HITOS > PRAGA, PARíS Y DF EN 1968 POR CARLOS FUENTES
Apenas separados por unos pocos meses, en 1810 estallaron con asombrosa simultaneidad los movimientos revolucionarios en América latina. En 1848, la coincidencia unió a las revoluciones nacionalistas europeas que se extendieron por toda Europa. En 1968 se volvió a dar uno de esos momentos históricos de extraña sincronía: los jóvenes tomaron las calles en París, Praga y México DF. Testigo de su época y miembro comprometido de esa generación, en su flamante Los 68 (Sudamericana), del que a continuación Radar reproduce el prólogo, el escritor Carlos Fuentes indaga en las aspiraciones y los trasfondos políticos de aquellos reclamos y el triunfo pírrico que anida en las aparentes derrotas.
› Por Carlos Fuentes
Pirro, rey de Epiro en Grecia, invadió Italia en 280 antes de Cristo y derrotó a los romanos en Heraclea. Pero sus pérdidas fueron tan grandes que tras ganar la batalla exclamó: “Una victoria más como ésta y estoy perdido”. De allí el término “victoria pírrica”, que empleamos para denotar un triunfo tan costoso que en verdad constituye una derrota.
He pensado en el antiguo rey Pirro estos días para preguntarme si las derrotas aparentes de los movimientos estudiantiles en 1968 y, ese mismo año, del “socialismo con rostro humano” en Checoslovaquia, no fueron en realidad fracasos pírricos, es decir, derrotas aparentes cuyos frutos sólo pudieron apreciarse a largo plazo: derrotas pírricas, victorias aplazadas.
El ’68, por principio de cuentas, es uno de esos años-constelación en los que sin razón inmediatamente explicable coinciden hechos, movimientos y personalidades inesperadas y separadas en el espacio.
Todos conocemos, por ejemplo, las razones profundas de los movimientos de independencia en las colonias españolas de América. La formación de elites criollas postergadas por la soberbia de la corona española. La ciega explotación de las economías coloniales a favor de la metrópoli. La expulsión de los jesuitas. La influencia de las revoluciones en Norteamérica y Francia. Todo ello explica las revoluciones hispanoamericanas, pero no da cuenta de la asombrosa simultaneidad de los movimientos iniciados en un mismo año, de Buenos Aires a Caracas, y a veces en un mismo mes, de México a Santiago de Chile, en 1810.
Otra fecha de coincidencias pasmosas es 1848, cuando las revoluciones nacionalistas europeas se extendieron de París a Viena y de Milán a Budapest. Marx explicó el ’48 europeo como el momento de la ruptura entre la burguesía y el proletariado que, unidos, habían llevado a cabo la Revolución Francesa de 1789. Fin de una ilusión de progreso compartido, inicio de la lucha de clases moderna pero, a un tiempo, contradicción y afirmación de las tesis internacionalistas de Marx y de la voluntad nacionalista de Manzini en Italia, de Kossuth en Hungría, de Lasalle en Alemania.
La coincidencia en los inicios no aseguró de manera alguna la coincidencia de los resultados. La aparente victoria de las revoluciones de independencia de Hispanoamérica no condujo a la libertad ni a la prosperidad esperadas. Entre la anarquía y la tiranía, de México a la Argentina tardamos largo rato en darle sentido y contenido a la gesta de 1810. Aún hoy, no terminamos de cumplir las promesas del Congreso de Apatzingán o del Cabildo Abierto de Buenos Aires. También es cierto, como dijo Bolívar con irritación, que no se nos podía exigir a los hispanoamericanos hacer en diez años lo que a los europeos les costó un milenio.
Las revoluciones de 1848 en Europa acabaron por fortalecer, inmediatamente, a las monarquías, pero abrieron, a la larga, caminos inéditos para la legislación social, la democracia política y, desde luego, para la unidad nacional aplazada en Alemania e Italia. En cambio, la pugna entre nacionalismo e internacionalismo no se resolvió en 1848, ni durante la guerra de 1914, ni en el seno de los movimientos extremos, el fascismo germano-italiano y el comunismo soviético-stalinista. El triunfo de éste, al lado de las democracias occidentales, en 1945, tampoco solventó los dilemas planteados por 1848, dividiendo al mundo, horizontalmente, entre el bloque capitalista occidental y el bloque comunista oriental, y verticalmente, entre naciones desarrolladas y naciones en desarrollo.
El ’68 en París, Praga y México no es, por todo ello, ajeno a una historia inconclusa. En Francia, la juventud parisina representó la insatisfacción con el orden conservador, capitalista y consumidor que había olvidado la promesa humanista de la lucha contra el fascismo y del pensamiento radical de Sartre en un extremo, de Camus en el otro y, en el centro de un renacimiento religioso, de Mauriac, Bernanos y Emmanuel Mounier. Pero en el corazón mismo del Mayo parisino había, a la vez, una fiesta y una demanda. Marx y Rimbaud, la imaginación al poder, prohibido prohibir, eran palabras de fiesta, pero también de crítica a la autosatisfacción del orden establecido y de afirmación radical, es decir, de retorno a las raíces de la promesa social, cultural y humana de una modernidad pervertida, por no decir enajenada.
De manera paralela a la crítica francesa del mundo capitalista, la juventud de los países de la órbita soviética, primero en Budapest y finalmente en Poznan, encarnaron la crítica al orden impuesto por el Kremlin. El punto culminante ocurrió en Praga porque el “socialismo con rostro humano” propuesto por Dubcek era un intento de conciliación entre las razones estratégicas del imperio soviético y las razones humanas de los ciudadanos capturados dentro del Pacto de Varsovia.
La burocracia comunista, nos explicó el gran escritor húngaro Jorge Konrad, no había logrado aplastar a la sociedad civil. De múltiples maneras, la volvió resistente.
La Primavera de Praga no combatía el sistema comunista. Lo humanizaba, lo democratizaba y lo socializaba. Todo ello, capítulo por capítulo y en su conjunto, era anatema para los gobernantes del Kremlin, empeñados, simultáneamente, en mantener los dogmas del totalitarismo stalinista y la unidad, bajo la dirección de Moscú, de los países satélites del Pacto de Varsovia.
El movimiento del ’68 mexicano, en cambio, no iba dirigido, sino de la manera más implícita, contra la potencia hegemónica y vecina, los Estados Unidos de América. Demanda democrática, como la describió Octavio Paz, o demanda revolucionaria, como la describe Joel Ortega, el movimiento mexicano proviene de una matriz más nacional que internacional. Representa una ruptura flagrante entre la legitimidad revolucionaria reclamada como fundamento por todos los gobiernos a partir de Carranza, y la evidencia contrarrevolucionaria de las prácticas represivas, antidemocráticas y antipopulares cada vez más acentuadas de los gobiernos “emanados de la revolución”.
Lázaro Cárdenas salvó la legitimidad revolucionaria, seriamente dañada por el maximato callista, y les permitió a los gobiernos subsiguientes, de Avila Camacho a Ruiz Cortines, esgrimirla a partir de una ecuación de desarrollo con estabilidad. Las cifras económicas comprobaban lo primero. Las sucesiones políticas sin traumas sudamericanos, lo segundo. Pero el hecho era que los aplazamientos, los disfraces retóricos y a veces la brutalidad represiva habían creado un cisma cada vez mayor entre el efectivo desarrollo social, cultural y económico del país, y formas políticas vistas cada vez con más recelo por su incapacidad, precisamente, de dar cabida a la renovada realidad cultural, social y económica del país.
El gobierno de Adolfo López Mateos, en su enfrentamiento con el sindicalismo independiente y el agrarismo recalcitrante –Othón Salazar, Demetrio Vallejo, Rubén Jaramillo–, dio muestras de una incapacidad para negociar la nueva realidad, que se convirtió en santo y seña del régimen de Gustavo Díaz Ordaz. Divorciado, por cuestión de principio político –orden y autoritarismo– y de principio psicológico –paranoia frente al espejo–, del movimiento real de la sociedad y sus reclamos, el gobierno de Díaz Ordaz fue, simplemente, fiel a sus propias justificaciones: mantener, a cualquier precio, el sistema imperante.
Como el Mayo parisino, como la Primavera de Praga, el ’68 mexicano fue, al cabo, derrotado. En Francia, el Partido Comunista y su central obrera, la CGT, les cerraron las puertas a los estudiantes y los entregaron, inermes, al poder político del presidente De Gaulle, hábilmente asistido por su ministro de Educación, Edgar Faure, quien con malicia maquiavélica les concedió a los estudiantes cursos y facultades fantasiosos sobre el Tercer Mundo, la negritud y el teatro del absurdo, mientras aseguraba que las clases dirigentes se siguiesen formando para gobernar, como siempre, en las escuelas de la elite: la Normal Superior y la Nacional de Administración.
En Praga, fueron los tanques soviéticos los que aplastaron la reforma socialista. El régimen pelele de Husák restableció el orden totalitario, los líderes políticos e intelectuales del movimiento fueron humillados, encarcelados o exiliados y Checoslovaquia regresó a la paz de los sepulcros soviéticos.
En México, en fin, la respuesta brutal de la Plaza de las Tres Culturas desbandó y aplastó el movimiento estudiantil, asegurando la paz olímpica y la hegemonía priísta.
Pero si éstas fueron las consecuencias visibles, inmediatas, de esos tres movimientos del ’68, ¿cuáles fueron, al cabo, sus consecuencias inesperadas y perdurables?
En Francia, un Partido Socialista renovado surgió del movimiento de Mayo. El Partido Socialista minoritario y dañado de Guy Mollet, desprestigiado por las aventuras imperialistas en Indochina y Suez, surgió fortalecido del ’68. La marcha de Charlety, encabezada por François Mitterrand, fue el inicio de una marcha del Partido Socialista renovado hacia el poder, poder de renovación que demostró en 1997 Lionel Jospin al ganar la posición de jefe de gobierno.
En Checoslovaquia, la Primavera de Praga acabó por ganar la batalla, más allá de sus propios designios originales, al derrumbarse el imperio soviético y ganar la Presidencia de la República uno de los líderes de la disidencia del ’68, el escritor Václav Havel.
Y en México, en fin, no es comprensible la historia del país del ’68 para acá sin la historia del país antes de y durante el ’68. La liberación de los presos políticos, el regreso de Heberto Castillo y Demetrio Vallejo a la palestra pública, la derogación del delito de disolución social, pero también las guerrillas sacrificiales durante la presidencia de Luis Echeverría no son inteligibles sin el ’68, como no lo son las reformas políticas que animó Jesús Reyes Heroles durante el gobierno de José López Portillo y los subsecuentes avances en materia democrática que, pese a los vaivenes del modelo económico, los infames asesinatos políticos y las insurrecciones armadas, se han venido consolidando en el país a partir de 1968.
¿Se hubiese renovado el socialismo y desprestigiado el comunismo en Francia con o sin los eventos del Mayo parisino del ’68?
¿Se habrían derrumbado el poder soviético y la satelización de la Europa central con o sin la Primavera de Praga del ’68?
¿Hubiese transitado México del sistema autoritario monopartidista a un sistema democrático pluralista sin el sacrificio terrible del ’68 en Tlatelolco?
Es imposible saberlo. Quizás sin Mayo en París, sin Primavera en Praga y sin Tlatelolco en México, las nuevas sendas de la democracia y la crítica social se hubiesen, de todos modos, abierto paso.
El hecho es que se abrieron paso con Mayo, la Primavera y Tlatelolco, y que, a partir de ello, nos corresponde hoy aplicar la sabia recomendación de Paul Ricoeur: “Distingamos los hechos de las palabras, pero reconozcamos que no hay historia explicable sin la unión del decir y el hacer”. La verdad y la historia, advierte el pensador francés, se reúnen cuando la palabra reflexiona eficazmente y la acción tiene lugar reflexivamente.
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