HALLAZGOS > TIM FITE, EL VAMPIRO MUSICAL
Poco y nada se sabe de él, salvo –verdad o mito– que pertenece a un reducido grupo de bebés que nació sin sangre. En cualquier caso, Tim Fite hoy es un músico de treinta años que goza de buena salud y una decidida vocación de vampiro: su misterioso e hipnótico Gone Ain’t Gone son 17 temas armados a partir de una infinidad de canciones ajenas.
Esto es verdad: la semana pasada en Barcelona, durante la presentación de un libro, un completo y absoluto desconocido se acercó a mí y me entregó un compact-disc. Sin decir palabra. Luego se dio media vuelta y se alejó dando saltitos. Esto es verdad, insisto. En serio. Y el compact-disc en cuestión se llamaba –y se llama, ahora mismo está sonando, mientras escribo esto– Gone Ain’t Gone. Y su responsable era –y es– un tal Tim Fite.
Nunca lo había oído ni había oído hablar de él.
Y ahora no hago otra cosa que oírlo.
Y ya sé quién es Tim Fite.
Decir que sé quién es Tim Fite es, claro, un decir. Información rara. Mitología bizarra y difusa leyenda urbana y los datos proporcionados por la prestigiosa y alternativa discográfica ANTI Records y por el mismo Tim Fite son más bien inquietantes ya desde el cuadernillo de Gone Ain’t Gone. Ahí adentro, una pequeña foto (ver foto) que nos revela a alguien que no puede sino ser el Rey de los Nerds o el más probable candidato a sucederlo. Ahí adentro, una serie de dibujitos (ver dibujo) de trazo desesperadamente infantil narrando la desarticulada historia de un bebé con problemas –problemas graves– a la hora de su nacimiento y su inmediatamente posterior y estrecha relación con una máquina que lo mantiene vivito y berreando.
La intriga no se aclara demasiado dándose un par de vueltas por los sites de ANTI o de Tim Fite. Allí se nos cuenta que Fite nació en 1975 y que fue “uno entre el pequeño número de bebés que, entre 1975 y 1983 nacieron sin una gota de sangre en su organismo” y que “aunque su apariencia fuese saludable, sus venas estaban tan secas como sus huesos” y que “la mayoría de estos bebés fueron inmediatamente puestos en cuarentena para, enseguida, ser diseccionados bajo condiciones extremas de seguridad por científicos de renombre y determinar así cuál era la causa de semejante anomalía”. Enseguida se nos informa que “está de más decir que los científicos no llegaron a ninguna conclusión válida”; pero, aún así, se nos ofrece una buena noticia: “Sin embargo, Tim Fite sobrevivió a las varias manipulaciones y a los múltiples tests y, eventualmente, fue conectado a una máquina. La máquina que le proporciona su sangre”.
Y, claro, verdadero o falso, la transfusión es el credo, la metáfora y la estética de Tim Fite. Porque, de este lado de la historia, Tim Fite –quien ya tenía grabado un disco de circulación limitada titulado Two Minute Blues porque “sus canciones no duran más de dos minutos, el máximo tiempo de atención que, estadísticamente, una persona puede dedicarle a algo; en lo que a los artistas se refiere, es bien sabido que a los dos minutos comienzan a repetirse”– es un dedicado y amoroso vampiro. Todas y cada una de las diecisiete canciones de Gone Ain’t Gone están elaboradas mediante el corte y confección de material ajeno. Nutriéndose de otros álbumes que –así lo impone la ética creativa y la disciplina prusiana de Tim Fite– deben haber sido adquiridos en las bateas más baratas y su valor no superar al de un dólar.
Así, pedazos sónicos de música de bandas que nunca trascendieron y que pueden llamarse Tim Ferguson & The Cousin Lovers, The Seymores, Trunk Federation, David McCormack & The Polaroids, Adam West, Brad Dutz & John Holmes o Alfie. Punk, garaje, psicodelia, indie. Tim Fite los desarma, los reordena, les encima y les graba un banjo o una batería o un cello o un ukelele e injerta su propia voz (o, “I’ve Kept Singing”, la del activista negro Paul Robeson) y el resultado es una curiosa mezcla de folk urbano con hip-hop montañés –loop y twang– emitiendo desde su departamento en Brooklyn. Una cruza hasta ahora imposible pero de pronto más que viable entre Woody Guthrie y Public Enemy. Algo que remite al más freak y primerBeck, al misticismo de casa rodante de Jim White (quien, atención, acaba de lanzar el soundtrack de su documental Searching for the Wrong-Eyed Jesus) o a la compulsión collage de The Avalanches o el Go Team!; pero que no deja de ser en ningún momento Tim Fite. Alguien que agradece a “todos los que no presentaron cargos” y se justifica con un “todo el mundo roba. La cuestión importante es cómo robas, a quién le robas, y si se produce un efecto adverso o no a partir de tu robo”.
Está claro que Tim Fite piensa –y tiene razón para pensarlo– que sus canciones están del lado de la ley, de la buena ley. Todas ellas, por supuesto, más allá de los diversos tipos y RHs –que por momentos las acercan al pop pegadizo y por otros al rap furibundo y por otros más al más refinado bluegrass o a la murder ballad gótica o al ghetto-rap de callejón sin salida– registradas bajo el copyright de Blood Machine (Ascap).
Y atención: al principio –en la casi apalache “I Hope Yer There”– y al final –en la lánguida y tan neoyorquina “The More You Do”– se escucha el sonido hipnótico y mecánico y constante de algo que suena a máquina de coser. Pero no. En los créditos, se nos informa que se trata de la máquina de sangre. Bombeando día y noche, adentro y afuera, ida y vuelta, recorriendo una y otra vez el circuito circular que une al corazón con el cerebro de Tim Fite quien –como el físico Lawrence Q. Moyer, a quien señala como una de sus principales influencias– aboga por la regeneración del tejido muerto.
En eso está Tim Fite y que no se detenga nunca su máquina real o imaginaria, no importa. Lo que importa son sus sanguíneas maquinaciones.
Y no sé cuánto tiempo seguiré escuchando Gone Ain’t Gone; pero sí sé que, aquí y ahora, no hago otra cosa que escucharlo.
Gracias a los involuntarios donantes que lo hicieron posible y al voluntarioso desconocido que me lo contagió a mí.
Ahora me siento mucho mejor.
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