Por Carolina Prieto
La cartelera teatral 2005 se acerca a su fin, pero aún quedan propuestas muy apetecibles para despedir el año. En una amplia habitación de un PH sobre la avenida Boedo, a metros de Independencia, el joven director Claudio Tolcachir montó una comedia dramática, arrasadora por la fuerza de los conflictos y la solidez de las interpretaciones. Verla a pocas semanas de las Fiestas, con sus casi inevitables reuniones familiares, resulta una experiencia catártica y hasta sanadora. Es que La omisión de la familia Coleman exhibe un clan tan desquiciado que la propia familia, en comparación, puede resultar una delicia. Los personajes en cuestión son una abuela agonizante (acaso la más lúcida del grupo, pero cómplice al fin), su hija Memé, totalmente inmadura y madre, aunque no lo parezca, de cuatro jóvenes: uno marginal y violento, un freak perturbado, una acelerada que “ascendió” a través del matrimonio y otra que se las rebusca dignamente cosiendo ropa. Sentados en gradas, los espectadores enfrentan el living con ventanales al patio y al baño, donde también sucede la acción.
Los diálogos y los movimientos son siempre enérgicos, eléctricos, como si todos intentaran algún tipo de escape o satisfacción en una convivencia imposible. Canillas que no cierran, muebles despedazados, falta de gas, poca comida, bastante alcohol y pastillas como marco para una marea de desencuentros frenéticos que asoman sin pudor. Una exposición grotesca que lleva a la risa hasta que la enfermedad de la abuela propone un cambio de encuadre: de la casa a un cuarto de hospital en una transmutación escenográfica sintética y muy bien lograda que lo tiñe todo de otro color. El humor no decae, pero desnuda horrores inesperados: incesto, robos, engaños, favores sexuales, nuevas enfermedades y un dolorosísimo desamparo final. En el elenco se destacan Ellen Wool (la abuela), Mirian Odorico (la madre) y Lautaro Perotti como Marito, el hijo enajenado cuyo cuerpo y voz estremecen mucho antes de que su verdad estalle.
La omisión de la familia Coleman se presenta los sábados a las 21 y a las 23.15 y los domingos a las 19 en Timbre 4 (Boedo 640, reservas al 4932-4395).
Por Carolina Prieto
La privatización de los ferrocarriles y el cercenamiento de los ramales destruyó en los ’90 las economías de muchos pueblos, que quedaron prácticamente deshabitados. Harina propone un viaje al corazón de una joven panadera que decidió quedarse en uno de esos lugares donde ya no pasa nada. Una mínima escenografía, casi fantasmal (la fachada de una casa hecha de papel, una mesa para amasar, un catre), y un sutil juego de luces bastan para que la actriz Carolina Tejeda deslumbre con su encanto y con acciones en apariencia simples y bellas. A lo largo de una noche en vela, su personaje, Rosalía, toma al público por sorpresa como interlocutor, para contarle vivencias y recuerdos, detalles de un pasado que condensan momentos de alegría, inocencia y descubrimiento. Canta una copla acompañada por un tambor, recuerda los consejos maternos para conciliar el sueño (“Olvidarse de uno, decía mi madre”), amasa pan y le da mágicamente la forma de uno de los protagonistas de su relato, proyecta diapositivas del pueblo y las comenta, dibuja en el piso y con harina el recorrido del tren que ya no es. Todo con una espontaneidad conmovedora y una tonada provinciana que no suena a caricatura ni a parodia. Y construye un relato que se disfruta sin sobresaltos, con morosidad, con silencios y sonidos que ella misma reproduce. Un clima íntimo que se carga de melancolía a pesar de la gracia de la protagonista.
Tal vez el hervor del agua o algún chirrido sean los únicos ruidos que acompañan a esta chica en un tiempo que parece eterno, irreal. Tejeda (de una voz encantadora) y Román Podolsky (además, el director) son los autores de esta pieza que en tiempos vertiginosos se convierte en un oasis. Un dato simpático: la actriz, aquí pura ternura, integra desde hace años el grupo 69 a la Cabeza, especializado en shows eróticos. Y los domingos, no bien termina la función en el Abasto, sale disparada hacia un bar de San Telmo para desplegar sus Títeres Hot.
Harina se presenta los domingos a las 20 en el Teatro del Abasto (Humahuaca 3549). Reservas al 4865-0014.
Por Carolina Prieto
Novena entrega del ciclo Biodrama, que apunta a llevar a escena la vida de un argentino vivo, El niño en cuestión es tal vez el más radical de los espectáculos que pasaron por el Teatro Sarmiento. El director Ciro Zorzoli, responsable de algunos de los montajes más atractivos del off porteño como Ars higiénica y 23.344, eligió trabajar sobre la vida de un niño de 9 años. Pero ese nene nunca aparece en escena; es más, ni siquiera se sabe su nombre. Lo que en cambio se despliega ante el público es el esfuerzo de cuatro adultos por evocarlo a través del vínculo con un nene presente de casi la misma edad. “Vas a tener que hacer todo como lo hace él”, le dice uno de los mayores. Y lo que sigue es una batería de indicaciones y órdenes de todo tipo y color: graciosas, absurdas por la infinidad de consignas simultáneas, dolorosas. Asustar gritando “buuuuuu”, rechazar besos no deseados, dibujar, saludar, expresar la furia con el cuerpo, obedecer rutinas mecánicas con aires escolares, esperar a una madre que no llega o algo que sonaba a promesa (y, en ambos casos, soledad y desconcierto para un chico que parece aún más pequeño en la inmensidad de un escenario vacío). La falta de precisiones y la incertidumbre capturan de inmediato. ¿Quiénes son los adultos? ¿Quién es el chico sobre el que recaen las indicaciones? ¿Quién es el niño tomado como modelo? ¿Dónde se desarrolla la acción? ¿Qué es ese espacio grisáceo y pelado, bañado por luces cambiantes y sonidos hipnóticos? Nada de todo eso se aclara ni parece tener mucha importancia. Lo que pasa a un primer plano es el afán de los mayores por ver en el nene presente al que no está, y el abismal desfasaje entre adultos y niño. Desde la ropa (lucen formales y algo ridículos para el despliegue corporal que les espera), las expresiones de urgencia y sorpresa en los rostros, todo indica desajuste. Y de allí a los pasajes graciosos o tiernos y a otros donde la cuerda del juego se tensa y el niño queda expuesto a situaciones de crueldad. Por semana hay cuatro funciones y, en cada una, actúa un niño distinto.
El niño en cuestión, de jueves a domingos a las 21 en el Teatro Sarmiento (avenida Sarmiento 2715). Reservas al 4802-8507.
Por Cecilia Sosa
¿Una (prejuiciosa) evocación de la más íntima gestualidad paraguaya? ¿Una burla danzada? ¿El anticipo del estreno de King Kong? Puede ser. Con la marca de miembro-fundador-y-bailarín-estelar de la compañía El Descueve, Carlos Casella dirige, actúa y canta una hipnótica obra de pocas palabras e inquietantes imágenes donde cada cuadro sorprende por su delicada mezcla de sensualidad y erotismo, y el modo en el que logra traer a escena aquella “lejana idea urbana de lo selvático” y de la cultura paraguaya.
Guaranía mía es sin duda una pieza extraña y hasta extravagante; totalmente incorrecta y dueña de una dulzura y un vértigo propios, y con silencios tan embrujados como los que puede inspirar una araña trepándose a un cuerpo casi desnudo y casi infinito. No hay casi relato. Apenas el hilo dulce y melancólico de acuáticas guaranías cantadas por Casella (increíblemente adaptadas por Diego Vainer sobre letras de Mirkin y Ortiz). Y un trío móvil capaz de urdir la más desaforada doma sobre patines, un encantador baile de “India” y “Galopera” y una intensa sesión de esgrima mientras se prepara la comida. Tres actores-bailarines para tres modos de “aindiarse”; la espigadita Leticia Mazur, el propio Casella y Rodolfo Prante, acaso la gran revelación de la obra: un indiazo de un metro ochenta, esbelto como un junco, no por nada oriundo de Asunción y responsable de un monólogo genial sobre cómo desfilar sobre la pasarela en estricto guaraní que, ¡al fin!, revela su secreta conexión con Oriente.
Con su exuberante mundo de indias mártires (de la histeria), exóticos guerreros, lianas, recetas de cocina y gorilas en celo, Guaranía mía logra llevar a escena el mejor repertorio de lugares comunes para iluminarlos con luz propia y liberarlos a los destellos menos imaginados. Una indiada salvaje y conmovedora para seguir desde primera fila y conteniendo el aliento.
Guaranía mía, jueves a las 22.30 y domingos a las 21 en El Portón de Sánchez, Sánchez de Bustamante 1034, 4863-2848.
Entrada: $ 12.
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