cual parece un clon generado por CGI) y el plato fuerte: Al Pacino en el rol de Shylock.

Los motivos de esta renuencia a llevar a El mercader al cine son fáciles de comprender: la obra, así como la vemos, es antisemita hasta la médula, y después del Holocausto sólo podría representarse, tal como su autor la concibió, en alguna colonia de refugiados nazis. Esto no quiere decir que Shakespeare fuera, personalmente, antisemita, y la obra el equivalente isabelino de la propaganda nazi: si el personaje de Shylock ha pasado de ser un símbolo de la maldad intrínseca de los judíos a un emblema de la crueldad con que a lo largo de la historia han sido perseguidos, ello no se debe solamente a relecturas forzadas hechas desde la sensibilidad moderna hacia las cuestiones raciales sino a una serie de ambigüedades, contradicciones y ambivalencias ya presentes en la obra desde el vamos. Su inmediata antecesora, la irredimiblemente racista El judío de Malta de Marlowe, se ha mostrado en cambio impermeable a cualquier clase de rescate.

No sería, por otra parte, la primera vez que Shakespeare escribía una obra con dos lecturas, una oficial y obvia, y otra sutil, para un público más sensible, o solamente para sí mismo (Enrique V es en este sentido un caso paradigmático). Shakespeare fue un temprano maestro en eso que entre nosotros tan bien encarnaron Los Simpson: el arte de escribir una sola obra para distintos públicos, que funciona en distintos niveles; en la época isabelina, éstos no eran tanto de edad sino sociales, era un teatro para todas las clases (desde la reina hasta el último groundling). Parece haber dos Mercaderes de Venecia: una para la ralea, una comedia en la cual Shylock es un villano cómico, un espantajo sobre el cual el público también puede ejercitar el antoniano arte del escupitajo y festejar con burlas y pullas su derrota y conversión forzada; y otra en la cual es un personaje digno de respeto, que alcanza sobre el final un pathos casi sublime y cuyas palabras siguen resonando por encima de la dulce música de Belmont, y el happy end de los tilingos triunfantes se nos queda atascado en la garganta. La obra puede leerse así como una ilustración de la superioridad de la caridad y la misericordia cristianas sobre la ferocidad de la judía ley del Talión (que es como decir del Nuevo Testamento sobre el Antiguo), o como una parodia de dichas virtudes cristianas –el evidente sadismo con el cual Portia, luego el duque y Antonio, reducen a Shylock a homo sacer convierte el tantas veces citado discurso de ésta sobre la misericordia en una broma de mal gusto–. (Otro truco shakespeareano: escribir textos ejemplares que fuera de contexto pueden tomarse literalmente y en la situación dramática se vuelven poderosamente irónicos.)

ENTRE COLE PORTER Y ARTHUR MILLER

En el período isabelino había pocos judíos en Londres –cien o a lo sumo doscientos– y todos eran (debían ser) conversos, al menos declarados, y hay quienes dicen que Shakespeare, creador de uno de los judíos más famosos de la literatura, no había visto uno en su vida. ¿Dónde, entonces, encontró Shakespeare el modelo para Shylock? Joyce, en Ulises, tiene una hipótesis: “Sacó a Shylock de su propio largo bolsillo”, y exigió su libra de carne como interés por todo dinero prestado. ¿En qué otra forma podría haberse enriquecido rápidamente...? Borges, en cambio, en “Deutsches Requiem”, propone esta otra: “Un prestamista londinense del siglo XVI vanamente trata, al morir, de vindicar sus culpas, sin sospechar que la secreta justificación de su vida es haber inspirado a uno de sus clientes (que lo ha visto una sola vez y a quien no recuerda) el personaje de Shylock”. De las dos, la de Borges es la más conmovedora; la de Joyce, quizá, la más verdadera, y a su lado la de nuestro compatriota peca de sentimental.

Más allá de estas conjeturas, evidentemente algo pasa con Shylock para que –desde Macklin, Kean e Irving hasta Olivier y Pacino– los grandes actores se lo disputen, mientras que el mercader o Bassanio se rifen por docena. La verdadera venganza del judío es estética: se roba la obra y deja a todos los cristianos pagando. Su lenguaje deja atrás y anula al de todos los otros personajes: si bien habla menos que muchos de ellos, al final de la obra son sus palabras –y no la vacua poesía de los alegres venecianos– las que siguen resonando en la mente del espectador. Shylock parece haberse escapado de otra obra, de una de esas sangrientas tragedias de venganza a las que isabelinos y jacobinos eran tan afectos, y metido por error en una comedia del tipo de Como gustéis o Sueño de una noche de verano. (Harold Bloom propone esta variante: en un musical de Cole Porter, un personaje de Arthur Miller.)

Lo cual plantea el problema del género de esta obra inclasificable. Considerarla como comedia sin más –así aparece en el Folio, y así se la ha definido siempre– implica aceptar que el final es feliz, que todo se ha solucionado para bien, que aun en contra de su voluntad, y gracias al siempre generoso Antonio, el judío ha sido salvado y no irá al infierno. En otras palabras, para definirla como comedia es requisito indispensable levantar el brazo derecho en alto. Pero, aun dejando los reparos modernos de lado, es una obra que tiene un comienzo oscuro y peligroso, que parece prometer un final acorde: una tragedia que termina como comedia, así como Romeo y Julieta es una comedia que termina como tragedia. Algunos la han querido por ellos vincular con los problem plays, que también podrían definirse como comedias amargas: Bien está lo que bien acaba, Medida por medida, Troilo y Crésida. Pero aquí vuelve a plantearse la pregunta: ¿los problemas, la amargura, corresponden a la época de Shakespeare o a la nuestra? ¿No será que queremos ver El mercader de Venecia como problemática para salvarla?

ESCUPIRE SOBRE MI SHYLOCK

Todas las discusiones empiezan por el personaje que no da nombre a la obra y sin embargo la define. No hay manera de saber si la grandeza de Shylock fue un propósito deliberado del autor o algo que, para su inmensa sorpresa, le sucedió, que se le fue de las manos. La obra hubiera funcionado perfectamente –incluso sería más homogénea, menos problemática– con un Shylock de cartón pintado, a la manera del Barrabás de El judío de Malta, que es uno de esos escasos villanos que se deleitan en hacer el mal y admitirlo públicamente: “En cuanto a mí, doy vueltas de noche / y mato a los enfermos que gimen al pie del muro / o me dedico a envenenar los pozos”. Lo cual, por otra parte, no habla de ningún fervor particular de Marlowe, el autor maldito de la Inglaterra de su tiempo: los judíos eran generalmente odiados, temidos o al menos despreciados, uno de ellos –el médico de la reina, López– acababa de ser ejecutado y descuartizado públicamente, tras ser falsamente acusado de conspirar contra ella –y en ese momento “daban bien” como villanos– de manera análoga a cómo las modas de Hollywood van rotando sus malos: los nazis o los japoneses a partir del ‘40, los rusos después, los musulmanes en la actualidad. Se trata meramente de la pereza –unida a veces a cierta irresponsabilidad moral– del artista que no quiere perder energías otiempo dramático construyendo un villano y lo toma ready made del imaginario popular vigente. Shakespeare tampoco es inocente de tal pecadillo, al que Joyce (o al menos su portavoz Stephen Dedalus) agrega el del oportunismo: “Todos los sucesos traían grano a su molino. Shylock resuena con la persecución de judíos que siguió al ahorcamiento y descuartizamiento de López, el boticario de la reina, siendo arrancado su corazón de hebreo cuando el judío estaba todavía vivo”.

¿Cómo lidiar, al representar El mercader de Venecia, con el espectro de Auschwitz? Lawrence Olivier, en su versión televisiva, nos da un Shylock decimonónico, caracterizado como un intelectual o doctor judío recién salido de una película sobre las injusticias de la Alemania nazi. Más allá de la interpretación de Olivier (totalmente volcada al pathos), la idea de un Mercader en el siglo XIX simplemente no funciona. La libra de carne pertenece al verosímil de unos espectadores que camino al teatro, sobre el puente de Londres, se cruzaban con un racimo de cabezas clavadas sobre picas; que el día antes habían trocado las delicias de la poesía shakespeareana por las de un oso destrozado por perros o las de una ejecución con descuartizamiento como la que el bueno de López había brindado. La trama de El mercader de Venecia requiere al menos de la ferocidad inocente y festiva de la Europa renacentista para resultar mínimamente creíble. La estrategia de Radford, en ese sentido, es más apta. Apenas la película comienza, un título anuncia “Venecia, 1596”, y enseguida aparecen otros con informaciones contextuales: “La intolerancia hacia los judíos era un dato de la vida del siglo XVI, aun en Venecia, la más poderosa y liberal de las ciudades-estado europeas... Los judíos estaban obligados por ley a vivir en la parte amurallada o gueto... Los que dejaban el gueto debían llevar un sombrero rojo que los identificaba como tales”. Estos textos se ven acompañados por imágenes: quema de libros en hebreo, fanáticos religiosos azuzando al populacho contra los judíos, montaje de una cruz con las tetas de una prostituta (léase hipocresía cristiana), las máscaras venecianas de los cristianos que van a raptar (con su consentimiento) a la hija de Shylock, que aun dentro del rigor histórico sugieren las de los drugos de La naranja mecánica... Junto con este foregrounding histórico, se da el de los personajes: aquí vemos a Antonio escupir sobre Shylock (en la obra tenemos, de este hecho, apenas el relato de Shylock), o derretirse de amor por Bassanio al verlo desde su ventana. En una entrevista, el director afirma que esta presentación de la historia previa de mundo y personajes, antes de entrar en el texto de Shakespeare, es la marca distintiva de su película, aquello que la coloca por encima de los anteriores intentos de llevar al cine al bardo: “Uno ve el Otelo de Welles y el Macbeth de Polanski y son películas muy lindas y todo eso pero, a uno, Otelo o Macbeth le importan un carajo. En cambio, en mi película yo aporto la historia previa de los personajes, y así el espectador se engancha”. No contento con barrer a sus colegas de un plumazo, Radford la emprende con el mismo bardo: “En la obra, la primera escena entre Antonio y Shylock está muerta hasta que empiezan con lo de la libra de carne. En cambio, en mi película, uno ha visto a Antonio escupiendo sobre Shylock, y entonces piensa: ‘¡Epa! ¿Qué va a pasar entre estos dos?’. La escena está viva desde el vamos”. Aunque resulte algo difícil compartir la exaltación del director ante este descubrimiento que revolucionará para siempre el mundo de las adaptaciones cinematográficas (y que se sirve con imágenes de Radford saltando desnudo de la bañera, gritando: “¡Eureka! ¡Historia previa! ¡Lo he logrado!”), es cierto que su estrategia funciona, aunque más en el plano ideológico que dramático: el foregrounding histórico abre un paraguas ante los posibles resquemores de un público moderno, anunciándoles que no van a ver un alegato racista, y contextualizando, dentro de los parámetros de la corrección política, toda la lectura del texto shakespeareano.

UN NAZI CON VIRGILIO BAJO EL BRAZO

La caracterización de Shylock y la interpretación de Al Pacino también juegan a seguro desde el vamos: eluden por completo la caricatura, apuestan –correctamente desde la corrección política, incorrectamente desde las necesidades dramáticas– a un judío subactuado. El mejor momento de Pacino está en la escena final, cuando los cristianos lo quiebran y lo vencen y le infligen la humillación última de perdonarlo a cambio de que se haga cristiano (con el aliciente de la pena de muerte si no lo hace). La frase que Harold Bloom considera inaceptable, su “I am content” cuando le preguntan si le parece bien el trato, resulta apropiadamente inaudible en su garganta estrangulada, y sólo puede recuperarse a través de un conocimiento previo del texto o de los subtítulos, que como tantas veces sucede en el cine arruinan con su buchona explicitud las sutilezas del diálogo. El problema –en esta escena sobre todo– es que parece estar actuando solo. No tanto por sus pares –aunque Portia, Bassanio y aun Antonio quedan chiquitos a su lado– sino por la turba veneciana que Radford introduce en la corte y no se atreve luego a utilizar. Apenas un manotazo a su kipá, seguido de un escupitajo casi de forma, y ya. La escena hubiera ganado si Radford se hubiera animado a montar una Kristallnacht veneciana, si las sucesivas derrotas de Shylock a manos de la piadosa Portia hubieran sido festejadas por un aquelarre digno del Bosco, Goya o Ensor. A veces, para criticar adecuadamente al odio racista, hay que jugarse a mostrarlo en todo lo que tiene de gozoso, carnavalesco y orgiástico. Si no, el espectador lo verá siempre como algo incomprensible, ajeno y lejano.

En el caso de Antonio, el problema es de otra índole. La idea de que un hombre cortés, generoso, educado y blando de corazón pueda a la vez ser un racista fanático, dado a las patadas y a los escupitajos, es en sí no sólo dramáticamente interesante sino políticamente certera, y uno duda de que Shakespeare –como algunos afirman– no tuviera ocasión de observar a sus antisemitas al natural, tan bien capta sus rasgos diferenciales: la caricatura del racista bruto y vociferante en Gratiano, el skinhead veneciano, y en Antonio algo más sutil e insidioso: esa persona culta y amable con la que hemos estado manteniendo durante horas una charla agradable y que en el momento menos pensado (tal vez hasta con un volumen de Virgilio o Dante en la mano) muestra la hilacha y empieza a rezumar su ponzoña hitleriana. El problema del Antonio de Radford no es de definición del personaje sino de casting: Jeremy Irons está perfecto en los lánguidos momentos en que mira a Bassanio con esos ojos oscuros y suplicantes que dicen sin parar “mirá lo que hago por vos” –desde Un amor de Swann a Lolita, los roles de amante despechado son los que mejor le salen–, pero los intentos de ponerlo de villano –como en Duro de matar 3– siempre resultaron un desastre, y por lo mismo no resulta creíble en sus raptos de antisemitismo fanático: tiene tal cara de bueno que cuando escupe a Shylock uno siente que quizá lo hizo porque notó que el cutis se le estaba resecando.

GAYS Y LESBIANAS EN PUNTA DEL ESTE

Hay dos mundos en El mercader, Venecia y Belmont, que es como decir Buenos Aires y Punta, ambos con un denominador común: el dinero. Resulta siempre asombrosa la capacidad de Shakespeare para penetrar en los mecanismos sociales y psicológicos de sociedades distintas de la suya, en este caso Venecia, una plutocracia, una república de comerciantes donde la ley fundamental era la del mercado. Venecia es el mundo de los viejos, los que hacen la plata (Antonio y Shylock). Los jóvenes, los que la gastan, pertenecen –y eventualmente se congregan– en Belmont, donde Portia hace de Gatsby. De los tres hilos argumentales de la obra –el de los cofrecillos, el de la libra de carne, el del anillo–, el tercero muestra el progreso de Bassanio, el Isidoro Cañones veneciano, de Venecia a Belmont, o sea de Antonio a Portia, o sea de góndola boy a latin lover.

Que Antonio es un puto rico que necesita o al menos acostumbra a mantener a sus amantes es una evidencia tan flagrante que uno se pregunta cómo fue posible leer la obra obviándola (como se hizo en el siglo XIX y gran parte del XX). La ventaja de poder hablar abiertamente de cuestiones como ésta no es sólo de orden moral sino intelectual: poder tratar directamente la trama gay de El mercader nos permite explicar con sencillez lo que obligó a críticos de otras épocas al arte del contorsionismo. Un caso testigo: la tristeza de Antonio. “¿Por qué está triste Antonio?”, era una clásica pregunta de secundario, que recibía explicaciones desde circunstanciales a existenciales. Harold Goddard, uno de los clásicos de la crítica shakespeareana, arriesga la hipótesis de que “Antonio fue hecho para cosas más nobles. Y así sufre ese exilio del alma que inevitablemente aqueja a todo aquel que consagra su vida a alguna tarea por debajo de su nivel espiritual”. Antonio, sostiene Goddard, se siente rebajado por su condición de mercader y, freudianamente, odia a Shylock porque éste le devuelve una imagen en espejo de su carácter: “Es el enojo consigo mismo, y no una forma convencional de antisemitismo, de la cual a Antonio bajo ninguna circunstancia podría acusársele, la causa de sus feroces e irracionales exabruptos contra Shylock”. Aun sin formular la insidiosa y obvia pregunta de cuáles son esas cosas más nobles para las que fue hecho un hombre cuyos únicos intereses visibles son hacer plata, escupir sobre los judíos y encamarse con los jóvenes venecianos, uno tiene ganas de acercarse y decir: “Harold, el hombre está triste porque el chongo lo deja por otra, y encima le pide guita para conquistarla”. La otra conducta “inexplicable” de Antonio, su vocación masoquístico-suicida que lo lleva a cerrar el trato de la libra de carne, tantas veces tan mal explicada, lo es sólo porque la mojigatería victoriana impide ver la verdad que nos salta a la cara: ante la guaranga caradurez de Bassanio (es evidente que ya le tiene tomado el tiempo y sabe que Antonio se deja hacer cualquier cosa, cuanto más humillante, mejor –a fin de cuentas, para alguien que ejerce el poder no hay mejor descanso que el sometimiento en el amor o los roles sexuales), Antonio complementa su sadismo haciéndole la puesta en escena masoquista: “Mirá, yo por vos doy una libra de mi carne... Y vos te vas con ésa”. Al final, con Portia (con los billetes de Portia) bien guardados en el cofrecillo de plomo, Bassanio puede darse el lujo de sentirse culpable y le confiesa a Antonio que él ha sido el único amor de su vida: “Mas vida, esposa y mundo / no superan en mí la estimación por vuestra vida”, sin saber que su esposa está presente, claro.

Así también se explica el de otro modo pavote quinto acto, completamente innecesario, ya que Shylock ha sido derrotado y Antonio liberado a fines del cuarto. Pero Portia, artífice de esta liberación, tiene agenda propia: salvó a Antonio por la bondad de su corazón, para ejercitar sus dotes de abogado (es uno de los varios momentos protofeministas de esta obra, que juega hasta el cansancio a confundir los roles sexuales: una mujer vestida de hombre sabe más de leyes que todos los venecianos juntos, incluidos el duque y sus magníficos), porque se aburre en Belmont y –sobre todo– para explicarle al bueno de Antonio que Bassanio, o al menos una parte de él, ha cambiado definitivamente de dueño (el simbolismo del anillo es evidente hasta lo guarango). Un Antonio muerto hubiera podido convertirse en un espectro, el aguafiestas de cada encuentro sexual de los recién casados; un Antonio vivo, en un rival de cuidado por el derecho a la libra (o algo menos, en este caso el peso exacto no importa tanto) de carne de Bassanio. Por eso, recién cuando Antonio se ofrece a salir de garante, asegurando que nunca más Bassanio entregará su anillo a otra/o, Portia accede a devolvérselo: el quinto acto bien podría titularse El gigoló domado. Hay un “saquemos al gay del armario literario” que suele ser gratuito y subjetivo, como el que ve una relación lésbica entre Portia y Nerissa, que en esta película se dan un besito más que sugestivo: resulta simpático, pero la trama no cambia, no se simplifican las motivaciones, no se aclaran problemas previamente irresolubles. Plantear la relación homosexual entre Antonio y Bassanio, en cambio, implica restituir al texto una simplicidad originaria que la crítica victoriana había convertido en un entreverado fárrago, y una de las ventajas de la película de Michael Radford es que a estas alturas del siglo XXI no hay que dar tantas vueltas: se evidencia desde el vamos en las miradas lánguidas que Jeremy Irons dirige al bello y vacuo Joseph Fiennes, en el más que explícito beso con que éste le agradece su disposición a financiarlo, y en el detalle de color de las prostitutas que aparecen en el film (y no son pocas): todas andan en tetas, ya que una ordenanza de la época, destinada a combatir la homosexualidad generalizada de los venecianos, las obligaba a ello.

ESCENAS DE LA VIDA SHAKESPEAREANA

La película cierra con dos escenas, más bien imágenes, que no son de Shakespeare sino de puño y letra del director y guionista Michael Radford: una, poderosa, la de un Shylock converso, excluido del templo por sus ex paisanos (no sé si Radford cuenta con que evoquemos una de las escenas más famosas de Pacino, cuando es él quien le cierra a otra persona –Diane Keaton, en El Padrino I– otra puerta en la cara; parece sugerirlo el encuadre). El poder de esta escena es que está de alguna manera sugerida por Shakespeare: todo a lo largo del quinto acto, la derrota y la humillación de Shylock en el cuarto siguen con nosotros, vaciando a Belmont de su glamour y su encanto. La segunda escena agregada es la de Jessica, la princesita judía que abandona a su padre, le roba su dinero y lo gasta en juergas y monitos (vemos en la película cómo entrega a cambio de uno el anillo de su madre, pero el montaje sugiere que lo que vemos son las representaciones mentales de su padre provocadas por el relato de Tubal, su paisano). Jessica aparece al final, aparentemente arrepentida, pensando (nuevamente, lo sugiere el montaje) en el padre al que ha traicionado, y acariciando el anillo de su madre que, nos damos cuenta entonces, nunca fue entregado. Para el público de Shakespeare, y quizá también para el autor, no hacía falta vindicar a Jessica –lo que hizo estaba justificado porque su padre era judío y su novio, otro gigoló sin un centavo, cristiano–. Como imagen última de la película, como intento de redimir a la obra de su antisemitismo en tiempo de descuento, resulta sentimental y ñoña, o, para aplicarle un término que le va como anillo al dedo, puro schmalz.

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